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El ocaso de la amistad

Llega un punto en la vida en que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que las emociones que experimentamos en esas múltiples aventuras con nuestros amigos, ya no las volveremos a vivir. Comprendemos también, y con pesar, que las mejores amistades fueron aquéllas que se consolidaron en la juventud y que, incluso éstas, paulatinamente, han perdido su intensidad. No es que en la madurez se carezca del cariño, cuidado, atención y complicidad que brinda una amistad, pero algo ha cambiado. La vida continúa y en el horizonte un atisbo de alegría nos sigue esperando, pero con languidez sospechamos que los mejores años de nuestra vida ya han pasado.

            Nuevas amistades tropiezan a nuestro paso, pero las relaciones son más asépticas. Con ellos disfrutamos, bebemos, dibujamos sonrisas en nuestros rostros de rasgos habituados, nos interesamos y somos interesantes, descubrimos y nos descubren, viajamos y aprendemos tantísimas cosas que valen la pena. Sin embargo, todo lo hacemos desde ese cómodo entablado que nos imprime la madurez. Ese estado que todo lo mide y sopesa; en el que lo natural aflora a cuentagotas, como para no molestar. La vida pierde el brillo que da la imprudencia.

¡Qué fácil nos parece ahora la vida de nuestra juventud! ¡Qué pocas responsabilidades! ¡Cuántas alegrías! Cada día podía tocar a tu puerta la sorpresa de un amigo y cuántas risas; una risa fácil, espontánea, explosiva. También las lágrimas y las enemistades parecían más intensas. ¡En cuántos vasos de agua no habré naufragado! Un guiño, una llamada, un grito, un suspiro, cada pequeño detalle nos avisaba de la oportunidad del paroxismo y de la levedad. El júbilo entraba por la puerta grande y era el regalo del día a día. Ellos, tus amigos, estaban siempre dispuestos para ti y tú lo estabas para ellos. Ahora, tu trabajo, tus hijos, tu pareja, tus nuevos pasatiempos, todo parece tener una dimensión sustancial, densa como el plomo, para interponerse entre tú y ellos; entre ellos y tú.

Y nos decimos –nos engañamos- que ellos no han cambiado, cuando ya nosotros tampoco somos los mismos, como diría Neruda. No queremos reconocer la tremenda pérdida: la distancia que ahora nos separa; la risa que ya ha dejado de ser explosiva; la ausencia de esas locas ocurrencias que no se sabe cómo siempre alcanzaban un buen fin; la merma de un valor que antes nos llevaba a encararnos frente a todo aquel que osara criticar a uno de los nuestros; la carencia de importancia que ahora damos a esas copas que solucionaban cualquier entramado amoroso; el olvido de lo que algún día significó llorar unas lágrimas que no salían de nuestros ojos.

Pero cuando finalmente sobreviene el encuentro; cuando conseguimos vencer la abulia que engrandece las tontas excusas y tenemos a un amigo frente a frente, el engaño nos deja de importar. Entonces nos reímos, nos divertimos, nos confesamos y volcamos todas esas frustraciones y alegrías que acompañan nuestra cotidianidad. Por un instante ese sentimiento se percibe en sintonía con el de antaño. Quizá sea cierto que cuando crecemos valoramos más la calidad que la cantidad, ¿o será otra vieja farsa? Lo que es verdad es que, por ese instante, volvemos a ser incautos y encontramos consuelo en sus ojos. Soplos, lugares, menudencias, diría alguno, pero cómo las sabemos aprovechar. Y ellos, los amigos, te estrechan como antes y tú te regocijas. Y pese a todo lo vivido, no dejamos pasar la oportunidad de volver a soñar.


Día del libro: apoya al escritor novel (catarsis)

Abrirse paso en el mundo de la escritura no es fácil. Para muchas de las personas que nos gusta escribir, pero que no contamos con una editorial consolidada que te respalde, el trabajo se multiplica. Ya no sólo se trata de pensar una historia y conseguir construirla frase a frase hasta poner un punto final. No sólo implica ese esfuerzo de volver a ella repetidas veces para corregir, pulir y eliminar del texto todo lo que le sobre, para que al igual que hace el escultor, y como decía Chejov, consigamos quitar de la piedra todo aquello que no es un rostro.

No conforme con eso hay que salir y hacer algo con la obra. Desde meterla en concursos literarios que finalmente no ganas, hasta salir a la caza de alguna editorial que se interese por ella. Olvídate de las grandes, pero incluso las pequeñas se convierten en un desafío y necesitas hacer peripecias para llamar su atención. Algunas de ellas te prometen publicar la historia, pero los meses van pasando y, al igual que sucede en La vida nueva de César Aira, uno puede llegar a envejecer en la espera.

Olvidaré aquí el arduo trabajo que supone una edición del libro, cuando una editorial acepta tu manuscrito. Vamos al gran día. Porque cuando tienes suerte, ¡por fin!, tu obra ve la luz, pero el trabajo no ha terminado. Ahora toca ejercer de publicista o social manager para que tu librito llegue a alguien más que a tus amigos. A veces, en las presentaciones presenciales (cuando existían) tienes que ejercer de vendedor. Otras de intermediario entre la editorial y tus amigos. Y con tantas tareas apenas tienes tiempo para seguir escribiendo y conseguir otro texto que te permita volver a repetir todo este proceso.

Así que, si vas a celebrar el día mundial del libro este 23 de abril, no te olvides de los escritores nóveles. Aprovecha esos suculentos descuentos en los olvidados de las letras. Al hacer esto permites que todo este esfuerzo merezca la pena. Y no para que estos autores obtengan algún beneficio económico con ello, jajajaja, me río de eso. No, es para que consigamos lo único que pretendemos al pensar esa idea y poner la primera letra: queremos que nos lean.

R.III

Y una vez hecha esta catarsis, en la que quizá otros se sientan identificados, aquí comparto tres reseñas de Reubicación (pues en el fondo esto no deja de ser una estrategia de marketing):

Reseña de Carlos Miguélez Monroy “Hacia la pesadilla ‘orweliana’ de un escritor mexicano en España” en Espacio-Mex, 4 de febrero de 2020.

Reseña de Rosa Cortés García “Reubicación la novela distópica de Ramón Ortega (tres)” en el blog Viviedo mil vidas.

Reseña de Andrea Zurlo “Reubicación, de Ramón Ortega (tres)” en la revista literaria Letralia: tierra de letras.

 Si quieres el libro, y vives en España (a México llega, pero hay que armarse de paciencia), puedes pinchar aquí.

R.III


COVID-19: una cucharada de humildad

“Ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. […] Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”.

Albert Camus, La peste

 

Aunque seguro que hubo personas muy “inteligentes y visionarias” (curioso que cada vez aparecen más), lo cierto es que yo fui uno de los que minimizaron el impacto del Coronavirus. Y no estoy hablando de diciembre, este pensamiento se mantuvo hasta hace tan sólo un par de semanas (incluso menos).  Nunca pensé que fuera necesario el aislamiento social que estamos viviendo, que la tasa de contagiados y de fallecidos por el virus creciera tan dramáticamente y que nuestro sistema sanitario y, sobre todo, los profesionales de la salud se vieran tan saturados y expuestos por la falta de medios.

Al igual que muchas otras personas con las que compartí opiniones por redes sociales y conversaciones informales supuse que todo era una exageración. Me creí, sin contar con mucha evidencia, que había ocultos intereses políticos y económicos detrás de la alarma, que el virus se mantendría lejos y que no tendría casi impacto en España, que se trataba de una enfermedad poco letal, y también creí en la interpretación de esas estadísticas de decían que el COVID-19 mataba menos personas que, por ejemplo, una gripe común. En fin, en pocas palabras, viví confiado de que ese virus no nos iba a hacer daño. Pero no fui el único y por eso me ha gustado la honestidad con la que el periodista Carlos Miguélez se expresa en su última columna y en la que me estoy inspirando.

Y claro que el COVID-19 nos va a hacer daño, no sólo por las personas que están enfermando y falleciendo, sino por el impacto económico que esta crisis va a suponer. Pero no vengo a hablar aquí de estos temas, sino de mostrar la falta de humildad que nos caracteriza. Hemos visto este virus con el desprecio de un problema que a nosotros no nos podía afectar. Igual que vemos las guerras que pasan en lejanos países, el hambre que acosa a millones de personas o la violencia que se salda con vidas en cifras dramáticas en otros lugares del mundo. Y ahora nos ha tocado a nosotros y nos deja ver nuestra vulnerabilidad. Nosotros que hablábamos de esos conflictos acontecidos en lejanos recónditos del globo desde la comodidad de nuestras universidades, cafeterías, bares, ahora nos enfrentamos a un problema que nos obliga a cambiar radicalmente nuestra forma de vida.

Por eso es importante, ahora más que nunca, cuidar la salud mental. Van a ser días complicados, porque nuestra sociedad no está acostumbrada al confinamiento. Cada día nos anuncia una novedad, porque no existen precedentes similares al contexto que vivimos. Habrá que adaptarse al cambio constante e inopinado. Va a ser difícil, porque esta situación supone la pérdida del control al que nos habíamos acostumbrado. Día tras día los acontecimientos nos demostrarán que todavía no afianzamos ese control. Por eso, hay que tratar de cuidarnos mentalmente, para sobrellevar lo mejor posible esta situación. Y, con suerte, pronto todo llegará a su fin y podremos volver a una actividad normal.

Al contrario de lo que pasa en La peste de Albert Camus, me alegra presenciar más solidaridad, buen ánimo y respeto a la ley de lo que podría esperarse. También es cierto que esto sólo acaba de empezar, habrá que esperar a ver si esa positividad se mantiene o si comienzan a aflorar esa oscuridad que caracteriza a la especie humana.

Sobre todo, espero que cuando esto pase, hayamos aprendido un poco de humildad. Que seamos más compasivos con aquellas personas que viven en su día a día estados de vulnerabilidad como el que estamos viviendo (incluso peores). Que tendamos la mano por responsabilidad ética a aquellos que huyen de conflictos mil veces más complejos, terribles e injustos de lo que nosotros estamos padeciendo hoy. En pocas palabras que aprendamos, además de humildad, la compasión, la empatía y la hospitalidad que nos merecemos unos a otros como parte de esa gran familia a la que llamamos humanidad.

 

R.III

 

Espero que pronto podamos volver a disfrutar de la primavera

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar Hormigas en el universo.

 

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El día que ya no hizo falta quemar libros

Es de sobra conocido que los libros a veces suponen una amenaza. Muchos regímenes han procurado la quema de aquellas obras consideradas contrarias a su ideología: la quema de códices mayas a manos del sacerdote Diego de Landa, la de libros en la Coruña en 1936 por parte de los falangistas o la de los textos judíos quemados por el régimen Nazi son tan solo unos ejemplos. Estas hogueras intelectuales han quedado retratadas también en la literatura; baste recordar el clásico Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o El nombre de la rosa de Umberto Eco. El fuego como elemento curativo, redentor, disuasorio y opresor. Es decir, una llama que elimina la plaga de la idiosincrasia disidente, que redime al enemigo sometido desde su pedestal autoritario, que advierte a próximos creadores y que impone su poder como nueva realidad.

Desde nuestro presente resulta paradójico tomarse tantas molestias.  Lo único que había que hacer era brindar a la gente otras fuentes de entretenimiento: móviles, internet, videojuegos. No hacía falta mucho más para que las personas se olvidaran de los libros.

Todos los años pregunto a mis alumnos universitarios cuántos libros leen al año. Comienzo pidiendo que levanten la mano los que leen más de cincuenta. Más que manos alzadas me encuentro con risas, murmullos, incredulidad, “¡nadie lee tanto!”, alguno espeta. Si preguntara por series de Netflix seguro que no habría tanta sorpresa. Bajo la cifra y pregunto que quién lee de cuarenta a cincuenta. Todavía nadie. Hace unos años ya veía manos levantadas cuando entrábamos en la cifra de treinta a cuarenta. Unas pocas, pero por lo menos se alzaban bajo el asombro de sus compañeros. Pero en los últimos años ya no sucede y cuando pasa es quizá una mano la que tímidamente sube, pues no quiere sobresalir. De veinte a treinta tampoco consigue mejores resultados y es hasta que comienzo a preguntar de diez a veinte o de cinco a diez cuando ya hay más personas que se animan subir sus brazos. Siempre hay alguno que con ostentación levanta la voz para admitir que no lee ninguno. Yo suelo decir que no es motivo de orgullo, pero no creo generar el efecto vergonzante que persigo.

No puedo evitar sugerir que como universitarios deberían leer por lo menos cincuenta libros al año. No es para tanto, supone tan sólo leer un poquito más de cuatro libros al mes. ¡Todavía más sencillo! Sólo se trata de un libro a la semana. Lo sé, el pretexto es el tiempo. Seguro que, si hay algún lector mirando esto, también achacará su falta de lectura a esa carencia de tiempo. Es verdad, a mí mismo me pasa factura todas esas horas que uno le debe a la cotidianidad: trabajo, pareja, compra, quehaceres, ocio (más bien bares que lectura), estudios, amigos, etc. Pues, aunque parezca mentira, en la universidad es cuando más tiempo se tiene para emplearlo en esta actividad. Esa fue la época cuando en lugar de leer cincuenta, podía llegar a leer ochenta.  Y no era el único: espero que estén mirando estas líneas Oscar (el chore), Emilio, Merino, Montiel, Héctor, Pirot… Seguro que asienten a estas palabras, pues también ellos alcanzaban o sobrepasaban esa cifra; quizá lo sigan haciendo. Hay pocas cosas tan gratificantes y lo que a uno le gusta, siempre se le encuentra el momento.

Por eso hay que ir siempre con una novela corta o un poemario en la mochila. El metro, el autobús, las salas de espera, las colas del banco. Cualquier instante es una oportunidad para sumergirse en una buena historia o dejarse seducir por una agradable lírica. Ningún recorrido o espera se hace larga. Pero tampoco se siente el suceder de los minutos, me dirán, cuando uno va ensimismado en las conversaciones de whatsapp, al recibir y reenviar memes, revisando cuántos likes has recibido por la última foto o derribando una columna entera de frutas de ese estúpido, pero absorbente jueguito….

Así que no, los libros ya no son una amenaza. Los regímenes facinerosos, por fin, pueden dormir tranquilos.

 

R.III

 

 

 

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si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar: A problemas filosóficos, decisiones salomónicas.

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Cuidar entre líneas

Cuidar entre líneas tiene como principal objetivo conmemorar las veinte ediciones del Certamen de Relatos Breves San Juan de Dios. Se trata de un concurso que va dirigido a profesionales y estudiantes de enfermería y fisioterapia con interés en dejar plasmada las diversas experiencias del cuidar. El certamen busca estimular la creación literaria poniendo de manifiesto los aspectos humanos que desempeñan en su trabajo habitual estos profesionales de la salud. Esta actividad está organizada por el Centro Universitario Ciencias de la Salud San Rafael-Nebrija, perteneciente a la Fundación San Juan de Dios y adscrito a la Universidad Antonio de Nebrija.

            No se trata del único libro publicado con textos del Certamen de Relatos Breves San Juan de Dios. El primer compendio de cuentos apareció en 2010  bajo el título de Cuidar en la fragilidad recogiendo las mejores narraciones recibidas en las primeras dos etapas del Certamen. Más adelante se hablará en profundidad sobre las distintas fases que ha vivido este concurso literario en el capítulo destinado a la historia de este proyecto y que ha tenido como protagonista desde su origen al actual Presidente del Certamen, Julio Vielva.

            Los escritos que aquí se incluyen son los pertenecientes a la tercera etapa del certamen que comienza con la creación del Centro Universitario San Rafael-Nebrija. Comprende, por tanto, de los relatos ganadores desde la edición XIV (2012) hasta la actual, número XX (2018). Las narraciones no se presentan de forma cronológica, sino que han sido agrupadas a partir de temas diferenciados, pero que giran en torno al mundo del cuidado que brindan los profesionales de enfermería y fisioterapia.  El primero de ellos presenta el Cuidado a través del arte, ya que cuando se habla de una atención holista lo que se persigue es abordar, a través del cuidado, las distintas dimensiones de la persona (biológica, psicológica, espiritual, social…). La lectura de una historia, el uso terapéutico de la música o el impacto emocional de una representación teatral pueden ser más trascendentales para el paciente que cualquier medicamento.

El segundo apartado se titula Cuidar sin fronteras, porque la atención debe brindarse en igualdad de oportunidades (que no de igual manera). Para conseguirlo parece esencial el cultivo del valor de la hospitalidad tan necesario en estos tiempos aciagos y que siempre ha sido un signo distintivo de la Orden de San Juan de Dios. A su vez, para poder brindar un cuidado holista es fundamental prestar atención a las diferencias culturales. En este apartado se encuentran historias que hablan de la cooperación de algunos profesionales de la salud en diferentes partes del mundo, en otras palabras, llevar el cuidado más allá de las fronteras o, dentro de estas, asegurar que pueda llegar a todos por igual, sin importar su procedencia.

El tercer epígrafe se llama Cuidar la esperanza. César Vallejo decía en su poema Los heraldos negros “que hay golpes en la vida, tan fuertes” que el hombre “¡pobre! vuelve sus ojos” como intentando encontrar un halo de esperanza. La muerte, la enfermedad, el dolor pueden sacudir todo lo vivido. En este apartado los relatos muestran el papel de los profesionales de la salud para colaborar en el proceso de resiliencia de sus pacientes. Cuando la vida parece haber perdido su sentido es de suma utilidad el apoyo, la empatía, la compasión, entre otros aspectos para ayudar a vislumbrar nuevos caminos por recorrer, es decir, un nuevo sentido que devuelva la esperanza.

El cuarto epígrafe trata sobre El cuidado del otro a partir de muchas de las dimensiones que fundamentan la relación del profesional de la salud con sus pacientes. Competencias que humanizan la atención sanitaria y que deben ser adquiridas y trasferidas a la práctica por los profesionales de enfermería y fisioterapia. De ahí que el último apartado verse sobre ese proceso de aprendizaje a través de relatos que comentan ese momento de sensibilización en el que la profesión deja de ser sólo un aspecto técnico, para convertirse en un cuidado que requiere un abordaje holístico. A ese apartado se le tituló en concordancia: Aprender a cuidar.

Esperamos que Cuidar entre líneas permita al lector adentrarse en el universo poliédrico de la salud, la enfermedad, la muerte, la esperanza, el duelo y muchos otros conceptos relacionados con el cuidado. Agradecemos a todos los autores de los relatos aquí presentados su ayuda por sensibilizar y mostrar la importancia de la humanización de la atención sanitaria. También a todos los participantes de las distintas ediciones del Certamen de Relatos Breves San Juan de Dios, así como a los colaboradores (miembros del jurado, autoridades y personal del Centro Universitario San Rafael-Nebrija) que dan vida a esta iniciativa.

R.III

 

 

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Este libro se puede descargar si haces clic en esta enlace: https://www.fundacionsjd.org/es/publicaciones/21/cuidar-entre-lineas

 

 

 


La humanización de la salud sólo se consigue con las humanidades

Cuando estoy frente a alumnos de ciencias de la salud me gusta hacerles las siguientes preguntas. ¿Qué tipo de profesional prefieres? ¿Un médico grosero, antipático, que te trate mal, pero que acierte en el diagnóstico de tu enfermedad y te salve la vida o un médico amable y empático, pero que pueda errar en la causa y tratamiento de tu patología? La inmensa mayoría contesta sin mucha duda que prefieren el primer tipo de médico; qué importa que el profesional de la salud no se muestre empático, lo que se espera de ellos es que te salven la vida. Los filósofos Antonio Casado y Cristian Saborido definieron el concepto de cultura bioética que consiste en ese grupo de expectativas y presunciones sobre el trabajo diario en el ámbito de la salud. Es decir, la idea que tenemos los legos (personas que no pertenecemos al sector sanitario) sobre el día a día de los profesionales de la salud. La mayoría de los alumnos con los que trato este tema también podrían entrar en este grupo, pues todavía no saben exactamente lo que será su futura vida profesional.

Gran parte de esta cultura bioética la generamos a partir de las noticias que escuchamos en los medios de comunicación, los libros que leemos y, sobre todo, de los productos audiovisuales que consumimos. En este último punto hay cuanto menos dos series de televisión que han tenido un impacto en nuestra cultura bioética: House y The Good Doctor. Ambas han influido en generar una serie de ideas equivocadas sobre la atención médica. Tanto el Dr. House, como el Dr. Murphy son dos médicos que podrían considerarse genios y que siempre aciertan en el diagnóstico de las extrañas enfermedades que presentan sus pacientes. Atinan, según estas series, ahí donde otros profesionales fallan. Sin embargo, en el caso del Dr. House estamos hablando de un médico insensible, carente de empatía, que considera que el paciente siempre miente y que llega incluso a ridiculizarles con su particular humor negro. El Dr. Murphy no es que sea un cretino como House, pero al tener asperger (un trastorno del espectro autista) no cuenta con las competencias relacionales que le permita mostrar su empatía hacia el paciente, comunicar de manera sensible los diagnósticos o hacer sentir la confianza al paciente en su labor asistencial. Estos personajes ejemplificarían al primer tipo de profesionales en la pregunta que planteo a los estudiantes de ciencias de la salud.

Ambos personajes pertenecen al mundo de la ficción. Son un producto comercial inexistente en la vida en real. Las series no muestran lo que pasa en realidad en un hospital. Basta pensar cuántas enfermeras aparecen en estas series o cuántos servicios asistenciales existen en el mundo donde un médico sea capaz de saltarse los protocolos de actuación sin consecuencias negativas para él o que cuente a su vez con un equipo de doctores a su completa disposición como pasa con House. El día a día de los profesionales de la salud (los de verdad) dista mucho de lo que se ve en estas series. Además, existe un peligro cuando nos dejamos influir por estos contenidos audiovisuales y consideramos que así es la atención sanitaria. Dentro de estos prejuicios se encuentra el considerar que el objetivo del personal sanitario estriba en curar enfermedades. Para empezar la mayor parte de las patologías no se curan, se controlan. Albert Llovel, médico, escritor y enfermo, decía: “Yo ya acepto que no me van a curar, pero me costaría aceptar que no me van a cuidar”. El cuidado de los pacientes parece ser un aspecto mucho más relevante que el curarles, pero de ello nunca se habla. Para poder cuidar con calidad hay que ser un profesional de la salud empático, compasivo, que irradie confianza… Otro gran peligro que se desprende de la cultura bioética es la deshumanización de la atención sanitaria al ver en el paciente una patología, en lugar de considerarle una persona cuya dignidad está por encima de su condición socioeconómica o cultural. En palabras de Edmund Pellegrino: «para curar a otra persona debemos comprender cómo la enfermedad lesiona su humanidad”.

En la actualidad se está haciendo un enorme esfuerzo por humanizar de nuevo la salud. Sin embargo, para ello es fundamental llevar el conocimiento de las humanidades a la formación de los estudiantes de ciencias de la salud. Mostrar que no todo se trata de saber poner una vía, administrar un fármaco o diagnosticar una patología, es decir, de una formación técnica. Es cierto que en los actuales programas universitarios existe una atención relativa a asignaturas como psicología, antropología de la salud, comunicación sanitario-paciente e, incluso, la bioética ha ido entrando en los planes de estudio. No obstante, hay una marginación de disciplinas como la literatura, la historia y la filosofía (enfocadas a la salud) que podrían dotar de humanidad a estas profesiones. Un aspecto que recuerda aquella frase de José Letamendi: “el médico que sólo sabe de medicina, ni de medicina sabe”.

El profesional de la salud siempre ha sido una figura admirada. Esto se debe a que existen un personal sanitario que con sus cuidados, amabilidad, empatía y compasión consiguen permanecer en el recuerdo de sus pacientes. No debemos olvidar que cuando uno acude a ellos lo hace en un estado de fragilidad. La enfermedad le recuerda al hombre su vulnerabilidad, por eso es que en esos momentos agradecemos la compañía no de un buen profesional de la salud, sino de un profesional de la salud bueno.

 

R.III

 

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Este texto apareció en la revista Nuestra Revista, n. 28 de enero de 2019.

 

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Si te ha gustado esta entrada visita una reflexión sobre Comunicación, ética y salud.

 

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In God we trust(ed)

Llevo mucho tiempo sin alimentar el blog, sin embargo, la noticia de niños separados de sus familias por el hecho de ser inmigrantes sin papeles, me obliga a salir de este letargo. Se trata de un nuevo criterio del fiscal general estadounidense que impone desde el pasado abril “tolerancia cero” a las llegadas de personas «ilegales» al país. La idea es equiparar a cualquier extranjero indocumentado con delincuentes y así poder procesarlos judicialmente (aunque no tengan antecedentes penales). Como los niños no pueden ir a la cárcel, sobreviene de forma expedita dicha fractura familiar.

La noticia se hace viral debido a una grabación que muestra el llanto de algunos de estos niños alejados de sus familiares. En el audio se puede escuchar las súplicas de los menores y el desamparo que están viviendo. Las presiones internacionales y nacionales (no sólo demócratas, también republicanos) han llevado a Donald Trump, este pasado miércoles (20 de junio), a tener que dar marcha atrás con esta política inhumana, aunque yo sigo sin salir de mi estupefacción. Cómo no hacerlo, cuando se estima en dos mil niños los que han sido separados de sus padres en lo que lleva en vigor esta política.

Considero que ya no sólo los estadounidenses deberían asumir la responsabilidad de apartar a este dirigente del poder, sino que los ciudadanos de otros países deberíamos comenzar a tomar cartas en el asunto. Por un lado, los habitantes de este país norteamericano deberían sentir vergüenza de que Trump les represente, pues va en contra de todos los valores que se supone consolidan a su nación. No puede ser que un país que pone en sus billetes “in God we trust” o que considera la libertad como uno de sus pilares fundacionales, permita este tipo de atropellos. Pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados los que presenciamos desde otros países este tipo de medidas. ¿Acaso no hemos aprendido nada de la historia? Ya no sólo los discursos de Trump son equiparables de los de Hitler (porque hay que comenzar a llamar las cosas por su nombre), sino que ahora también son sus acciones y las de sus colaboradores las que nos recuerdan el Nacional Socialismo. ¿Que estoy exagerando? El que lo piense ya va siendo hora de que se quite la venda de los ojos. ¿A qué tenemos que esperar? ¿Guetos en los que se aparte a los inmigrantes? ¿Campos de concentración?

La gente que me conoce sabe que he decidido no pisar Estados Unidos desde que está Trump en el poder. Muchos me dicen que no debería ponerme así, porque finalmente también hay muchos americanos que están en contra de él. Pues sigo esperando a que esa gente se movilice de verdad y saque a este sujeto de la Casa Blanca. Mientras tanto, a mí no se me ha perdido nada en ese país que ahora mismo me huele a decadencia.

R.III

 

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Si te interesa saber mi postura sobre la inmigración puedes leer El mundo es un barco.

 

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Ni apocalíptico, ni integrado

No quiero parecer un apocalíptico del tema de las nuevas tecnologías, pero desde luego no me voy a someter bajo el concepto de integrado (por usar los términos de Umberto Eco), así sin más. Por lo menos, no sin antes contar algo que me hizo reflexionar las pasadas Navidades. Festejé dos veces la entrada de año. La primera fue a las cinco de la tarde, hora de México, cuando en España se brindaba por la llegada del 2018. En la casa de Madrid se montó una buena juerga a la que pude asistir en tiempo real y en “manos libres” gracias al whats app. La segunda entrada del año la experimenté en persona, en horario mexicano, con una fiesta un poco más modesta. Sin embargo, no es sobre la relatividad del espacio-tiempo de lo que quiero hablar, ¿o sí?

Es indudable que el uso del teléfono móvil ha cambiado nuestra conducta social, pero a veces no somos del todo conscientes cuánto. De hecho, en ocasiones es necesario que te des de bruces con esa fotografía esperpéntica que brinda una reunión familiar donde el silencio cobra completo protagonismo. Imagínense una abuela, padres, tíos, primos (y otros términos de la nomenclatura de parentescos) reunidos en una habitación, pero todos ensimismados con su dispositivo móvil. Pues así fue mi Noche Vieja. Vale que el silencio se intercalaba con algunas conversaciones ocasionales, pero en ese lugar existían dos interacciones simultáneas: una personal y otra(s) a distancia. Memes, felicitaciones, comentarios sobre las vivencias “reales” y sendos mensajes inundaban el whats app, el messanger u otras aplicaciones de los teléfonos. ¿Sólo pasó en mi familia? No lo creo ¿Quién no vivió, aunque fuera en algún momento a lo largo de la noche, la escena de arriba en su cena de Navidad o en la entrada de Año Nuevo?

¿Por qué este afán de estar en un sitio y en otro a la vez? Quizá, porque ahora lo podemos hacer.

Como digo al comienzo de esta reflexión, aquí no voy a decir que nos estamos deshumanizando o que nuestras relaciones se han hecho más frías y de peor calidad. No obstante, está claro que nuestra idea sobre la presencialidad ha cambiado. No nos conformamos con las experiencias directas, sino que, presas de un súbito aburrimiento moderno, necesitamos estar en contacto con otras realidades ajenas a nuestro contexto referencial. Queremos escuchar lo que nos cuenta nuestro interlocutor (el personal), pero si me vibra el móvil, una fuerza (a veces incontrolable) me invitará a mirar mi teléfono para ver qué me dice ese otro interlocutor virtual. Aunque haya gente que lo considere una falta de educación, el uso de los dispositivos móviles está cada vez más aceptado (¿debería decir normalizado?) en nuestro día a día. Nadie se sorprendería de que la persona con la que mantenemos una charla eche una ojeada a su teléfono de vez en cuando. Puede ser molesto si la persona no sigue la conversación, pero mientras esto no suceda, ¿qué de extraño habría en esa conducta?

Nos molesta que nuestros alumnos miren sus teléfonos en clase e incluso sus ordenadores. Consideramos que están metidos en alguna página web, chateando con alguien o viendo sabráDiosqué, en lugar de atendernos o estar tomando apuntes. Y lo más seguro es que no nos equivoquemos; seguro que sí están chateando (o cosas peores).  No es raro que yo mismo o cualquiera de mis colegas atienda a sus mensajes mientras estamos en la conferencia de algún compañero (¿eso lo escribí o lo pensé?). No nos mintamos, la mayoría nos hemos dejado seducir por esa gran posibilidad de estar en dos o más sitios a la vez.

El otro día comencé a ver esa serie que llevaban años recomendándome: Black Mirror. El segundo capítulo de la primera temporada plantea un mundo en el que prevalece una interacción virtual (por medio de avatares) sobre una real que es más bien horrible. Las relaciones interpersonales son pocas o nulas y las personas trabajan «pedaleando» todo el día para poder mejorar su avatares. No digo más para no ser un spoiler. La vi con R.IV, mi hijo (catorce años), quien consideraba que este mundo distópico era una exageración; que ninguna sociedad querría vivir así. Curioso comentario de un adolescente al que recogí a la mañana siguiente en un parque, rodeado de otros chicos (sus amigos) con los que no mantenía una conversación, puesto que cada uno se divertía controlado el avatar en un juego desde su teléfono móvil. Aunque, por otro lado, ese juego les permite interactuar, paradójicamente, con individuos en otras partes del planeta en tiempo real. ¿Qué tan lejos estamos de la sociedad que propone Black Mirror? ¿Quién está leyendo estas líneas mientras mantiene otro tipo de interacción (real o virtual)?

R.III

 

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Las malas noticias llegan en la madrugada

No es una ley, pero cuando suena el teléfono en la noche (después de la 1 a.m.) se puede presagiar una desdicha. Recuerdo cuando mi padre, médico de profesión, recibía llamadas a esas horas. Era habitual que se tratara de alguno de sus pacientes en estado grave o, incluso, al filo de la muerte. Tengo la opaca remembranza de él vistiéndose, cogiendo el maletín que contenía su instrumental y salir de casa a mitad de la noche. Debe ser más bien una invención de mi mente, porque yo a esas horas debería estar durmiendo apaciblemente. Aun así, es cierto que fueron muchas las veces que se vio obligado a salir para atender alguna emergencia. Esas llamadas tal vez suponían una dolorosa agonía, la preocupación por el estado de un familiar enfermo, la impaciencia de una espera que parecía infinita o incluso la antesala de un duelo. Pero esas malas noticias se amortiguaban desde mi perspectiva infantil bajo el  velo (egoísta) de la desgracia ajena y anónima.

      Esto no siempre fue así. También tengo muy presente una noche que sonó el teléfono y mi madre contestó. Al principio aparentaba responder algunas preguntas y después su semblante mudó. Al cabo de pocos segundos comenzaron a brotar lágrimas y, tras colgar el auricular, el llanto se pronlogó por un espacio que no sabría calcular. Fue mi primer encuentro con la muerte (o mínimo, el primero que recuerdo). En esa llamada se le comunicaba que su padre, mi abuelo, había fallecido en un accidente automovilístico.

      Algunos años más tarde sucedió algo parecido. Otra llamada avisaba del estado crítico de mi abuela. Mi madre decidida a viajar esa misma noche hasta la ciudad donde ella vivía, no pudo ganar terreno al inexorable destino. Una segunda llamada, recibida poco después, comunicaba su muerte.

    Cuántas historias trágicas no se encuentran del otro lado de la línea telefónica. Llamadas que avisan de accidentes, robos, muerte o cualquier otro tipo de percance. No hay persona exenta a este tipo de desventuras. Cada cual podría relatar alguna ingrata experiencia o amarga noche nacida por un simple aviso de pesadumbre.

     Cuando se rompe el silencio de una noche serena por el sonido del teléfono es muy probable que sea el anuncio de una mala noticia: un amigo en la cárcel, la muerte de un familiar, una funesta consecuencia de algún desastre natural, un choque, un atropello… ¿Por qué nunca suena a esa hora para decirnos alguna buena noticia? La boda de un conocido, el contrato de un trabajo, el regreso de un ser querido o la confirmación de una cita esperada. ¿Por qué las buenas nuevas son siempre a la luz del día?

      Ayer sonó el teléfono a las tres de la madrugada y el nerviosismo se apoderó de mí. Inmediatamente llegué hasta el artefacto, que no paraba de sonar, y titubeé en atender la llamada…

…Sigo preguntándome si debí atenderla.

 

R.III

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Basado en el primer artículo que escribí en mi vida. Un texto que hice para Expresión el periódico universitario que más tarde dirigí en la Universidad del Valle de México, campus Lomas Verdes.

 

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Si les ha gustado esta entrada, no dejen de visitar Fue un 4 de julio.

 

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Las águilas de Zeus

 Discurso de clausura de los cursos de verano del Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Antonio de Nebrija, 27 de julio 2017

Me he dado cuenta de que una de las cosas que más me gusta hacer en la vida después de escribir, y de algunas otras actividades de carácter hedonista, es dar clases de literatura. Algunos de mis amigos cercanos aseguran que este gusto se debe al hecho de que me encanta hablar y ser escuchado (de hecho, ellos dicen textualmente que me gusta oírme a mí mismo) y mucho más si el tema está relacionado con la literatura. Claro, cuando uno da clases puede explayarse sobre cualquier tema y los alumnos no tienen más remedio que escuchar.

Ahora me doy cuenta de que los discursos de clausura también sirven muy bien para este fin.

Aunque esta hipótesis podría ser correcta, lo cierto es que existen otras razones de mayor peso. Primero porque la literatura es uno de los grandes bienes del ser humano. Los alumnos que han pasado por mis clases saben que defiendo la idea de que la literatura es la disciplina más importante (por encima de la física, la medicina, la psicología, cualquier ingeniería; por encima de todo). Para poder defender mi postura necesitaría más de los diez minutos que tengo para poder dar este discurso así que sólo puedo mencionar que la Literatura nos habla sobre las cosas importantes de la vida y que de otra manera sería difícil conocer por, según cuenta Wittgenstein, su carácter inefable. En otras palabras, rebasa los límites del lenguaje y por ende rebasa los límites del conocimiento. Me refiero a temas como el amor, la justicia, la amistad, la verdad, etc.

Esta es una razón, pero la más importante es que dar clases de literatura me permite estar rodeado de ustedes… los alumnos que año tras año vienen al Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Nebrija. Los alumnos que vienen a mis clases de literatura son, sin más, una gozada. Muy en especial aquellos que vienen en verano. Se trata de un perfil de alumnos entusiasta, creativos, inteligentes, qué digo inteligentes, brillantes y siempre sonrientes. No sé a qué se debe, quizá a que tan sólo vienen por un mes o dos… no lo sé. Lo certero es que cuando están aquí se quieren comer el mundo. Y eso me llena de energía, porque me acuerdo de mi propia juventud. Tanto que no puedo dejar de recordar la película Noviembre de Achero Mañas que termina con la lapidaria frase: “Antes luchaba por cambiar el mundo, ahora lucho porque el mundo no me cambie a mí”. Pues cuando estoy con ustedes, queridos alumnos, siento que sigo siendo capaz de cambiar el mundo, un deseo que espero ustedes también sientan.

Por eso me gusta que vengan a estudiar a España, porque lo que pueden aprender aquí les va a ayudar en este propósito. Y no se trata sólo de aprender otra lengua. Se trata de poder conocer otro país, no como turistas, sino viviendo en él y salir así de la zona de confort. Esto les ayudará a entender otras culturas (no sólo la española) y el entendimiento entre culturas es muy necesario en estos días aciagos.

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Delfos fue una de las principales ciudades de la Grecia Clásica. En épocas antiguas era el lugar del oráculo de Delfos, dentro de un templo dedicado al dios Apolo. Según cuenta el mito, Zeus envió dos águilas direcciones opuestas a la misma velocidad. Como consideraban que el universo era esféricos, era evidente que estas dos águilas se encontraran en algún punto. Ese sitio sería el centro de la tierra y ahí es donde debería estar el oráculo. Delfis significa matriz. La idea es pensar en la matriz como el centro del mundo.

China en chino se dice Zhongguo, pidos disculpas a los alumnos chinos presentes, mi chino está un poco oxidado. El primer carácter zhōng (中) significa «centro», «medio» y guó (國) significa «Estado», «país. Literalmente sería nación del centro

Finalmente Cuzco, por otro lado, es el nombre de una ciudad Inca situada en Perú. La tradición afirma que significa centro, ombligo, cinturón en quechua antiguo.

¿A dónde quiero llegar?

Pues a que todos estos ejemplos muestran que aunque sean culturas muy distintas y de tiempos diferentes, ya sean íncas, antiguos griegos o chinos; todos han considerado que su tierra era el centro del mundo. En otras palabras: “El universal cultural, por excelencia, es pensar que la plaza del pueblo de uno es el centro del planeta”. Y no es raro que pensemos esto, de igual manera, el universal psicológico es pensar que cada uno de nosotros somos las personas más importantes. Para que no suene tan fuerte, podemos decir que pensamos que somos los protagonistas de nuestra vida y es complicado no hacerlo.

Sin embargo, con el tiempo conocemos otras personas y vemos que ellos también son protagonistas de su vida y recibimos una cucharada de humildad. De la misma manera, viajar nos hacer ver que el mundo es más grande de lo que pensábamos y que ese centro no existe. Sobre todo cuando podemos tener una estancia internacional de estudios o de trabajo. Ahí nos damos cuenta de que hay otras formas de vivir la vida y que son tan válidas como la nuestra, aunque a veces nos parezcan extrañas. Convivimos con personas de otras culturas y terminamos entendiéndonos con ellos.

Me recuerda el fragmento de poema que escribí hace unos años a R.IV que se llama

Aforismos a Ramón IV

Confío en que comprendas lo absurdo de las banderas

la necedad del ser humano

al imponer límites geográficos, raciales

e incluso familiares

 

confío en que rehúyas de los himnos de toda índole

y que construyas tu identidad con criterios amplios

 

que tus raíces nutran el árbol de tu vida

pero sin aprisionarlo

que permitan que su tronco crezca con solidez

hacia cualquier horizonte al que se incline

[sigue…]

Ustedes se llevan esa enseñanza. Aunque a lo mejor no lo saben todavía, ustedes ya son más tolerantes, más flexibles, más empáticos y más humildes. Estos rasgos les permitirán cambiar el mundo o por lo menos intentarlo. Es de verdad un gran placer haber coincidido con algunos de ustedes, aprender de ustedes y cargarme de esta energía tan positiva que gano cada vez que doy clases de literatura.

 

R.III

 

 

 

 

Agradezco las fotos a la ágil mano de Zaida del Rio, y a los estudiantes Gaudi y Lenadro que llevaban teléfonos de alta gama para cristalizar estos recuerdos.

 

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de leer El poder de las palabras

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©R.III

 

 


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