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COVID-19: una cucharada de humildad

“Ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. […] Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”.

Albert Camus, La peste

 

Aunque seguro que hubo personas muy “inteligentes y visionarias” (curioso que cada vez aparecen más), lo cierto es que yo fui uno de los que minimizaron el impacto del Coronavirus. Y no estoy hablando de diciembre, este pensamiento se mantuvo hasta hace tan sólo un par de semanas (incluso menos).  Nunca pensé que fuera necesario el aislamiento social que estamos viviendo, que la tasa de contagiados y de fallecidos por el virus creciera tan dramáticamente y que nuestro sistema sanitario y, sobre todo, los profesionales de la salud se vieran tan saturados y expuestos por la falta de medios.

Al igual que muchas otras personas con las que compartí opiniones por redes sociales y conversaciones informales supuse que todo era una exageración. Me creí, sin contar con mucha evidencia, que había ocultos intereses políticos y económicos detrás de la alarma, que el virus se mantendría lejos y que no tendría casi impacto en España, que se trataba de una enfermedad poco letal, y también creí en la interpretación de esas estadísticas de decían que el COVID-19 mataba menos personas que, por ejemplo, una gripe común. En fin, en pocas palabras, viví confiado de que ese virus no nos iba a hacer daño. Pero no fui el único y por eso me ha gustado la honestidad con la que el periodista Carlos Miguélez se expresa en su última columna y en la que me estoy inspirando.

Y claro que el COVID-19 nos va a hacer daño, no sólo por las personas que están enfermando y falleciendo, sino por el impacto económico que esta crisis va a suponer. Pero no vengo a hablar aquí de estos temas, sino de mostrar la falta de humildad que nos caracteriza. Hemos visto este virus con el desprecio de un problema que a nosotros no nos podía afectar. Igual que vemos las guerras que pasan en lejanos países, el hambre que acosa a millones de personas o la violencia que se salda con vidas en cifras dramáticas en otros lugares del mundo. Y ahora nos ha tocado a nosotros y nos deja ver nuestra vulnerabilidad. Nosotros que hablábamos de esos conflictos acontecidos en lejanos recónditos del globo desde la comodidad de nuestras universidades, cafeterías, bares, ahora nos enfrentamos a un problema que nos obliga a cambiar radicalmente nuestra forma de vida.

Por eso es importante, ahora más que nunca, cuidar la salud mental. Van a ser días complicados, porque nuestra sociedad no está acostumbrada al confinamiento. Cada día nos anuncia una novedad, porque no existen precedentes similares al contexto que vivimos. Habrá que adaptarse al cambio constante e inopinado. Va a ser difícil, porque esta situación supone la pérdida del control al que nos habíamos acostumbrado. Día tras día los acontecimientos nos demostrarán que todavía no afianzamos ese control. Por eso, hay que tratar de cuidarnos mentalmente, para sobrellevar lo mejor posible esta situación. Y, con suerte, pronto todo llegará a su fin y podremos volver a una actividad normal.

Al contrario de lo que pasa en La peste de Albert Camus, me alegra presenciar más solidaridad, buen ánimo y respeto a la ley de lo que podría esperarse. También es cierto que esto sólo acaba de empezar, habrá que esperar a ver si esa positividad se mantiene o si comienzan a aflorar esa oscuridad que caracteriza a la especie humana.

Sobre todo, espero que cuando esto pase, hayamos aprendido un poco de humildad. Que seamos más compasivos con aquellas personas que viven en su día a día estados de vulnerabilidad como el que estamos viviendo (incluso peores). Que tendamos la mano por responsabilidad ética a aquellos que huyen de conflictos mil veces más complejos, terribles e injustos de lo que nosotros estamos padeciendo hoy. En pocas palabras que aprendamos, además de humildad, la compasión, la empatía y la hospitalidad que nos merecemos unos a otros como parte de esa gran familia a la que llamamos humanidad.

 

R.III

 

Espero que pronto podamos volver a disfrutar de la primavera

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©R.III


Cambiar el mundo

Al final de la película Noviembre, de Achero Mañas, uno de los personajes dice una frase que me conmovió (parafraseo): “Antes luchábamos por cambiar el mundo, ahora lucho porque el mundo no me cambie a mí”. Aunque cuando la vi, se podría decir que yo seguía estando en la etapa de querer (y creer que podría) modificarlo; ya presentía que tarde o temprano me acercaría a ese momento en el que las presiones sociales (trabajo, familia, etc.), el tedio resultante de la cotidianidad, el exhaustivo camino de buscar sin encontrar y un creciente espíritu de resignación, me llevarían a alejarme de esa idea romántica que perseguía hacer del sitio que habito, un lugar mejor para vivir. Aunque huya mi mirada de ese camino recorrido, debo admitir que ya he llegado a ese punto: el desencuentro de lo que soy y lo que quería llegar a ser. Afortunadamente sigue existiendo ese empecinamiento por intentar ser el mismo de antes; continuar siendo recto, solidario, humano. Pero humildemente—o tal vez derrotado— he de aceptar que poco podré hacer desde mi posición por cambiar esta sociedad corrupta, enferma y hostil. No creo tampoco haber tirado la toalla; y si lo he hecho, siempre he terminado recogiéndola. Pero algo ha cambiado.

               Una de las razones por las que me gusta mucho dar clases es por el hecho de estar rodeado de personas jóvenes. En ellos se encuentra la fuerza y la esperanza. Cuando los más motivados vienen y me muestran lo que escriben, realmente están convencidos de llegar a ser grandes escritores, artistas, guionistas o filósofos. Yo también lo llegué a creer con mucha ilusión. Recuerdo que cuando vine a estudiar a España sentía tanta vitalidad y energía que creía poder comerme el mundo. En ese entonces solía decir, no sin cierta arrogancia, que ya estando en México consideraba que iba a realizar grandes obras, pero que dada la oportunidad de viajar a Europa, el horizonte de mi futuro se ampliaba, tan próspero, que no podía ya imaginar todo lo que lograría. El tiempo me ha mostrado que era un iluso; me enseñó la crudeza de los convencionalismos, de lo rutinario, de la inconstancia, pero sobre todo de la diferencia ontológica del universo onírico y del real; siendo éste último el que irremediablemente sabe imponerse sobre aquel.

                La juventud tiene ese empuje y ese es el motor de nuestra sociedad. Esa energía a veces llega a buen puerto, pero hay que ser constantes. Por eso no me gusta echar por tierra los anhelos que se agolpan en el espíritu de los alumnos cuando dirigen su pasión hacia algún proyecto. Pienso que mi infortunio no tiene por qué prolongarse también en ellos. Además, me he dado cuenta que aunque ya no tenga ese impulso para poner en marcha ambiciosas propuestas, a través de consejos, orientación y una buena provisión de ánimo, son ellos los que quizá consigan confeccionar esas “grandes” obras.

              También recuerdo—estoy reiterativo con el tema— que cuando llegué a España mucha gente fue muy generosa conmigo y me ayudó a ubicarme en esta nueva sociedad. A muchos de ellos no los he vuelto a ver y sé que no seré capaz de devolverles el favor. Sin embargo, he descubierto que ahora soy yo el que ayuda a otros que vienen, les intento proporcionar las nociones que necesitan para establecerse. Creo que ese es el orden universal. Hubo quienes pusieron las bases para que nosotros pudiéramos desarrollarnos y ahora nos toca a nosotros sentar los cimientos de aquellas generaciones venideras. Y hay que hacerlo al puro estilo de Antonio Gramsci que decía que era un pesimista teórico, pero un optimista práctico. O sea, está bien señalar los problemas de nuestro entorno, pero no se puede uno conformar con esas quejas de cafés literarios o filosóficos; rodearse de otros que piensan como uno para criticar al unísono. No, hay que devolverle a nuestro mundo una creación o producto positivo, aunque sea modesto. Y si ya no tienes energía para hacerlo tú mismo, apóyate en los jóvenes. Guíales con tu experiencia por los caminos que les ahorren los baches que ya conoces.

                Mucha gente me habla de las crisis de los treinta, de los cuarenta, de los cincuenta. Es cierto que ir alejándose de la juventud nos entristece. Sin embargo, yo cuando cumplí mi trigésimo aniversario (hace ya casi un lustro) me di cuenta que por primera vez había tomado las riendas de mi vida. Que, a pesar de que ella me seguía imponiendo sus azarosos caminos, me podía conducir por ellos con mayor resolución. Y esa sensación de seguridad me gustó. Creo que eso lo brinda la experiencia, aunque también sea la que te hace más prudente; menos atrevido. Quizá soy un conformista; ya que he visto derrumbarse mis grandes esperanzas, me incluyo en las glorias que pueden conseguir aquellos que vienen atrás. Pero me gusta pensar que todavía puedo ofrecer algo. ¡Claro! Si no lo pensara no estaría escribiendo estas líneas. No estaría volviendo a una nueva etapa de Cuando el hoy comienza a ser ayer. O tal vez sólo sea una catarsis. Pues si lo es, además de funcionar y hacerme sentir un poco mejor, creo que me ayudará a seguir luchando para que el mundo no me cambie.

R.III

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¿Ciclo o espiral descendente?

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Lo que se esconde detrás de las ventanas


Reflexiones sobre el universo

Hay dos aspectos que me asombran sobre la naturaleza del universo. La primera es que en la actualidad consideramos que éste es homogéneo. Desde el polvo de estrella, hasta la mesa que sostiene el ordenador desde el que leéis estas palabras o, incluso, nosotros mismos; todo se compone de las mismas partículas subatómicas. Hasta donde sabemos, todas ellas son idénticas. Pero su unión forma átomos, estos átomos forman moléculas, de su unión se producen compuestos y así hasta formar sustancias o células, órganos, sistemas… objetos o seres vivos. ¿Qué es lo que ocasiona que esas partículas idénticas formen seres tan distintos? Parafraseando a Ernesto Cardenal: pensar que todo es debido al azar requiere de un acto de fe tan grande como el de pensar que todo es obra de un diseño superior. Quizá lo más prudente sea asumir que esta respuesta no atañe a la mente humana.

 

 

Por otro lado, me encanta la idea de la interrelación de estos objetos en el universo. Según Edward Lorenz (creador de la teoría del caos) todo en el universo está interrelacionado por una concatenación de causas-efectos que lleva a que la alteración más minúscula pueda ocasionar el cambio más significativo. De ahí que el aleteo de una mariposa puede crear un tsunami en el otro lado del mundo. Levantarse diez minutos antes o diez minutos después pude cambiar nuestro día, nuestro año o nuestra vida. Todas las variables que nos rodean participan de forma significativa en nuestro desarrollo. Incluso, con una reflexión intensa se puede seguir el rastro hacia atrás de lo que nos ha llevado a este punto en el que nos encontramos. Lo malo, es que ni el ordenador más potente, podría nunca asumir todas las variables para encaminar el rastreo en sentido contrario y predecir lo que se avecina.

 

Especialmente por esa otra ley de la termodinámica que dice que tendemos a la entropía; o sea, al caos. Cuando un vaso se cae de la mesa y se rompe al estrellarse en el suelo, se desprende una presión, calor, influye en el acto la fuerza de la gravedad, la de fricción, etc. Pues aunque toda esta energía (calor, presión, etc.) la pusiéramos en común, justo en la misma magnitud en la que se produjo cuando el vaso se despedazó, lo cierto es que eso añicos de cristal jamás se unirían y subirían hacia la mesa dejando el vaso intacto.

 

Pero volviendo al tema. Si la teoría que afirma que el universo es homogéneo y la teoría del caso son ciertas ¿por qué nos empeñamos en marcar constantemente diferencias? Estos dos aspectos de la naturaleza nos invitan a pensar que todo lo que hay en el universo, no sólo es idéntico en esencia, sino que además todo está mucho más unido de lo que parece. Por eso es que hay que poner especial cuidado en nuestras acciones para que se encaminen a la protección de todo lo que nos rodea; personas, animales y naturaleza en general. Y para conseguir esto hay que ser humilde. Hay que saber que incluso la acción más insignificante puede revolucionar nuestro entorno. Cuando no sólo entendamos estas dos teorías, sino que las interioricemos, viviremos más en armonía, protegeremos más nuestro hogar (el universo) y, por ende, cuidaremos mejor de nosotros mismos.

R.III

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