El ocaso de la amistad

Llega un punto en la vida en que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que las emociones que experimentamos en esas múltiples aventuras con nuestros amigos, ya no las volveremos a vivir. Comprendemos también, y con pesar, que las mejores amistades fueron aquéllas que se consolidaron en la juventud y que, incluso éstas, paulatinamente, han perdido su intensidad. No es que en la madurez se carezca del cariño, cuidado, atención y complicidad que brinda una amistad, pero algo ha cambiado. La vida continúa y en el horizonte un atisbo de alegría nos sigue esperando, pero con languidez sospechamos que los mejores años de nuestra vida ya han pasado.

            Nuevas amistades tropiezan a nuestro paso, pero las relaciones son más asépticas. Con ellos disfrutamos, bebemos, dibujamos sonrisas en nuestros rostros de rasgos habituados, nos interesamos y somos interesantes, descubrimos y nos descubren, viajamos y aprendemos tantísimas cosas que valen la pena. Sin embargo, todo lo hacemos desde ese cómodo entablado que nos imprime la madurez. Ese estado que todo lo mide y sopesa; en el que lo natural aflora a cuentagotas, como para no molestar. La vida pierde el brillo que da la imprudencia.

¡Qué fácil nos parece ahora la vida de nuestra juventud! ¡Qué pocas responsabilidades! ¡Cuántas alegrías! Cada día podía tocar a tu puerta la sorpresa de un amigo y cuántas risas; una risa fácil, espontánea, explosiva. También las lágrimas y las enemistades parecían más intensas. ¡En cuántos vasos de agua no habré naufragado! Un guiño, una llamada, un grito, un suspiro, cada pequeño detalle nos avisaba de la oportunidad del paroxismo y de la levedad. El júbilo entraba por la puerta grande y era el regalo del día a día. Ellos, tus amigos, estaban siempre dispuestos para ti y tú lo estabas para ellos. Ahora, tu trabajo, tus hijos, tu pareja, tus nuevos pasatiempos, todo parece tener una dimensión sustancial, densa como el plomo, para interponerse entre tú y ellos; entre ellos y tú.

Y nos decimos –nos engañamos- que ellos no han cambiado, cuando ya nosotros tampoco somos los mismos, como diría Neruda. No queremos reconocer la tremenda pérdida: la distancia que ahora nos separa; la risa que ya ha dejado de ser explosiva; la ausencia de esas locas ocurrencias que no se sabe cómo siempre alcanzaban un buen fin; la merma de un valor que antes nos llevaba a encararnos frente a todo aquel que osara criticar a uno de los nuestros; la carencia de importancia que ahora damos a esas copas que solucionaban cualquier entramado amoroso; el olvido de lo que algún día significó llorar unas lágrimas que no salían de nuestros ojos.

Pero cuando finalmente sobreviene el encuentro; cuando conseguimos vencer la abulia que engrandece las tontas excusas y tenemos a un amigo frente a frente, el engaño nos deja de importar. Entonces nos reímos, nos divertimos, nos confesamos y volcamos todas esas frustraciones y alegrías que acompañan nuestra cotidianidad. Por un instante ese sentimiento se percibe en sintonía con el de antaño. Quizá sea cierto que cuando crecemos valoramos más la calidad que la cantidad, ¿o será otra vieja farsa? Lo que es verdad es que, por ese instante, volvemos a ser incautos y encontramos consuelo en sus ojos. Soplos, lugares, menudencias, diría alguno, pero cómo las sabemos aprovechar. Y ellos, los amigos, te estrechan como antes y tú te regocijas. Y pese a todo lo vivido, no dejamos pasar la oportunidad de volver a soñar.


Día del libro: apoya al escritor novel (catarsis)

Abrirse paso en el mundo de la escritura no es fácil. Para muchas de las personas que nos gusta escribir, pero que no contamos con una editorial consolidada que te respalde, el trabajo se multiplica. Ya no sólo se trata de pensar una historia y conseguir construirla frase a frase hasta poner un punto final. No sólo implica ese esfuerzo de volver a ella repetidas veces para corregir, pulir y eliminar del texto todo lo que le sobre, para que al igual que hace el escultor, y como decía Chejov, consigamos quitar de la piedra todo aquello que no es un rostro.

No conforme con eso hay que salir y hacer algo con la obra. Desde meterla en concursos literarios que finalmente no ganas, hasta salir a la caza de alguna editorial que se interese por ella. Olvídate de las grandes, pero incluso las pequeñas se convierten en un desafío y necesitas hacer peripecias para llamar su atención. Algunas de ellas te prometen publicar la historia, pero los meses van pasando y, al igual que sucede en La vida nueva de César Aira, uno puede llegar a envejecer en la espera.

Olvidaré aquí el arduo trabajo que supone una edición del libro, cuando una editorial acepta tu manuscrito. Vamos al gran día. Porque cuando tienes suerte, ¡por fin!, tu obra ve la luz, pero el trabajo no ha terminado. Ahora toca ejercer de publicista o social manager para que tu librito llegue a alguien más que a tus amigos. A veces, en las presentaciones presenciales (cuando existían) tienes que ejercer de vendedor. Otras de intermediario entre la editorial y tus amigos. Y con tantas tareas apenas tienes tiempo para seguir escribiendo y conseguir otro texto que te permita volver a repetir todo este proceso.

Así que, si vas a celebrar el día mundial del libro este 23 de abril, no te olvides de los escritores nóveles. Aprovecha esos suculentos descuentos en los olvidados de las letras. Al hacer esto permites que todo este esfuerzo merezca la pena. Y no para que estos autores obtengan algún beneficio económico con ello, jajajaja, me río de eso. No, es para que consigamos lo único que pretendemos al pensar esa idea y poner la primera letra: queremos que nos lean.

R.III

Y una vez hecha esta catarsis, en la que quizá otros se sientan identificados, aquí comparto tres reseñas de Reubicación (pues en el fondo esto no deja de ser una estrategia de marketing):

Reseña de Carlos Miguélez Monroy “Hacia la pesadilla ‘orweliana’ de un escritor mexicano en España” en Espacio-Mex, 4 de febrero de 2020.

Reseña de Rosa Cortés García “Reubicación la novela distópica de Ramón Ortega (tres)” en el blog Viviedo mil vidas.

Reseña de Andrea Zurlo “Reubicación, de Ramón Ortega (tres)” en la revista literaria Letralia: tierra de letras.

 Si quieres el libro, y vives en España (a México llega, pero hay que armarse de paciencia), puedes pinchar aquí.

R.III


Hormigas en el universo

Sales de tu trabajo y caminas rumbo al metro. Esta vez no traes atado a tus oídos los audífonos que te arrastran hacia caminos musicales aleatorios. A tu lado, caminando casi a la misma velocidad que tú, un hombre hablando a través de su teléfono móvil. Le cuenta a alguien en tono vehemente una historia sobre un compañero de trabajo. Se nota su enfado y busca la aceptación y apoyo de su interlocutor, quizá su mujer, quizá otro compañero. Bajas al metro y ves, apiñados en grupo, a algunos miembros del personal de seguridad que comentan acaloradamente sobre un suceso de esa mañana: un impertinente usuario se había saltado el control de acceso sin pagar y además había tenido la desfachatez de encararse con uno de ellos. Todos seguían la historia atentos; centrados en la explicación del que la relataba. Miradas y movimientos de cabeza mostraban su respaldo: ¡claro que había hecho bien en echarle! Alguno de ellos hizo un comentario que no escuchaste, pero todos rieron.

Ya subido en el vagón del metro centras tu atención en tres chicos relativamente arreglados y perfumados, calculas que deben tener dieciséis años. Hablan sobre un videojuego. Comentan seriamente una estrategia para poder acceder a lo que supones es el siguiente nivel. El que explica los pasos a seguir usa sus manos para simular los movimientos del personaje del juego. Uno de los que lo escuchan hace bromas e interrumpe, pero el otro mira con suma atención. Irrumpe un acordeón por encima de las voces de los chavales y pasas tu mirada a otro extremo del vagón. Un señor de unos 50 años toca el instrumento, no es una de esas melodías cotidianas. Esta persona ha decidido interpretar algo diferente y disfrutas la tonada. Unos segundos antes de llegar a la siguiente parada, el señor deja de tocar y pide ayuda a los pasajeros. La mayoría lo ignora, casi todos siguen encerrados en su mundo de mensajes de whats app, de música o de lectura electrónica.

Unas paradas más adelante llegas a Príncipe Pío y cerca de la mitad de los pasajeros del suburbano salen en tropel. Tú entre ellos. Te da la sensación de que todos llevan prisa; unos a otros se adelantan para intentar alcanzar las escaleras eléctricas primero. Hay algunos –muchos- que suben por las escaleras normales cuando se percatan de lo que tendrán que esperar si quieren ir por las eléctricas. Hay quien viene en pareja o con amigos, pero la mayoría va solo.

Cada uno de ellos tiene una historia y un contexto. Lo sustancial, el motor que los hace moverse, su existencia entera gira en torno a esa historia. Conviven con muchas otras vidas (entran en contacto con ellas en el metro, en la oficina, en persona u on line), pero su circunstancia es la primordial. Su pequeño mundo se reduce a su empleo, a sus videojuegos, su acordeón, su familia, sus escritos de blog, y cada uno de estos elementos configura su razón de ser (aunque no se hayan parado a pensar en ello). Saben que en otros países se pasa hambre, que hay gente a quien desahucian de sus viviendas, que existen señores que pueden gastarse miles de euros en una velada, han escuchado hasta la saciedad de la delincuencia, de la violencia de género, de la consolidación de grandes emporios, de la guerra, etc. En muchos casos llegan a sentir empatía o repulsión por estos otros sucesos que acontecen allá afuera, pero no les queda más remedio que centrarse en su vida y, lo quieran o no, darle una consideración significativa.

En el organismo de un ser vivo pasa algo similar. La unidad funcional del riñón, por ejemplo, a la que se le conoce como glomérulo es la célula que permite a este órgano filtrar la sangre. Gracias a esta habilidad del riñón se pueden separar las sustancias que entran en el cuerpo y desechar aquellas que son dañinas a través de la orina. Si pudiéramos pensar en el glomérulo como una unidad independiente, todo el centro de su existencia consistiría en actuar de determinada manera para filtrar la sangre. Sin embargo, los glomérulos mantienen una estrecha relación con el corazón, porque gracias a la presión con la que se bombea la sangre estas células pueden filtrarla. Y no sólo eso, también tienen una relación con las células receptoras de los vasos sanguíneos que detectan la presión osmótica del plasma, lo que manda una señal al cerebro para que dicha filtración aumente o disminuya. Por tanto, si no hay suficiente líquido, la filtración glomerular disminuye y no se pierde líquido previniendo la deshidratación, y cuando detectan un aumento entonces se incrementa la filtración y se elimina más líquido evitando un edema (una hinchazón). No se puede decir que el glomérulo tenga conciencia, pero de tenerla, la usaría para desempeñar su labor sin pensar en vasos sanguíneos, células cardiacas o neurona; vive para filtrar y todo lo importante gira en torno a su actividad.

Consigues salir del subterráneo preguntándote, por qué es aquí cuando te llegan estas reflexiones. Es probable que sea por encontrarte rodeado de toda esa gente que camina solitaria con sus historias acuestas. Andas rumbo a tu casa sin parar de pensar que las células forman órganos, los órganos sistemas y finalmente este cúmulo de sistemas dan pie al organismo vivo. Así como con lo glomérulos, todo en el cuerpo está estrechamente interrelacionado, aunque sus partes trabajen de forma “en apariencia” independiente. Te preguntas: “¿Qué nos hace pensar que esta cadena se detiene ahí? ¿Por qué no pensar que existe también una unión entre nuestra vida y las otras?”. Estás convencido de esta relación; de que esas personas anónimas con las que entras en contacto todos los días y también con aquellos otros que no ves y no conoces –pero que a su vez chocan con esas otras vidas de su entorno- forman cadenas de causa y efecto que repercuten en todos.

Sigues caminando pensando en estos grandes temas, sabiéndote pequeñito como una hormiga, como una célula del organismo; tan trascendental o nimio eres en el universo como el polvo de estrella.

R.III


Café pandemia

Hace 20 años cuando todavía vivía en México comencé un café literario con dos amigos de la universidad Óscar (alias el Chore) y Emilio (Mefistófeles). A él se fueron incorporando otros estudiantes universitarios que, al igual que nosotros, se sentían atraídos por el saber; pues no sólo hablábamos de literatura, sino que también tratábamos temas de filosofía, arte, psicología. Tuve que abandonar ese café cuando me vine a vivir a Madrid, pero seguía a la distancia sus pasos, pues sabía que seguían reuniéndose. A este café literario se fueron uniendo y desuniendo miembros. Aunque yo no los conocía, sabía que había dos nuevos pilares, además del Chore, indisociables del café: Alejandro Merino y Alejandro Montiel (alias el Castor).

De hecho, comenzamos entre los cuatro (igual había alguien más) un pequeño taller de escritura creativa en el que uno sugería una palabra y los demás teníamos que escribir un relato corto en torno al concepto escogido. Luego hacíamos una serie de críticas sobre los textos escritos. Todo lo hacíamos en ese entonces por correo electrónico. En mi caso la experiencia dio como resultado mi primer libro de relatos Un gran salto para Gorsky. Sin embargo, la distancia, las dificultades para entablar comunicación (no había zoom y el Skype era sólo para uso individual) y la disparidad horaria hicieron que me alejara de aquellos amigos. Con el tiempo ellos también dejaron de frecuentar el café literario.

El 15 de marzo nos vimos en la necesidad de confinarnos debido a la pandemia SARS-COV-2. Ha sido duro: incertidumbre, aislamiento, miedo, enfermedad y muerte. El mundo se detuvo por un tiempo y, aunque quiere volver a la normalidad, todavía no parece ser el mismo. Y pese a ello, yo he de confesar que gracias a este virus he podido vivir una de las mejores experiencias de los últimos años.

Dos semanas después del comienzo de la cuarentena, el sábado 4 de abril, reabrimos el café literario cuatros de los amigos que lo frecuentamos hace veinte años. El Chore y el Castor desde México, Merino desde Polonia y yo desde Madrid. Lo bautizamos: Café pandemia. Gracias a zoom hemos podido asistir a nuestra cita de los sábados por la noche para hacer lo que nos gusta: leer, hablar de literatura, filosofía, ciencia y actualidad (lo último ha dado para mucho en los últimos tiempos).

Se dice pronto, pero no hemos dejado de llevar a cabo este encuentro ni una sola semana del año. Son muchas las anécdotas que podría contar, pero sólo quería comentar que nunca me había sentido tan cerca de estos viejos amigos y eso que nos separan miles de kilómetros. ¡Ah! ¡Las risas! Gracias a ellos me he vuelto a reír a carcajadas; todos los sábados nos reímos indolentemente hasta de lo prohibido. Así son estos amigos, gente de la que se puede aprender mucho mientras te ríes. Eso es invaluable.

El café pandemia también ha dado para leer mucho. Aquí muestro el listado de lecturas que hemos hecho a lo largo de este año (no están en orden, pero eso qué más da).

  1. Ambrose Bierce, Aceite de perro
  2. Italo Calvino, El hombre, la nariz
  3. Felisberto Hernández, La casa de agua
  4. Lorrie Moore, Cómo hacerse escritora / Además, eres feo
  5. Michael Ende, La prisión de la libertad
  6. Samanta Schweblin, Un hombre sin suerte / Hacia la alegre civilización de la capital
  7. Pedro Lemebel, Noche quiltra / Noche payasa / Noche coyote
  8. Robert Bloch, Un hombre con manías
  9. J. Castañeda, La civilización estadunidense
  10. Alejandro Zambra, Mis documentos
  11. Rafael Pérez Gay, Regreso a la burbuja
  12. Jorge Luis Borges, El jardín de los senderos que se bifurcan
  13. Ignacio Aldecoa, La despedida
  14. Luisgé Martín, Ernst Kloshe / Gilda Lombardo de Miceli
  15. Silvina Ocampo, Mimoso
  16. Ryunosuke Akutagawa, Rashomon
  17. Flannery O´Connor, El negro artificial
  18. Isaac Asimov, La última pregunta
  19. Juan Marsé, Teniente Bravo
  20. Junichiro Tanizaki, El bombo del infierno
  21. Ernest Hemingway, Los asesinos / Dios les conserve la alegría, caballeros
  22. Roberto Bolaño, El gusano
  23. Hernán Casciari, El día que un lector se me murió de muerte natural
  24. Mario Benedetti, La noche de los feos
  25. Ahmed Nury, Inocente celestino
  26. Etgar Keret, La penúltima vez que fui hombre bala / Esposa inquebrantable
  27. Tobias Wolff, El mentiroso 
  28. Mario Bellatín, Salón de belleza
  29. Natsuo Kirino, Grotesco 
  30. Eduardo Halfon, El boxeador polaco
  31. Yasutaka Tsutsui, Rumores sobre mí
  32. Bernard Schlink, El otro
  33. Iván Pérez Fernández, De cómo conocí a Soledad Paipay
  34. João Guimarães Rosa, La tercera orilla del río
  35. Juan Villoro, Mariachi
  36. Guillermo Cabrera Infante, El día que perdí la inocencia
  37. Julio Ramón Ribeyro, Los gallinazos sin plumas
  38. Witold Gombrowic, Filifor forrado de niño // Zofia Nalkowska, Los niños en Auschwitz // Slawomir Mrozek, El monumento al soldado desconocido.
  39. Roberto Arlt, El jorobadito
  40. Nick Hornby, Si no, pandemónium
  41. Svetlana Aleksiévich, Voces de Chernóbil
  42. Velibor Colic, Los Bosnios
  43. Juan Carlos Onetti, El infierno tan temido
  44. Neil Gaiman, El precio
  45. Mircea Catarescu, El Ruletista
  46. Enrique Serna, El desvalido Roger
  47. Bustos Domecq, Más allá del bien y del mal
  48. Emiliano Salto, Lapiceras // Matías Vigano, Aunque no haga ruido.
  49. Rudyard Kipling, El hombre que pudo ser rey (por leer).

Así que este sábado nos espera una fiesta. Cumplimos nuestro primer año (o 21, según se mire). Espero que podamos seguir con este encuentro semanal unas 20 pandemias más. ¡Gracias amigos!

R.III

Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar: El día que perdí mi acento.

©R.III


Pérdidas definitivas

Un día te despiertas y algo te arrebata la paz, la alegría. Quizá no lo sabes todavía, pero un suceso que se esconde en lo más profundo del azar viene a borrarte la sonrisa. Ese evento doloroso te acorrala sin la posibilidad de huir y, cuando te atrapa, el brillo de tu mirada ya no vuelve a ser el mismo y la comisura de tus labios se contrae definitivamente. César Vallejo dice que “todo lo vivido, se empoza como un charco de culpa, en la mirada”. No es cualquier tipo de tristeza, es la definitiva, la que no te vuelve a dar tregua, la que no encuentra consuelo. 

 La vida continúa su curso, pero parece que el sentido que buscábamos encontrar se hubiera perdido de forma irreparable. El hombre aprende a resignarse y sigue moviéndose: se levanta, se alimenta, trabaja, pero todo se ha cubierto de ese velo gris que difumina cualquier finalidad. Cuando estos golpes atacan, uno busca alcanzar otra realidad; uno quiere, inútilmente, ser cualquier otra persona, pero cada mañana confirma la imposibilidad de este deseo. Los días pasan y ese brillo opaco de la mirada persiste. Los recuerdos, a veces, se convierten en el motor de la esperanza. Al echar la vista atrás se recupera por un momento la felicidad perdida, pero el instante cristalizado se rompe cuando giras la mirada hacia el frente. El futuro abre sus brazos, pero uno camina hacia él indiferente.

Nos encantaría nunca pasar por estas catástrofes humanas. Con la cabeza altiva, avanzamos ingenuos y despreocupados, pero en un rincón del tiempo, el dolor puede sorprendernos. Todo puede desmoronarse en una mañana, en una llamada telefónica, en un recoveco insospechado. No existe hombre capaz de mirar indolente estos caprichos del destino, pero lo más doloroso es que casi todos los enfrentaremos algún día. Lo que creíamos nuestro se nos cae de las manos, sin poder volver a recogerlo.

¡Qué impotencia la de los pobres hombres que no pueden afianzar su buenaventura!

            Sin embargo, mientras habite en nosotros, que viva la esperanza. Por eso ríe, corre, juega, canta, disfruta del aire, del agua, del amor, de la vida y sigue caminando confiando. Confía con toda la fuerza de tu pecho… quizá, y con suerte, la oscuridad no repare en ti.

Todavía.

R.III


La división social en tiempos de Covid

La semana pasada salió publicado en The Conversation un artículo en el que Aníbal Monasterio (Universidad del País Vasco) y yo hacíamos una reflexión sobre el pasaporte de vacunación. La idea era apoyarse en la famosa falacia de la pendiente resbaladiza para reflexionar sobre los límites intolerables que podrían surgir en una posible división social entre vacunados (o inmunizados) y los no vacunados (o no inmunizados).

Esta falacia consiste en un argumento imperfecto (falaz, irracional, falso) que propone que cuando se inicia una acción en una dirección, el final puede ser catastrófico. Esta falacia es muy usada en las éticas aplicadas, sobre todo en la bioética, para advertir los peligros de la implementación de ciertas acciones (eutanasia, edición genética, nuevas tecnologías, gestación subrogada, etc.). Es falaz, porque poner en marcha estas acciones no tiene por qué terminar en situaciones catastróficas. No obstante, pese a ser un argumento imperfecto, se ha demostrado que la pendiente resbaladiza nos puede llamar a la cautela si se emplea desde una perspectiva crítica/prudencial.

Desde esta idea y volviendo a los pasaportes de vacunación (en la Comunidad Europea se ha aprobado el Certificado Digital Verde), se podría especular usando la pendiente resbaladiza. Se podría decir que la división social es eminente en el caso de que haya personas que puedan viajar por estar vacunados, mientras que otros verán su libertad de viajar limitada por no estar vacunados. Yendo más lejos podríamos proponer una serie de preguntas: ¿Podría comenzar a usarse un pasaporte parecido para entrar a ciertos lugares de ocio (discotecas, bares, restaurantes, cines)? ¿Podría solicitar un empleador a un candidato, previa firma de un contrato de cesión de datos privados, que muestre su certificado de inmunidad para ser contratado?

A raíz de estas reflexiones me invitaron a participar en el programa de radio Desprès del Col-lapse dirigido por Samanta Villar y Lluis Quevedo y que se transmite en RTVE en Radio 4.

Aquí dejo mi pequeña intervención (sólo la primera parte está en catalán).

Si os ha gustado esta entrada y quieres saber más sobre las falacias pincha aquí


Esta Navidad: amor por la polis

Es ampliamente conocido que Sócrates murió bebiendo cicuta, que era la forma de ejecutar la pena de muerte en la antigua Grecia. Aceptó la sentencia que le acusaba de corromper a la juventud y no creer en los dioses atenienses, pese a que se defendió en contra de estas acusaciones que consideraba infundadas: “Estoy más persuadido de la existencia de los dioses que ninguno de mis acusadores y es tan grande la persuasión que me entrego a vosotros y al dios de Delfos a fin de que me juzguéis […]”. Él era un fiel polítes (ciudadano) y tanto creía en las leyes de la polis que, con total serenidad, entrego su vida por respeto a ellas.

En la actualidad ese comportamiento sería extrañísimo. No parece haber un convencimiento auténtico por la ciudadanía. El egoísmo e individualismo nos hacer perder de vista la importancia del civismo; del buen comportamiento social que es la raíz de la convivencia. El civismo es la esencia de la comunidad. No obstante, parece que ese amor por la polis, ejemplificada por Sócrates, es un bien en peligro de extinción.

No quiero extenderme más, sólo quería compartir esta pequeña reflexión que me ha surgido mientras daba un paseo con mis perros. Mientras contemplaba el bello paisaje de la Casa de Campo mi mirada tropezó con una litrona vacía de cerveza abandonada en una jardinera. ¿Cómo podemos esperar que las personas respeten las restricciones sanitarias para evitar los contagios del covid cuando el civismo ya no está arraigado en los ciudadanos? Porque lo que hay detrás de las personas que se saltan estas restricciones es una simple carencia de amor por sus conciudadanos, una falta de respeto hacia la convivencia, una ausencia de fraternidad, en fin, un nulo civismo.

Y siento estar pesimista hoy en Navidad y machacar a los lectores de este blog que, estoy convencido, son los más cívicos del mundo. Pensemos en esa interdependencia que tenemos todos los seres humanos y dejemos que la fraternidad nos acompañe en estas fechas. Cuídense y cuiden a sus conciudadanos siendo responsables. ¡Felices fiestas!

R.III

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Lucía

De Raymond Carver aprendí el repudio hacia los finales redondos dentro de la narrativa. ¿Qué es eso de vivieron felices para siempre? ¡Pamplinas! Denle a la princesa un lustro con su amado y lo volverá a ver convertido en rana.  Carver, con mucha probabilidad (nunca lo he estudiado; es tan sólo una intuición), debió pensar que la realidad en su totalidad es efímera.  Bajo esa premisa es imposible plantear un final cerrado. Por eso todos sus relatos son sólo fotografías de la cotidianidad en un continuum de vida. Una vez narrada la semblanza retratada, se sabe que la vida de esos personajes continuará de una forma velada para el espectador.

Yo procuro seguir esa máxima también en mi escritura. De hecho, me interesa mucho que sea el lector el que siga construyendo una historia a la que yo sólo le he dado un soplo de vida. Mi intención es que cuando el lector termine la obra, de forma automática y sin poder remediarlo, empiece a construir en su imaginación posibles alternativas a seguir desde aquel punto que yo propuse como final. Esas ficciones concebidas por los lectores son parte del proceso creativo; quizá la parte fundamental.

Cuando escribí Lucía (perteneciente a la compilación Un gran salto para Gorsky) tenía la intención de escribir un relato de terror al estilo del Romanticismo. No había leído a Hoffmann para entonces, pero ahora que conozco la obra del autor prusiano, he de confesar que no iba muy descaminado. Se trataba de un cuento de fantasmas, en la que era fundamental que hubiera un lazo de amor entre, Leonardo, el personaje principal y Lucía. También quería que ese lazo quedara enmascarado a partir de unos misteriosos acontecimientos, de tal forma que el lector sintiera, ante todo, incertidumbre. Incluso metí un personaje que funciona como distractor (un guiño a Fuentes) y toda la narración se cubre de misterio. Aunque sabía hacia dónde dirigir el contenido y la finalidad de los giros de acontecimientos que planteo, no quise desvelar de forma evidente mis intenciones. El resultado es un texto abierto a múltiples interpretaciones con la esperanza de que la persona que se haya acercado a él tomara el testigo y prolongara la narración en su mente.

Creo que una de las mayores satisfacciones que he tenido como escritor, sin mencionar los amables comentarios que hacen los lectores de mis escritos, es ver cómo una de mis historias evoluciona cuando se trabaja en otros registros. Los productores de Terror y Nada Más le han dado una nueva y potente vida a Lucía a través de una ficción sonora. El gran trabajo de Miguel Ángel Pulido, en la dirección, montaje, postproducción y poniendo la voz a Leonardo, ha conseguido ese halo de misterio engrosando la fuerza del relato. También la voz de Antonio Reverte, que actúa como Richard, y la musicalización complementan y enriquecen la producción.

Aquí paso un enlace a la ficción sonora. En el ordenador se puede escuchar directamente desde la web, pero para el móvil hay que bajar la aplicación de ivoox. Espero que lo disfruten.

Picha aquí para escucharlo.

R.III

 

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COVID-19: una cucharada de humildad

“Ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. […] Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”.

Albert Camus, La peste

 

Aunque seguro que hubo personas muy “inteligentes y visionarias” (curioso que cada vez aparecen más), lo cierto es que yo fui uno de los que minimizaron el impacto del Coronavirus. Y no estoy hablando de diciembre, este pensamiento se mantuvo hasta hace tan sólo un par de semanas (incluso menos).  Nunca pensé que fuera necesario el aislamiento social que estamos viviendo, que la tasa de contagiados y de fallecidos por el virus creciera tan dramáticamente y que nuestro sistema sanitario y, sobre todo, los profesionales de la salud se vieran tan saturados y expuestos por la falta de medios.

Al igual que muchas otras personas con las que compartí opiniones por redes sociales y conversaciones informales supuse que todo era una exageración. Me creí, sin contar con mucha evidencia, que había ocultos intereses políticos y económicos detrás de la alarma, que el virus se mantendría lejos y que no tendría casi impacto en España, que se trataba de una enfermedad poco letal, y también creí en la interpretación de esas estadísticas de decían que el COVID-19 mataba menos personas que, por ejemplo, una gripe común. En fin, en pocas palabras, viví confiado de que ese virus no nos iba a hacer daño. Pero no fui el único y por eso me ha gustado la honestidad con la que el periodista Carlos Miguélez se expresa en su última columna y en la que me estoy inspirando.

Y claro que el COVID-19 nos va a hacer daño, no sólo por las personas que están enfermando y falleciendo, sino por el impacto económico que esta crisis va a suponer. Pero no vengo a hablar aquí de estos temas, sino de mostrar la falta de humildad que nos caracteriza. Hemos visto este virus con el desprecio de un problema que a nosotros no nos podía afectar. Igual que vemos las guerras que pasan en lejanos países, el hambre que acosa a millones de personas o la violencia que se salda con vidas en cifras dramáticas en otros lugares del mundo. Y ahora nos ha tocado a nosotros y nos deja ver nuestra vulnerabilidad. Nosotros que hablábamos de esos conflictos acontecidos en lejanos recónditos del globo desde la comodidad de nuestras universidades, cafeterías, bares, ahora nos enfrentamos a un problema que nos obliga a cambiar radicalmente nuestra forma de vida.

Por eso es importante, ahora más que nunca, cuidar la salud mental. Van a ser días complicados, porque nuestra sociedad no está acostumbrada al confinamiento. Cada día nos anuncia una novedad, porque no existen precedentes similares al contexto que vivimos. Habrá que adaptarse al cambio constante e inopinado. Va a ser difícil, porque esta situación supone la pérdida del control al que nos habíamos acostumbrado. Día tras día los acontecimientos nos demostrarán que todavía no afianzamos ese control. Por eso, hay que tratar de cuidarnos mentalmente, para sobrellevar lo mejor posible esta situación. Y, con suerte, pronto todo llegará a su fin y podremos volver a una actividad normal.

Al contrario de lo que pasa en La peste de Albert Camus, me alegra presenciar más solidaridad, buen ánimo y respeto a la ley de lo que podría esperarse. También es cierto que esto sólo acaba de empezar, habrá que esperar a ver si esa positividad se mantiene o si comienzan a aflorar esa oscuridad que caracteriza a la especie humana.

Sobre todo, espero que cuando esto pase, hayamos aprendido un poco de humildad. Que seamos más compasivos con aquellas personas que viven en su día a día estados de vulnerabilidad como el que estamos viviendo (incluso peores). Que tendamos la mano por responsabilidad ética a aquellos que huyen de conflictos mil veces más complejos, terribles e injustos de lo que nosotros estamos padeciendo hoy. En pocas palabras que aprendamos, además de humildad, la compasión, la empatía y la hospitalidad que nos merecemos unos a otros como parte de esa gran familia a la que llamamos humanidad.

 

R.III

 

Espero que pronto podamos volver a disfrutar de la primavera

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El día que ya no hizo falta quemar libros

Es de sobra conocido que los libros a veces suponen una amenaza. Muchos regímenes han procurado la quema de aquellas obras consideradas contrarias a su ideología: la quema de códices mayas a manos del sacerdote Diego de Landa, la de libros en la Coruña en 1936 por parte de los falangistas o la de los textos judíos quemados por el régimen Nazi son tan solo unos ejemplos. Estas hogueras intelectuales han quedado retratadas también en la literatura; baste recordar el clásico Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o El nombre de la rosa de Umberto Eco. El fuego como elemento curativo, redentor, disuasorio y opresor. Es decir, una llama que elimina la plaga de la idiosincrasia disidente, que redime al enemigo sometido desde su pedestal autoritario, que advierte a próximos creadores y que impone su poder como nueva realidad.

Desde nuestro presente resulta paradójico tomarse tantas molestias.  Lo único que había que hacer era brindar a la gente otras fuentes de entretenimiento: móviles, internet, videojuegos. No hacía falta mucho más para que las personas se olvidaran de los libros.

Todos los años pregunto a mis alumnos universitarios cuántos libros leen al año. Comienzo pidiendo que levanten la mano los que leen más de cincuenta. Más que manos alzadas me encuentro con risas, murmullos, incredulidad, “¡nadie lee tanto!”, alguno espeta. Si preguntara por series de Netflix seguro que no habría tanta sorpresa. Bajo la cifra y pregunto que quién lee de cuarenta a cincuenta. Todavía nadie. Hace unos años ya veía manos levantadas cuando entrábamos en la cifra de treinta a cuarenta. Unas pocas, pero por lo menos se alzaban bajo el asombro de sus compañeros. Pero en los últimos años ya no sucede y cuando pasa es quizá una mano la que tímidamente sube, pues no quiere sobresalir. De veinte a treinta tampoco consigue mejores resultados y es hasta que comienzo a preguntar de diez a veinte o de cinco a diez cuando ya hay más personas que se animan subir sus brazos. Siempre hay alguno que con ostentación levanta la voz para admitir que no lee ninguno. Yo suelo decir que no es motivo de orgullo, pero no creo generar el efecto vergonzante que persigo.

No puedo evitar sugerir que como universitarios deberían leer por lo menos cincuenta libros al año. No es para tanto, supone tan sólo leer un poquito más de cuatro libros al mes. ¡Todavía más sencillo! Sólo se trata de un libro a la semana. Lo sé, el pretexto es el tiempo. Seguro que, si hay algún lector mirando esto, también achacará su falta de lectura a esa carencia de tiempo. Es verdad, a mí mismo me pasa factura todas esas horas que uno le debe a la cotidianidad: trabajo, pareja, compra, quehaceres, ocio (más bien bares que lectura), estudios, amigos, etc. Pues, aunque parezca mentira, en la universidad es cuando más tiempo se tiene para emplearlo en esta actividad. Esa fue la época cuando en lugar de leer cincuenta, podía llegar a leer ochenta.  Y no era el único: espero que estén mirando estas líneas Oscar (el chore), Emilio, Merino, Montiel, Héctor, Pirot… Seguro que asienten a estas palabras, pues también ellos alcanzaban o sobrepasaban esa cifra; quizá lo sigan haciendo. Hay pocas cosas tan gratificantes y lo que a uno le gusta, siempre se le encuentra el momento.

Por eso hay que ir siempre con una novela corta o un poemario en la mochila. El metro, el autobús, las salas de espera, las colas del banco. Cualquier instante es una oportunidad para sumergirse en una buena historia o dejarse seducir por una agradable lírica. Ningún recorrido o espera se hace larga. Pero tampoco se siente el suceder de los minutos, me dirán, cuando uno va ensimismado en las conversaciones de whatsapp, al recibir y reenviar memes, revisando cuántos likes has recibido por la última foto o derribando una columna entera de frutas de ese estúpido, pero absorbente jueguito….

Así que no, los libros ya no son una amenaza. Los regímenes facinerosos, por fin, pueden dormir tranquilos.

 

R.III

 

 

 

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