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El ocaso de la amistad

Llega un punto en la vida en que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que las emociones que experimentamos en esas múltiples aventuras con nuestros amigos, ya no las volveremos a vivir. Comprendemos también, y con pesar, que las mejores amistades fueron aquéllas que se consolidaron en la juventud y que, incluso éstas, paulatinamente, han perdido su intensidad. No es que en la madurez se carezca del cariño, cuidado, atención y complicidad que brinda una amistad, pero algo ha cambiado. La vida continúa y en el horizonte un atisbo de alegría nos sigue esperando, pero con languidez sospechamos que los mejores años de nuestra vida ya han pasado.

            Nuevas amistades tropiezan a nuestro paso, pero las relaciones son más asépticas. Con ellos disfrutamos, bebemos, dibujamos sonrisas en nuestros rostros de rasgos habituados, nos interesamos y somos interesantes, descubrimos y nos descubren, viajamos y aprendemos tantísimas cosas que valen la pena. Sin embargo, todo lo hacemos desde ese cómodo entablado que nos imprime la madurez. Ese estado que todo lo mide y sopesa; en el que lo natural aflora a cuentagotas, como para no molestar. La vida pierde el brillo que da la imprudencia.

¡Qué fácil nos parece ahora la vida de nuestra juventud! ¡Qué pocas responsabilidades! ¡Cuántas alegrías! Cada día podía tocar a tu puerta la sorpresa de un amigo y cuántas risas; una risa fácil, espontánea, explosiva. También las lágrimas y las enemistades parecían más intensas. ¡En cuántos vasos de agua no habré naufragado! Un guiño, una llamada, un grito, un suspiro, cada pequeño detalle nos avisaba de la oportunidad del paroxismo y de la levedad. El júbilo entraba por la puerta grande y era el regalo del día a día. Ellos, tus amigos, estaban siempre dispuestos para ti y tú lo estabas para ellos. Ahora, tu trabajo, tus hijos, tu pareja, tus nuevos pasatiempos, todo parece tener una dimensión sustancial, densa como el plomo, para interponerse entre tú y ellos; entre ellos y tú.

Y nos decimos –nos engañamos- que ellos no han cambiado, cuando ya nosotros tampoco somos los mismos, como diría Neruda. No queremos reconocer la tremenda pérdida: la distancia que ahora nos separa; la risa que ya ha dejado de ser explosiva; la ausencia de esas locas ocurrencias que no se sabe cómo siempre alcanzaban un buen fin; la merma de un valor que antes nos llevaba a encararnos frente a todo aquel que osara criticar a uno de los nuestros; la carencia de importancia que ahora damos a esas copas que solucionaban cualquier entramado amoroso; el olvido de lo que algún día significó llorar unas lágrimas que no salían de nuestros ojos.

Pero cuando finalmente sobreviene el encuentro; cuando conseguimos vencer la abulia que engrandece las tontas excusas y tenemos a un amigo frente a frente, el engaño nos deja de importar. Entonces nos reímos, nos divertimos, nos confesamos y volcamos todas esas frustraciones y alegrías que acompañan nuestra cotidianidad. Por un instante ese sentimiento se percibe en sintonía con el de antaño. Quizá sea cierto que cuando crecemos valoramos más la calidad que la cantidad, ¿o será otra vieja farsa? Lo que es verdad es que, por ese instante, volvemos a ser incautos y encontramos consuelo en sus ojos. Soplos, lugares, menudencias, diría alguno, pero cómo las sabemos aprovechar. Y ellos, los amigos, te estrechan como antes y tú te regocijas. Y pese a todo lo vivido, no dejamos pasar la oportunidad de volver a soñar.


Lo que perdió Madrid

Voy en un tren que me lleva del aeropuerto de Barajas a Príncipe Pío. Voy leyendo mientras escucho música, pero el cielo azul me invita constantemente a distraerme de la lectura. A través de la ventana, las vías paralelas parecen recorrer conmigo el trayecto y los bloques de edificios de viviendas se van quedando atrás; otros prácticamente idénticos los sustituyen en el cinético paisaje.  Me invade un pensamiento sobre esta porción de Madrid que contemplo. Esta ciudad es una isla cuyo mar está compuesto por estos extensos suburbios que terminan convirtiéndose en un océano dorado y manchego. Estoy enamorado de este pedazo del mundo que habito y sin embargo, pese al sol que otorga una perfecta temperatura, pese a la luminosidad que hace brillar más intensamente los colores, pese a esa canción que suena sólo para mí entre unos cuantos pasajeros; mi espíritu comienza a ser invadido por la melancolía.

Madrid ha perdido algo el día de hoy y ni siquiera se ha dado cuenta. El astro solar sigue propagando ese azul inmenso e infinito que se extiende en el horizonte; el músico que toca en este vagón no desentona e incluso me ha convencido para quitarme los audífonos; la jornada promete ser apacible y si quisiera podría emplearla en el primer capricho que me viniese a la cabeza; voy leyendo el último libro de Luisgé. Todos los ingredientes para que la felicidad invada mi corazón se encuentran reunidos en un trayecto que no es en absoluto inopinado. Si estoy ahora cruzando en horizontal la capital española no es por azar. La razón por la que me encuentro envuelto en estas elucubraciones me está presionando el esternón y crea un vacío en mi estómago. No es dicha lo que siento, por más que intente convencerme, tengo un motivo para sentir como se me aprieta el corazón. La melancolía está más que justificada.

Hoy se han marchado los Candiani*:: Carlos Candiani e Itzel Eguiluz se encuentran ahora probablemente pasando el control policial, o quizá ya adentro, esperando sentados, a que una gentil azafata los invite a abordar un avión que siempre maldeciré como el instrumento físico que me arrebató a dos amigos. El Manzanares ya no volverá a ser el mismo. La casa no volverá a sentir el cobijo de sus charlas, de sus sonrisas, de la candidez y amabilidad.

Vendrán más conversadores de literatura o de la problemática de la inmigración. Otros poetas nos regocijarán con sus creaciones y otros académicos nos llenarán la cabeza de reflexiones. Otros nos enseñarán esos rincones que desconocemos de Madrid, e incluso habrá quien nos regale aquellas entradas de teatro que no van a poder utilizar. No creo que nadie más nos regale una nespresso, pero caerán cafés, vinos, cerveza y gintonics a espuertas. Madrid y su amplitud todavía nos depara sorpresas, pero no nos engañemos…

Ya no tendremos a mano a esos dos amigos, mis amigos, los Candiani[1].

R.III

* En este punto toda la magia se ha venido abajo para Itzel (no sé cómo podría remediarlo)

[1]Una doble disculpa.


Lo fácil que era la vida

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”

Pablo Neruda, Poema XX

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Estoy yendo a recoger [por fin] mi título a la Universidad Europea de Madrid. Como antaño, voy montado en el autobús 518. Cuando alcanzo a vislumbrar las primeras filas de chalets a la entrada de Villaviciosa de Odón siento un apretón en el pecho. Han pasado por lo menos cinco años sin venir a este lugar recóndito de la Comunidad de Madrid que fue mi hogar durante el primer año que viví en España.

Recuerdo lo fácil que era la vida; las mañanas en la cocina con mis compañeros –con mis amigos- de piso; los días de universidad; las tardes de domingo cuando acostado contemplaba, a través de la ventana, el azul claro y monótono de un cielo altísimo; el pequeño escritorio donde se apilaban los libros que todavía arrastro de casa a casa, de vida a vida; saliendo a pasear en las noches de invierno cuando la niebla humedecía y coloreaba de amarillo todo alrededor; preparando una barbacoa en el patio de casa con el sol cayendo a plomo sobre nuestras cabezas; organizando los ingredientes para hacer una cubeta de sangría; levantándome temprano un domingo para ir al Prado, al Retiro o al Parque del Moro; descubriendo el universo de Paul Auster; el de Alessandro Baricco. Recuerdo lo fácil que era la vida corriendo hacia el autobús para no perderlo; yendo a comprar una pizza para la cena a ese local que se llamaba “Lobato” y que ofrecía vino blanco mientras esperabas; remoloneando en la cama de mi buhardilla; aprendiendo a escuchar y a entender a Extremo Duro; escogiendo poesías y canciones para mi programa de radio (Inventando que sueño); leyendo libros que nadie cogía en la biblioteca prácticamente vacía de la universidad o pasando de largo cuando, en época de exámenes, perdía el encanto de su soledad; en invierno, descubriendo que hacía más frío dentro del chalet que afuera; cuando organizamos el primer viaje a Segovia, Ávila y Salamanca; cuando era un aficionado a la fotografía y creía que podría dedicarme a ello; cuando pisé París y pensé que la personas que debería estar ahí era mi padre. Recuerdo lo fácil que era la vida cuando tomaba esas clases aburridas; y las interesantes; en las múltiples noches de juerga; las que pasábamos en casa (también de juerga); cuando bajábamos en autobús a Madrid o en el coche de algún amiguete; cuando nos quedábamos en Villaviciosa e íbamos a las Brazas; la gentileza de Domingo (el dueño del bar); la antipatía de su mujer; la primera jarra de sangría; la segunda; las copas que Domingo nos invitaba, ya solos con él, y una vez cerrado el bar; explorando la noche madrileña en los alrededores de Gran Vía; dejando tu espíritu colaborando con tus amigos en la elaboración de sus cortometrajes; conociendo el cine español; conociendo el europeo; anotando los malentendidos lingüísticos para luego comentarlos con mis amigos mexicanos. Recuerdo lo fácil que era la vida pasando casi todo el día en la universidad; los pasillos donde entablaba conversación con casi cualquiera; lo hermosas que me parecían las mujeres españolas; lo difícil que era ganar su atención; lo sencillo que resultaba hacer nuevos amigos; las noches frente al televisor jugando videojuegos; las risas provocadas por ciertas sustancias; las que emanaban con naturalidad sin el uso de ellas; el querer estar abajo con ellos –los que se reían-, pero no querer perder la oportunidad de seguir acostado con ella, la que conseguía hacer subir a la buhardilla; el encontrarme a mis compañeros de clase mientras hacía la compra en el Open Core; el terminar con ellos cenando para volver a reír; la complicidad que se amparaba en la juventud, la inocencia o las ganas por comerse el mundo.

Recuerdo lo fácil que era la vida en aquellos días cuando, al igual que ahora, iba en el autobús escuchando música, con la cabeza recargada en la ventana, sorteando las mismas calles y contemplando con satisfacción el paso del tiempo.

                                                              R.III

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Cerrado por doctorado

En mi última entrada ya anticipaba este momento. Dejaré de escribir por unos meses en este espacio, pero espero volver pronto una vez que termine con ese tormentoso placer al que los expertos llaman tesis doctoral. Por el momento, estimado lector, si ha caído por azar en Cuando el hoy comienza a ser ayer, pasee por aquellas entradas que no han perdido vigencia.

 

Para empezar utilice este blog para escapar de la rutina. Por ejemplo, imagine que los papeles cambiaran un día y los Reyes Magos en lugar de traer regalos decidieran venir a quitárselos a los niños. Pues eso es lo que pasa en Ostracismo de los reyes magos. O échele un vistazo a algunas de las Reflexiones sobre feminismo, sobre la amistad o sobre la muerte.

También puede adentrarse en unos breves consejos sobre oratoria. Doce axiomas para disfrutar más de los diálogos, debates e incluso las charlas de sobremesa: Oratoria para Ramón (cuatro) .

Probablemente el mejor ejemplo de cómo la música, acompañada de las escrituras me han salvado muchas veces de variados desordenes mentales: La música ilumina tu mundo

 Quien haya vivido fuera de su lugar de nacimiento sabrá el significado de la palabra nostalgia. Lo mismo nos pasa a los que hemos perdido a algún ser querido. Es cuando descubrimos que existen Distancias infranqueables

  La vida es como la rueda de la fortuna dice Blood, sweat and tears, a veces se está arriba y a veces se está abajo. De eso se compone nuestra existencia, de Contrastes entre la felicidad y la tristeza.

 ¿Qué tal si el acento de una población fuera producto de un virus? Quizá eso pueda explicar el Día que perdí mi acento

 

Finalmente no deje de descargarse el libro de relatos: Un gran salto para Gorsky o simplemente déjese llevar y con suerte encontrará algo que le haga reflexionar, reír o llorar. No habría nada en este mundo que me hiciera sentir más satisfecho. Ah y si algo le ha gustado o disgustado, por favor, hágalo saber; sus comentarios son la parte más significativa de este espacio.

Hasta pronto,

R.III


El ocaso de la amistad

Llega un punto en la vida en que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que las emociones que experimentamos en esas múltiples aventuras con nuestros amigos, ya no las volveremos a vivir. Comprendemos también, y con pesar, que las mejores amistades fueron aquellas que se consolidaron en la juventud; y  que incluso éstas, paulatinamente, se han venido a menos. No es que en la madurez se carezca del cariño, cuidado, atención y complicidad que brinda una amistad, pero algo ha cambiado. La vida continúa y en el horizonte un atisbo de alegría nos sigue esperando, pero lánguidamente sospechamos que los mejores años de nuestra vida ya han pasado.

 

Nuevas amistades tropiezan a nuestro paso, pero las relaciones son más asépticas. Con ellos disfrutamos, bebemos, dibujamos sonrisas en nuestros rostros de rasgos habituados, nos interesamos y somos interesantes, descubrimos y nos descubren, viajamos y, en general, aprendemos tantísimas cosas que valen la pena. Pero todo lo hacemos desde ese cómodo entablado que nos imprime la madurez. Ese estado que todo lo mide y sopesa; en el que lo natural aflora a cuentagotas como para no molestar. La vida pierde el brillo que da la imprudencia.

 

¡Qué fácil nos parece ahora la vida de nuestra mocedad! ¡Qué pocas responsabilidades! ¡Cuántas alegrías! Cada día podía tocar a tu puerta la sorpresa de un amigo y cuántas risas, una risa fácil, espontánea, explosiva. También las lágrimas y las enemistades parecían más intensas. ¡En cuántos vasos de agua no habré naufragado! Un guiño, una llamada, un grito, un suspiro, cada pequeño detalle nos avisaba oportunamente del paroxismo y de la levedad; del constante júbilo que significaba el día a día. Ellos, tus amigos, estaban siempre dispuestos para ti y tú lo estabas para ellos. Pero ahora tu trabajo, tus hijos, tu pareja, tus nuevos pasatiempos, todo parece tener una dimensión substancial para interponerse entre tú y ellos; entre ellos y tú.

Y nos decimos –nos engañamos- que ellos no han cambiado, cuando ya nosotros tampoco somos los mismos. No queremos reconocer la tremenda pérdida: La distancia que ahora nos separa; la risa que ya ha dejado de ser explosiva; la ausencia de esas locas ocurrencias que no se sabe cómo siempre alcanzaban su fin; la merma de un valor que nos llevaba a encararnos frente a todo aquel que osara criticar a uno de los nuestros; la carencia de importancia que ahora damos a esas copas que solucionaban cualquier entramado amoroso; el olvido de lo que algún día significó llorar unas lágrimas que no salían de nuestros ojos.

Pero cuando finalmente sobreviene el encuentro; cuando conseguimos vencer la abulia que engrandece las tontas excusas y tenemos a un amigo frente a frente, el engaño nos deja de importar. Entonces nos reímos, nos divertimos, nos confesamos y volcamos todas esas frustraciones y alegrías que acompañan nuestra cotidianidad. Por un instante ese sentimiento se percibe en sintonía con el de antaño. Quizá sea cierto que cuando crecemos valoramos más la calidad que la cantidad ¿o será otra vieja farsa? Lo que es verdad es que nos volvemos incautos y encontramos consuelo en sus ojos. Soplos, lugares, menudencias, diría alguno, pero cómo las sabemos aprovechar. Y ellos, los amigos, te estrechan como antes y tú te regocijas. Y pese a todo lo vivido, no dejamos pasar la oportunidad de volver a soñar.

R.III


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