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Hormigas en el universo

Sales de tu trabajo y caminas rumbo al metro. Esta vez no traes atado a tus oídos los audífonos que te arrastran hacia caminos musicales aleatorios. A tu lado, caminando casi a la misma velocidad que tú, un hombre hablando a través de su teléfono móvil. Le cuenta a alguien en tono vehemente una historia sobre un compañero de trabajo. Se nota su enfado y busca la aceptación y apoyo de su interlocutor, quizá su mujer, quizá otro compañero. Bajas al metro y ves, apiñados en grupo, a algunos miembros del personal de seguridad que comentan acaloradamente sobre un suceso de esa mañana: un impertinente usuario se había saltado el control de acceso sin pagar y además había tenido la desfachatez de encararse con uno de ellos. Todos seguían la historia atentos; centrados en la explicación del que la relataba. Miradas y movimientos de cabeza mostraban su respaldo: ¡claro que había hecho bien en echarle! Alguno de ellos hizo un comentario que no escuchaste, pero todos rieron.

Ya subido en el vagón del metro centras tu atención en tres chicos relativamente arreglados y perfumados, calculas que deben tener dieciséis años. Hablan sobre un videojuego. Comentan seriamente una estrategia para poder acceder a lo que supones es el siguiente nivel. El que explica los pasos a seguir usa sus manos para simular los movimientos del personaje del juego. Uno de los que lo escuchan hace bromas e interrumpe, pero el otro mira con suma atención. Irrumpe un acordeón por encima de las voces de los chavales y pasas tu mirada a otro extremo del vagón. Un señor de unos 50 años toca el instrumento, no es una de esas melodías cotidianas. Esta persona ha decidido interpretar algo diferente y disfrutas la tonada. Unos segundos antes de llegar a la siguiente parada, el señor deja de tocar y pide ayuda a los pasajeros. La mayoría lo ignora, casi todos siguen encerrados en su mundo de mensajes de whats app, de música o de lectura electrónica.

Unas paradas más adelante llegas a Príncipe Pío y cerca de la mitad de los pasajeros del suburbano salen en tropel. Tú entre ellos. Te da la sensación de que todos llevan prisa; unos a otros se adelantan para intentar alcanzar las escaleras eléctricas primero. Hay algunos –muchos- que suben por las escaleras normales cuando se percatan de lo que tendrán que esperar si quieren ir por las eléctricas. Hay quien viene en pareja o con amigos, pero la mayoría va solo.

Cada uno de ellos tiene una historia y un contexto. Lo sustancial, el motor que los hace moverse, su existencia entera gira en torno a esa historia. Conviven con muchas otras vidas (entran en contacto con ellas en el metro, en la oficina, en persona u on line), pero su circunstancia es la primordial. Su pequeño mundo se reduce a su empleo, a sus videojuegos, su acordeón, su familia, sus escritos de blog, y cada uno de estos elementos configura su razón de ser (aunque no se hayan parado a pensar en ello). Saben que en otros países se pasa hambre, que hay gente a quien desahucian de sus viviendas, que existen señores que pueden gastarse miles de euros en una velada, han escuchado hasta la saciedad de la delincuencia, de la violencia de género, de la consolidación de grandes emporios, de la guerra, etc. En muchos casos llegan a sentir empatía o repulsión por estos otros sucesos que acontecen allá afuera, pero no les queda más remedio que centrarse en su vida y, lo quieran o no, darle una consideración significativa.

En el organismo de un ser vivo pasa algo similar. La unidad funcional del riñón, por ejemplo, a la que se le conoce como glomérulo es la célula que permite a este órgano filtrar la sangre. Gracias a esta habilidad del riñón se pueden separar las sustancias que entran en el cuerpo y desechar aquellas que son dañinas a través de la orina. Si pudiéramos pensar en el glomérulo como una unidad independiente, todo el centro de su existencia consistiría en actuar de determinada manera para filtrar la sangre. Sin embargo, los glomérulos mantienen una estrecha relación con el corazón, porque gracias a la presión con la que se bombea la sangre estas células pueden filtrarla. Y no sólo eso, también tienen una relación con las células receptoras de los vasos sanguíneos que detectan la presión osmótica del plasma, lo que manda una señal al cerebro para que dicha filtración aumente o disminuya. Por tanto, si no hay suficiente líquido, la filtración glomerular disminuye y no se pierde líquido previniendo la deshidratación, y cuando detectan un aumento entonces se incrementa la filtración y se elimina más líquido evitando un edema (una hinchazón). No se puede decir que el glomérulo tenga conciencia, pero de tenerla, la usaría para desempeñar su labor sin pensar en vasos sanguíneos, células cardiacas o neurona; vive para filtrar y todo lo importante gira en torno a su actividad.

Consigues salir del subterráneo preguntándote, por qué es aquí cuando te llegan estas reflexiones. Es probable que sea por encontrarte rodeado de toda esa gente que camina solitaria con sus historias acuestas. Andas rumbo a tu casa sin parar de pensar que las células forman órganos, los órganos sistemas y finalmente este cúmulo de sistemas dan pie al organismo vivo. Así como con lo glomérulos, todo en el cuerpo está estrechamente interrelacionado, aunque sus partes trabajen de forma “en apariencia” independiente. Te preguntas: “¿Qué nos hace pensar que esta cadena se detiene ahí? ¿Por qué no pensar que existe también una unión entre nuestra vida y las otras?”. Estás convencido de esta relación; de que esas personas anónimas con las que entras en contacto todos los días y también con aquellos otros que no ves y no conoces –pero que a su vez chocan con esas otras vidas de su entorno- forman cadenas de causa y efecto que repercuten en todos.

Sigues caminando pensando en estos grandes temas, sabiéndote pequeñito como una hormiga, como una célula del organismo; tan trascendental o nimio eres en el universo como el polvo de estrella.

R.III


Café pandemia

Hace 20 años cuando todavía vivía en México comencé un café literario con dos amigos de la universidad Óscar (alias el Chore) y Emilio (Mefistófeles). A él se fueron incorporando otros estudiantes universitarios que, al igual que nosotros, se sentían atraídos por el saber; pues no sólo hablábamos de literatura, sino que también tratábamos temas de filosofía, arte, psicología. Tuve que abandonar ese café cuando me vine a vivir a Madrid, pero seguía a la distancia sus pasos, pues sabía que seguían reuniéndose. A este café literario se fueron uniendo y desuniendo miembros. Aunque yo no los conocía, sabía que había dos nuevos pilares, además del Chore, indisociables del café: Alejandro Merino y Alejandro Montiel (alias el Castor).

De hecho, comenzamos entre los cuatro (igual había alguien más) un pequeño taller de escritura creativa en el que uno sugería una palabra y los demás teníamos que escribir un relato corto en torno al concepto escogido. Luego hacíamos una serie de críticas sobre los textos escritos. Todo lo hacíamos en ese entonces por correo electrónico. En mi caso la experiencia dio como resultado mi primer libro de relatos Un gran salto para Gorsky. Sin embargo, la distancia, las dificultades para entablar comunicación (no había zoom y el Skype era sólo para uso individual) y la disparidad horaria hicieron que me alejara de aquellos amigos. Con el tiempo ellos también dejaron de frecuentar el café literario.

El 15 de marzo nos vimos en la necesidad de confinarnos debido a la pandemia SARS-COV-2. Ha sido duro: incertidumbre, aislamiento, miedo, enfermedad y muerte. El mundo se detuvo por un tiempo y, aunque quiere volver a la normalidad, todavía no parece ser el mismo. Y pese a ello, yo he de confesar que gracias a este virus he podido vivir una de las mejores experiencias de los últimos años.

Dos semanas después del comienzo de la cuarentena, el sábado 4 de abril, reabrimos el café literario cuatros de los amigos que lo frecuentamos hace veinte años. El Chore y el Castor desde México, Merino desde Polonia y yo desde Madrid. Lo bautizamos: Café pandemia. Gracias a zoom hemos podido asistir a nuestra cita de los sábados por la noche para hacer lo que nos gusta: leer, hablar de literatura, filosofía, ciencia y actualidad (lo último ha dado para mucho en los últimos tiempos).

Se dice pronto, pero no hemos dejado de llevar a cabo este encuentro ni una sola semana del año. Son muchas las anécdotas que podría contar, pero sólo quería comentar que nunca me había sentido tan cerca de estos viejos amigos y eso que nos separan miles de kilómetros. ¡Ah! ¡Las risas! Gracias a ellos me he vuelto a reír a carcajadas; todos los sábados nos reímos indolentemente hasta de lo prohibido. Así son estos amigos, gente de la que se puede aprender mucho mientras te ríes. Eso es invaluable.

El café pandemia también ha dado para leer mucho. Aquí muestro el listado de lecturas que hemos hecho a lo largo de este año (no están en orden, pero eso qué más da).

  1. Ambrose Bierce, Aceite de perro
  2. Italo Calvino, El hombre, la nariz
  3. Felisberto Hernández, La casa de agua
  4. Lorrie Moore, Cómo hacerse escritora / Además, eres feo
  5. Michael Ende, La prisión de la libertad
  6. Samanta Schweblin, Un hombre sin suerte / Hacia la alegre civilización de la capital
  7. Pedro Lemebel, Noche quiltra / Noche payasa / Noche coyote
  8. Robert Bloch, Un hombre con manías
  9. J. Castañeda, La civilización estadunidense
  10. Alejandro Zambra, Mis documentos
  11. Rafael Pérez Gay, Regreso a la burbuja
  12. Jorge Luis Borges, El jardín de los senderos que se bifurcan
  13. Ignacio Aldecoa, La despedida
  14. Luisgé Martín, Ernst Kloshe / Gilda Lombardo de Miceli
  15. Silvina Ocampo, Mimoso
  16. Ryunosuke Akutagawa, Rashomon
  17. Flannery O´Connor, El negro artificial
  18. Isaac Asimov, La última pregunta
  19. Juan Marsé, Teniente Bravo
  20. Junichiro Tanizaki, El bombo del infierno
  21. Ernest Hemingway, Los asesinos / Dios les conserve la alegría, caballeros
  22. Roberto Bolaño, El gusano
  23. Hernán Casciari, El día que un lector se me murió de muerte natural
  24. Mario Benedetti, La noche de los feos
  25. Ahmed Nury, Inocente celestino
  26. Etgar Keret, La penúltima vez que fui hombre bala / Esposa inquebrantable
  27. Tobias Wolff, El mentiroso 
  28. Mario Bellatín, Salón de belleza
  29. Natsuo Kirino, Grotesco 
  30. Eduardo Halfon, El boxeador polaco
  31. Yasutaka Tsutsui, Rumores sobre mí
  32. Bernard Schlink, El otro
  33. Iván Pérez Fernández, De cómo conocí a Soledad Paipay
  34. João Guimarães Rosa, La tercera orilla del río
  35. Juan Villoro, Mariachi
  36. Guillermo Cabrera Infante, El día que perdí la inocencia
  37. Julio Ramón Ribeyro, Los gallinazos sin plumas
  38. Witold Gombrowic, Filifor forrado de niño // Zofia Nalkowska, Los niños en Auschwitz // Slawomir Mrozek, El monumento al soldado desconocido.
  39. Roberto Arlt, El jorobadito
  40. Nick Hornby, Si no, pandemónium
  41. Svetlana Aleksiévich, Voces de Chernóbil
  42. Velibor Colic, Los Bosnios
  43. Juan Carlos Onetti, El infierno tan temido
  44. Neil Gaiman, El precio
  45. Mircea Catarescu, El Ruletista
  46. Enrique Serna, El desvalido Roger
  47. Bustos Domecq, Más allá del bien y del mal
  48. Emiliano Salto, Lapiceras // Matías Vigano, Aunque no haga ruido.
  49. Rudyard Kipling, El hombre que pudo ser rey (por leer).

Así que este sábado nos espera una fiesta. Cumplimos nuestro primer año (o 21, según se mire). Espero que podamos seguir con este encuentro semanal unas 20 pandemias más. ¡Gracias amigos!

R.III

Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar: El día que perdí mi acento.

©R.III


Pérdidas definitivas

Un día te despiertas y algo te arrebata la paz, la alegría. Quizá no lo sabes todavía, pero un suceso que se esconde en lo más profundo del azar viene a borrarte la sonrisa. Ese evento doloroso te acorrala sin la posibilidad de huir y, cuando te atrapa, el brillo de tu mirada ya no vuelve a ser el mismo y la comisura de tus labios se contrae definitivamente. César Vallejo dice que “todo lo vivido, se empoza como un charco de culpa, en la mirada”. No es cualquier tipo de tristeza, es la definitiva, la que no te vuelve a dar tregua, la que no encuentra consuelo. 

 La vida continúa su curso, pero parece que el sentido que buscábamos encontrar se hubiera perdido de forma irreparable. El hombre aprende a resignarse y sigue moviéndose: se levanta, se alimenta, trabaja, pero todo se ha cubierto de ese velo gris que difumina cualquier finalidad. Cuando estos golpes atacan, uno busca alcanzar otra realidad; uno quiere, inútilmente, ser cualquier otra persona, pero cada mañana confirma la imposibilidad de este deseo. Los días pasan y ese brillo opaco de la mirada persiste. Los recuerdos, a veces, se convierten en el motor de la esperanza. Al echar la vista atrás se recupera por un momento la felicidad perdida, pero el instante cristalizado se rompe cuando giras la mirada hacia el frente. El futuro abre sus brazos, pero uno camina hacia él indiferente.

Nos encantaría nunca pasar por estas catástrofes humanas. Con la cabeza altiva, avanzamos ingenuos y despreocupados, pero en un rincón del tiempo, el dolor puede sorprendernos. Todo puede desmoronarse en una mañana, en una llamada telefónica, en un recoveco insospechado. No existe hombre capaz de mirar indolente estos caprichos del destino, pero lo más doloroso es que casi todos los enfrentaremos algún día. Lo que creíamos nuestro se nos cae de las manos, sin poder volver a recogerlo.

¡Qué impotencia la de los pobres hombres que no pueden afianzar su buenaventura!

            Sin embargo, mientras habite en nosotros, que viva la esperanza. Por eso ríe, corre, juega, canta, disfruta del aire, del agua, del amor, de la vida y sigue caminando confiando. Confía con toda la fuerza de tu pecho… quizá, y con suerte, la oscuridad no repare en ti.

Todavía.

R.III


La división social en tiempos de Covid

La semana pasada salió publicado en The Conversation un artículo en el que Aníbal Monasterio (Universidad del País Vasco) y yo hacíamos una reflexión sobre el pasaporte de vacunación. La idea era apoyarse en la famosa falacia de la pendiente resbaladiza para reflexionar sobre los límites intolerables que podrían surgir en una posible división social entre vacunados (o inmunizados) y los no vacunados (o no inmunizados).

Esta falacia consiste en un argumento imperfecto (falaz, irracional, falso) que propone que cuando se inicia una acción en una dirección, el final puede ser catastrófico. Esta falacia es muy usada en las éticas aplicadas, sobre todo en la bioética, para advertir los peligros de la implementación de ciertas acciones (eutanasia, edición genética, nuevas tecnologías, gestación subrogada, etc.). Es falaz, porque poner en marcha estas acciones no tiene por qué terminar en situaciones catastróficas. No obstante, pese a ser un argumento imperfecto, se ha demostrado que la pendiente resbaladiza nos puede llamar a la cautela si se emplea desde una perspectiva crítica/prudencial.

Desde esta idea y volviendo a los pasaportes de vacunación (en la Comunidad Europea se ha aprobado el Certificado Digital Verde), se podría especular usando la pendiente resbaladiza. Se podría decir que la división social es eminente en el caso de que haya personas que puedan viajar por estar vacunados, mientras que otros verán su libertad de viajar limitada por no estar vacunados. Yendo más lejos podríamos proponer una serie de preguntas: ¿Podría comenzar a usarse un pasaporte parecido para entrar a ciertos lugares de ocio (discotecas, bares, restaurantes, cines)? ¿Podría solicitar un empleador a un candidato, previa firma de un contrato de cesión de datos privados, que muestre su certificado de inmunidad para ser contratado?

A raíz de estas reflexiones me invitaron a participar en el programa de radio Desprès del Col-lapse dirigido por Samanta Villar y Lluis Quevedo y que se transmite en RTVE en Radio 4.

Aquí dejo mi pequeña intervención (sólo la primera parte está en catalán).

Si os ha gustado esta entrada y quieres saber más sobre las falacias pincha aquí


Esta Navidad: amor por la polis

Es ampliamente conocido que Sócrates murió bebiendo cicuta, que era la forma de ejecutar la pena de muerte en la antigua Grecia. Aceptó la sentencia que le acusaba de corromper a la juventud y no creer en los dioses atenienses, pese a que se defendió en contra de estas acusaciones que consideraba infundadas: “Estoy más persuadido de la existencia de los dioses que ninguno de mis acusadores y es tan grande la persuasión que me entrego a vosotros y al dios de Delfos a fin de que me juzguéis […]”. Él era un fiel polítes (ciudadano) y tanto creía en las leyes de la polis que, con total serenidad, entrego su vida por respeto a ellas.

En la actualidad ese comportamiento sería extrañísimo. No parece haber un convencimiento auténtico por la ciudadanía. El egoísmo e individualismo nos hacer perder de vista la importancia del civismo; del buen comportamiento social que es la raíz de la convivencia. El civismo es la esencia de la comunidad. No obstante, parece que ese amor por la polis, ejemplificada por Sócrates, es un bien en peligro de extinción.

No quiero extenderme más, sólo quería compartir esta pequeña reflexión que me ha surgido mientras daba un paseo con mis perros. Mientras contemplaba el bello paisaje de la Casa de Campo mi mirada tropezó con una litrona vacía de cerveza abandonada en una jardinera. ¿Cómo podemos esperar que las personas respeten las restricciones sanitarias para evitar los contagios del covid cuando el civismo ya no está arraigado en los ciudadanos? Porque lo que hay detrás de las personas que se saltan estas restricciones es una simple carencia de amor por sus conciudadanos, una falta de respeto hacia la convivencia, una ausencia de fraternidad, en fin, un nulo civismo.

Y siento estar pesimista hoy en Navidad y machacar a los lectores de este blog que, estoy convencido, son los más cívicos del mundo. Pensemos en esa interdependencia que tenemos todos los seres humanos y dejemos que la fraternidad nos acompañe en estas fechas. Cuídense y cuiden a sus conciudadanos siendo responsables. ¡Felices fiestas!

R.III

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar Hormigas en el universo.

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El día que ya no hizo falta quemar libros

Es de sobra conocido que los libros a veces suponen una amenaza. Muchos regímenes han procurado la quema de aquellas obras consideradas contrarias a su ideología: la quema de códices mayas a manos del sacerdote Diego de Landa, la de libros en la Coruña en 1936 por parte de los falangistas o la de los textos judíos quemados por el régimen Nazi son tan solo unos ejemplos. Estas hogueras intelectuales han quedado retratadas también en la literatura; baste recordar el clásico Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o El nombre de la rosa de Umberto Eco. El fuego como elemento curativo, redentor, disuasorio y opresor. Es decir, una llama que elimina la plaga de la idiosincrasia disidente, que redime al enemigo sometido desde su pedestal autoritario, que advierte a próximos creadores y que impone su poder como nueva realidad.

Desde nuestro presente resulta paradójico tomarse tantas molestias.  Lo único que había que hacer era brindar a la gente otras fuentes de entretenimiento: móviles, internet, videojuegos. No hacía falta mucho más para que las personas se olvidaran de los libros.

Todos los años pregunto a mis alumnos universitarios cuántos libros leen al año. Comienzo pidiendo que levanten la mano los que leen más de cincuenta. Más que manos alzadas me encuentro con risas, murmullos, incredulidad, “¡nadie lee tanto!”, alguno espeta. Si preguntara por series de Netflix seguro que no habría tanta sorpresa. Bajo la cifra y pregunto que quién lee de cuarenta a cincuenta. Todavía nadie. Hace unos años ya veía manos levantadas cuando entrábamos en la cifra de treinta a cuarenta. Unas pocas, pero por lo menos se alzaban bajo el asombro de sus compañeros. Pero en los últimos años ya no sucede y cuando pasa es quizá una mano la que tímidamente sube, pues no quiere sobresalir. De veinte a treinta tampoco consigue mejores resultados y es hasta que comienzo a preguntar de diez a veinte o de cinco a diez cuando ya hay más personas que se animan subir sus brazos. Siempre hay alguno que con ostentación levanta la voz para admitir que no lee ninguno. Yo suelo decir que no es motivo de orgullo, pero no creo generar el efecto vergonzante que persigo.

No puedo evitar sugerir que como universitarios deberían leer por lo menos cincuenta libros al año. No es para tanto, supone tan sólo leer un poquito más de cuatro libros al mes. ¡Todavía más sencillo! Sólo se trata de un libro a la semana. Lo sé, el pretexto es el tiempo. Seguro que, si hay algún lector mirando esto, también achacará su falta de lectura a esa carencia de tiempo. Es verdad, a mí mismo me pasa factura todas esas horas que uno le debe a la cotidianidad: trabajo, pareja, compra, quehaceres, ocio (más bien bares que lectura), estudios, amigos, etc. Pues, aunque parezca mentira, en la universidad es cuando más tiempo se tiene para emplearlo en esta actividad. Esa fue la época cuando en lugar de leer cincuenta, podía llegar a leer ochenta.  Y no era el único: espero que estén mirando estas líneas Oscar (el chore), Emilio, Merino, Montiel, Héctor, Pirot… Seguro que asienten a estas palabras, pues también ellos alcanzaban o sobrepasaban esa cifra; quizá lo sigan haciendo. Hay pocas cosas tan gratificantes y lo que a uno le gusta, siempre se le encuentra el momento.

Por eso hay que ir siempre con una novela corta o un poemario en la mochila. El metro, el autobús, las salas de espera, las colas del banco. Cualquier instante es una oportunidad para sumergirse en una buena historia o dejarse seducir por una agradable lírica. Ningún recorrido o espera se hace larga. Pero tampoco se siente el suceder de los minutos, me dirán, cuando uno va ensimismado en las conversaciones de whatsapp, al recibir y reenviar memes, revisando cuántos likes has recibido por la última foto o derribando una columna entera de frutas de ese estúpido, pero absorbente jueguito….

Así que no, los libros ya no son una amenaza. Los regímenes facinerosos, por fin, pueden dormir tranquilos.

 

R.III

 

 

 

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Hospitalidad: la importancia de ‘cuidar’ para ‘curar’

Hay tres momentos en la vida de las personas en que uno es consciente de su vulnerabilidad: 1) cuando se es niño; basta recordar que si algo nos asustaba huíamos a escondernos debajo de los faldones de nuestra madre; 2) en la vejez, cuando uno sabe que cruzar el semáforo que está en rojo para los coches parece insuficiente para cruzar la calle a tiempo o cuando ese dolor de huesos hace que el levantarse de la cama, en el pasado un acto cotidiano, suponga ahora todo un desafío; y 3) cuando sobreviene la enfermedad y nos damos cuenta que la salud perdida era la mayor dicha de la que puede disfrutar el hombre. He dicho a propósito lo de ser conscientes, porque lo cierto es que el hombre es un ser vulnerable y expuesto a los designios del azar. Factores externos como las inclemencias del clima, accidentes o desastres naturales nos amenazan, pero también nos acechan factores internos como pueden ser algunas enfermedades que están ahí como a la espera de activarse o cuando somos presas de nuestros estados emocionales. Y, sin embargo, mientras no hagan acto de aparición vivimos confiados de nuestra suerte.

La enfermedad, volviendo al tema, nos hace ver nuestra fragilidad y cuando acontece buscamos amparo en los profesionales de la salud con la esperanza de que nos devuelvan el bien perdido. La ética del cuidado cobra especial importancia cuando, en palabras de Emmanuel Levinas, se recibe la llamada del otro, es decir, cuando cualquier ser humano, cercano o lejano, cualquier individuo que sufre, que padece un mal y precisa ayuda nos llama. Lo pongo en cursiva, porque no se trata necesariamente de una llamada explícita; cuando una persona ve a otra en un estado de vulnerabilidad y sabe que es capaz de ayudarle, esa llamada debe ser atendida por responsabilidad y ética. Dicho en otras palabras, si nuestro comportamiento es en verdad ético, no podemos ignorar esa llamada y deberíamos estar dispuestos a atenderla. Un profesional de la salud se ha formado con la intención de ayudar a las personas cuando la enfermedad sobreviene (y para intentar prevenir este acontecimiento), así que es normal que se encuentren frente a ese otro cuya salud fracturada le llama.

El problema es que esa ayuda se debe prestar atendiendo a diversas dimensiones que muchas veces los meros conocimientos técnicos no permiten abordar de manera adecuada. Cuando una persona está en estado de vulnerabilidad debido a la enfermedad necesita además de fármacos, técnicas terapéuticas o pruebas diagnósticas, que le miren a los ojos, que le consuelen con cercanía y tacto, que se le trate como una persona y no como una patología o un número de habitación, que sea apreciado su rostro, en suma, que sea cuidado. Porque curar a veces es posible, pero la mayoría de las veces nuestra actual ciencia médica sólo puede paliar, controlar o mantener a raya la enfermedad, y es ahí cuando asoma que lo más importante en referencia al ámbito sanitario sea el cuidar. Para curar dice Francesc Torralba es necesario cuidar, porque cuidar tiene también efectos curativos.

Por tanto, cuando un sanitario quiere ejercer su profesión con ética debe cuidar al paciente. Tiene que atender la llamada de ese otro vulnerable y descubrir su rostro. Como explica Torralba en su Ética del cuidar: “[…] la idea última que argumenta Emmanuel Levinas cuando alude al sentido y la significación del «rostro» es la de un compromiso ético anterior a toda etnia, cultura, identidad, ideología, etc.”. Descubrir el rostro es comprender que cualquiera que sea ese otro, ese individuo que se tiene enfrente solicitando ayuda, merece ser tratado con humanidad y dignidad. Para ello es fundamental la empatía, porque no sólo se trata de curar, sino de cuidar. Para tratar a esa persona con dignidad hay que saber que ese individuo tiene una dimensión subjetiva (siente un dolor que uno no puede sentir, tiene unos pensamientos que no están en nuestra cabeza, puede sentir emociones, como el miedo, que nosotros no comprendemos, porque no estamos en su situación), también tiene una dimensión espiritual (creencias, valores, ideales, un sentido que le mueve a vivir…) y, por supuesto, tiene su corporalidad que es la que se ha desequilibrado. Ese paciente, por tanto, puede necesitar en cierto momentos más unas palabras de consuelo que un medicamento. Y no es que el segundo no sea fundamental, pero el profesional empático tiene que proveer también ese cuidado de manera holista, es decir, atendiendo a todas esas dimensiones mencionadas.

Sí, la enfermedad nos hace ser conscientes de nuestra vulnerabilidad y es una responsabilidad ética del profesional de la salud cuidar al otro en ese estado de fragilidad. ¿Pero se puede ser más vulnerable todavía cuando sobreviene alguna patología? Los contexto humanos son diversos y por esta razón, esta llamada que hace el otro (el vulnerable) se incrementa cuando se trata de un paciente inmigrante. A esa persona se le suele unir el hecho de estar lejos de su hogar (cualquiera que sea la circunstancia), quizá se encuentra solo, quizá su situación es precaria, quizá su pasado ha sido tormentoso (tal vez su presente lo es). Su llamada es más profunda y por responsabilidad no podemos soslayarla. A ello se le une que sus dimensiones son más complejas y su comprensión requiere de una apertura mental y una empatía cultural que nos haga ver que esa persona cuenta con valores, creencias y actitudes diferentes a las nuestras. Una verdadera ética del cuidado implica tomar en cuenta las dimensiones culturales y supondría la adquisición de unas competencias por parte del sanitario para poder atenderlas.

Como se ha visto el acto del cuidar nada tiene de sencillo. Requiere una atención holista y un espíritu de hospitalidad, es decir, de acoger al enfermo sin importar su procedencia. Ese valor de la hospitalidad, que a veces parece perdido en nuestras sociedades contemporáneas, va muy unido al mundo sanitario. No por otra cosa la palabra hospital tiene la misma raíz. Cultivar la hospitalidad ayudará a ser mejores profesionales de la salud, es decir, a cuidar mejor de aquellos que vienen enfermos, heridos, frágiles.

R.III

Entrada publicada en Espacio-Mex el 9 de octubre de 2019 y en la Revista Nuestra Nebrija.

 

 

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de leer: la humanización de la salud sólo se consigue con humanidades.

 

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Reubicación

Ayer llegó a casa la primera remesa de los libros impresos de mi primera novela Reubicación editado por la Editorial Tandaia. A todos los que ayudaron a conseguir sacar adelante este proyecto participando en la campaña de preventa supongo que les irá llegando dentro de poco los libros a las direcciones que indicaron. He de decir que, aunque estaba esperando con ansia a que este envío tocara a mi puerta, lo cierto es que me ha pillado de sorpresa (la mensajería de los libros está organizada por la Editorial Tandaia directamente).

Sin embargo, la mayor de mis sorpresas fue que no han aparecido los agradecimientos completos que pedí que incorporaran (sólo aparecen algunos de los nombres de las personas que adquirieron su ejemplar en preventa). Así que me permito en esta pequeña entrada de mi blog agradecerles a todos los que conozco su participación:

Agradecimientos a Fernanda Rodríguez, Omar España, Marc Bessems, Erik Dronen, Ignacio Huitrón, Óscar Pirot, Paola de la Sierra, Ana Navea, José Antonio Tamayo, José Antonio Román, Patricia Guerra, Eva López, Carlos Carpintero, Laura Visiers, José Ríos, Matías Costa, Maaike Breemers, Sonia Bonochea, Claudia de la Mata, Matías Costa, Esther de la Hera, Dani, Esteve, Talía, Isaac, Vicky, Jaime, Piñeyro, Wicho, Kike, Lourdes, José Luis, Luigi, Tana, Gloria (mi madre), Ramón II, Ramón IV y Ana.

También a aquellos que adquirieron su ejemplar y que no me lo han hecho saber.

Gracias de todo corazón. Espero que disfruten de Reubicación (o la sufran) mientras que se sumerjan en sus páginas.

R.III

Post scriptum: Algo que me encantaría, y así de paso saber que han recibido el libro, es que lo compartan en las redes con el hashtag #Reubicación y así vamos generando ruido para que a otros posibles lectores les llegue esta distopía.

Post scriptum2: pronto a la venta en librerías.

reubicacion-WEB

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Si te gusta esta entrada puedes ver Cuidar entre líneas

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Despedidas

Siempre he pensado que mi comunicación oral es mala; mi fuerte, si le puedo llamar de esa manera, está en la escritura. Sin embargo, no me había dado cuenta de lo grave que era mi problema hasta que me lo han hecho ver con diversos ejemplos. Y es que algunos de los últimos sucesos que me han acontecido se deben a no saber transmitir lo que quiero con claridad. Me interesa contar aquí la despedida precipitada que tuve con mi padre.

Hemos pasado quince días en Galicia que me dejan un sabor salobre por desasosiegos que aquí no vienen al caso. Lo cierto es que alquilamos una casita por quince días y ayer entregamos las llaves a los dueños antes de salir. Toda persona que haya viajado en familia, e incluso digo más, todo aquel que sea padre o madre de esa familia sabrá de lo que hablo. Una hora antes de que llegaran los dueños, había que recogerlo todo, terminar de meter las últimas prendas de ropa en la maleta, poner ese equipaje en el maletero, sacarlo de nuevo todo para conseguir acomodar las cosas de los perros, coordinar que tu hijo vaya a tirar la basura y que acabe su desayuno, tomar algo también uno mientras limpias un poco para dejarlo todo lo más presentable posible, guardar la comida aprovechable para llevarla con nosotros, lavar los dientes, ir al maletero y sacarlo todo para conseguir que entre ahora también la comida, las toallas y nuestras mochilas con el resto de equipaje, pedir media hora más a los caseros para que nos dé tiempo, hacer más basura, pedir que vayan a tirarla, dar de comer a los perros y, por ende, volver a acomodar el desbarajuste que eso ocasiona en el maletero… Cinco minutos antes de que llegaran los propietarios de nuestro hospedaje todo parecía listo. Entregamos la casa y nos agradecimos mutuamente una estancia satisfactoria.

Pero entonces nos dimos cuenta que ese era el momento en que nos despediríamos de mi padre y Pat, su mujer. Ellos continuaban el viaje y nosotros volvíamos a casa. Llevábamos casi dos años sin vernos y esa despedida merecía algo más que un apresurado abrazo antes de partir. Pero él me dijo, si quieres sacamos los coches y paramos un poco para despedirnos bien. Me pareció adecuado, pues era mejor no compartir la intimidad de una sentida despedida con los caseros, por más amables que hayan sido. Así que le dije: “muy bien, si quieres adelante paramos y nos despedimos”. Pero, ¡Qué diablos quiere decir adelante! Para mí era justo a unos metros de la puerta de la casa, pero para mi padre parece que no era así.

Sacamos los coches y veo que mi padre emprende camino. Además, a una velocidad que me hizo acelerar un poco para seguirle de cerca. No pasa nada, me dije, seguro va a parar pronto así que le seguí. De forma inopinada una llamada de los dueños de la casa: “Os habéis dejado una mochila en la puerta”. Comencé a echarla las luces, toqué el claxon y mi padre ni caso y así nos íbamos alejando de la casa a la que debíamos volver y él sin parar. Abriendo un paréntesis: no podíamos llamarles, porque al estar en ellos en el extranjero no estaban usando sus teléfonos, así que no había otra forma de comunicación, cierro el paréntesis. Decidí que lo mejor era volver con la esperanza de que realmente mi padre se fuera a detener “ahí, adelante” y que nos diera tiempo de ir a la casa, recoger la mochila y volver a encontrarles esperándonos. Salimos del pueblo y no estaban en ningún sitio. Más adelante, me dije. Con esa esperanza conduje 250 km, con la única creencia de que con lo despacio que mi padre conduce les podría dar alcance. Apresuré un poco el paso, con los ojos abiertos, atento a cada coche gris y desesperado cuando la cercanía me sacaba de mi desacierto. Cuando salimos de Galicia y ya no había posibilidad de encontrarnos, pues su parada era la Ribera Sacra, no pude hacer menos que llorar un poco en la primera gasolinera en la que paramos y ahora sólo puedo expresar esta despedida por escrito. ¡Buen viaje y muchas gracias por todo!

… ¡ah! y apuntarme en mis deberes de este año, ser más claro hablando.

R.III



Reubicación

Sinopsis

Dhanu es miembro de un grupo de exploradores, liderado por Abril, que tienen como misión viajar al pasado. Tienen encomendado el objetivo de rescatar a unas personas que viven confinadas en un centro de reubicación. Estos centros son ciudades enteras destinadas a dar asilo centralizado a los inmigrantes y refugiados que entran en masa a Europa. La iniciativa que motiva la creación de estos inmensos centros es el autoabastecimiento de sus habitantes. Aunque la idea inicial era hacer frente, de la manera más humanitaria posible, a la crisis migratoria que se había encrudecido, lo cierto es que con el tiempo se convirtieron en enormes prisiones donde se veían vulnerados los derechos humanos de las personas que ahí vivían.

Bajo la tutela de Abril, Dhanu y sus compañeros tendrán que sacar de uno de estos centros de reubicación a un grupo heterogéneo de habitantes con el fin de traerlos consigo de vuelta a su tiempo. Dhanu es la encargada de establecer las coordenadas del desplazamiento espacio-temporal que situará al grupo de viajeros en el centro de reubicación en el momento adecuado. Sin embargo, un pequeño error de cálculo parece poner en peligro la enigmática operación.

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Portada provisional

 

Editorial Tandaia

Desde su origen, en 2014, Tandaia ha tenido perfectamente claro su objetivo; dar una oportunidad a quienes, derrochando calidad, otras editoriales se la niegan. Siguiendo esta línea, en apenas un par de años contamos con cuatro colecciones de Ficción dirigidas a distintos géneros —desde la novela histórica hasta la literatura juvenil, pasando por el noir o el alt-lit— y una de no ficción.

Campaña para publicar Reubicación

Para poder publicar esta novela, a través de la editorial Tandaia, se ha organizado una campaña de crowdfunding.  Si eres un seguidor de Cuando el hoy comienza a ser ayer y quieres participar en esta campaña de preventa que tiene como objetivo publicar la la novela Reubicación, por favor, entra en el siguiente enlace:

Pincha aquí

Una vez publicada la obra te llegará antes de que salga a la venta. Tiene un coste de 16€ y los gastos de envío son gratis dentro de España. Para cualquier otro lugar del mundo los gastos de envío son de 3€.

Gracias por tu colaboración

R.III

 


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