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El ocaso de la amistad

Llega un punto en la vida en que uno echa la vista atrás y se da cuenta de que las emociones que experimentamos en esas múltiples aventuras con nuestros amigos, ya no las volveremos a vivir. Comprendemos también, y con pesar, que las mejores amistades fueron aquéllas que se consolidaron en la juventud y que, incluso éstas, paulatinamente, han perdido su intensidad. No es que en la madurez se carezca del cariño, cuidado, atención y complicidad que brinda una amistad, pero algo ha cambiado. La vida continúa y en el horizonte un atisbo de alegría nos sigue esperando, pero con languidez sospechamos que los mejores años de nuestra vida ya han pasado.

            Nuevas amistades tropiezan a nuestro paso, pero las relaciones son más asépticas. Con ellos disfrutamos, bebemos, dibujamos sonrisas en nuestros rostros de rasgos habituados, nos interesamos y somos interesantes, descubrimos y nos descubren, viajamos y aprendemos tantísimas cosas que valen la pena. Sin embargo, todo lo hacemos desde ese cómodo entablado que nos imprime la madurez. Ese estado que todo lo mide y sopesa; en el que lo natural aflora a cuentagotas, como para no molestar. La vida pierde el brillo que da la imprudencia.

¡Qué fácil nos parece ahora la vida de nuestra juventud! ¡Qué pocas responsabilidades! ¡Cuántas alegrías! Cada día podía tocar a tu puerta la sorpresa de un amigo y cuántas risas; una risa fácil, espontánea, explosiva. También las lágrimas y las enemistades parecían más intensas. ¡En cuántos vasos de agua no habré naufragado! Un guiño, una llamada, un grito, un suspiro, cada pequeño detalle nos avisaba de la oportunidad del paroxismo y de la levedad. El júbilo entraba por la puerta grande y era el regalo del día a día. Ellos, tus amigos, estaban siempre dispuestos para ti y tú lo estabas para ellos. Ahora, tu trabajo, tus hijos, tu pareja, tus nuevos pasatiempos, todo parece tener una dimensión sustancial, densa como el plomo, para interponerse entre tú y ellos; entre ellos y tú.

Y nos decimos –nos engañamos- que ellos no han cambiado, cuando ya nosotros tampoco somos los mismos, como diría Neruda. No queremos reconocer la tremenda pérdida: la distancia que ahora nos separa; la risa que ya ha dejado de ser explosiva; la ausencia de esas locas ocurrencias que no se sabe cómo siempre alcanzaban un buen fin; la merma de un valor que antes nos llevaba a encararnos frente a todo aquel que osara criticar a uno de los nuestros; la carencia de importancia que ahora damos a esas copas que solucionaban cualquier entramado amoroso; el olvido de lo que algún día significó llorar unas lágrimas que no salían de nuestros ojos.

Pero cuando finalmente sobreviene el encuentro; cuando conseguimos vencer la abulia que engrandece las tontas excusas y tenemos a un amigo frente a frente, el engaño nos deja de importar. Entonces nos reímos, nos divertimos, nos confesamos y volcamos todas esas frustraciones y alegrías que acompañan nuestra cotidianidad. Por un instante ese sentimiento se percibe en sintonía con el de antaño. Quizá sea cierto que cuando crecemos valoramos más la calidad que la cantidad, ¿o será otra vieja farsa? Lo que es verdad es que, por ese instante, volvemos a ser incautos y encontramos consuelo en sus ojos. Soplos, lugares, menudencias, diría alguno, pero cómo las sabemos aprovechar. Y ellos, los amigos, te estrechan como antes y tú te regocijas. Y pese a todo lo vivido, no dejamos pasar la oportunidad de volver a soñar.


COVID-19: una cucharada de humildad

“Ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. […] Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”.

Albert Camus, La peste

 

Aunque seguro que hubo personas muy “inteligentes y visionarias” (curioso que cada vez aparecen más), lo cierto es que yo fui uno de los que minimizaron el impacto del Coronavirus. Y no estoy hablando de diciembre, este pensamiento se mantuvo hasta hace tan sólo un par de semanas (incluso menos).  Nunca pensé que fuera necesario el aislamiento social que estamos viviendo, que la tasa de contagiados y de fallecidos por el virus creciera tan dramáticamente y que nuestro sistema sanitario y, sobre todo, los profesionales de la salud se vieran tan saturados y expuestos por la falta de medios.

Al igual que muchas otras personas con las que compartí opiniones por redes sociales y conversaciones informales supuse que todo era una exageración. Me creí, sin contar con mucha evidencia, que había ocultos intereses políticos y económicos detrás de la alarma, que el virus se mantendría lejos y que no tendría casi impacto en España, que se trataba de una enfermedad poco letal, y también creí en la interpretación de esas estadísticas de decían que el COVID-19 mataba menos personas que, por ejemplo, una gripe común. En fin, en pocas palabras, viví confiado de que ese virus no nos iba a hacer daño. Pero no fui el único y por eso me ha gustado la honestidad con la que el periodista Carlos Miguélez se expresa en su última columna y en la que me estoy inspirando.

Y claro que el COVID-19 nos va a hacer daño, no sólo por las personas que están enfermando y falleciendo, sino por el impacto económico que esta crisis va a suponer. Pero no vengo a hablar aquí de estos temas, sino de mostrar la falta de humildad que nos caracteriza. Hemos visto este virus con el desprecio de un problema que a nosotros no nos podía afectar. Igual que vemos las guerras que pasan en lejanos países, el hambre que acosa a millones de personas o la violencia que se salda con vidas en cifras dramáticas en otros lugares del mundo. Y ahora nos ha tocado a nosotros y nos deja ver nuestra vulnerabilidad. Nosotros que hablábamos de esos conflictos acontecidos en lejanos recónditos del globo desde la comodidad de nuestras universidades, cafeterías, bares, ahora nos enfrentamos a un problema que nos obliga a cambiar radicalmente nuestra forma de vida.

Por eso es importante, ahora más que nunca, cuidar la salud mental. Van a ser días complicados, porque nuestra sociedad no está acostumbrada al confinamiento. Cada día nos anuncia una novedad, porque no existen precedentes similares al contexto que vivimos. Habrá que adaptarse al cambio constante e inopinado. Va a ser difícil, porque esta situación supone la pérdida del control al que nos habíamos acostumbrado. Día tras día los acontecimientos nos demostrarán que todavía no afianzamos ese control. Por eso, hay que tratar de cuidarnos mentalmente, para sobrellevar lo mejor posible esta situación. Y, con suerte, pronto todo llegará a su fin y podremos volver a una actividad normal.

Al contrario de lo que pasa en La peste de Albert Camus, me alegra presenciar más solidaridad, buen ánimo y respeto a la ley de lo que podría esperarse. También es cierto que esto sólo acaba de empezar, habrá que esperar a ver si esa positividad se mantiene o si comienzan a aflorar esa oscuridad que caracteriza a la especie humana.

Sobre todo, espero que cuando esto pase, hayamos aprendido un poco de humildad. Que seamos más compasivos con aquellas personas que viven en su día a día estados de vulnerabilidad como el que estamos viviendo (incluso peores). Que tendamos la mano por responsabilidad ética a aquellos que huyen de conflictos mil veces más complejos, terribles e injustos de lo que nosotros estamos padeciendo hoy. En pocas palabras que aprendamos, además de humildad, la compasión, la empatía y la hospitalidad que nos merecemos unos a otros como parte de esa gran familia a la que llamamos humanidad.

 

R.III

 

Espero que pronto podamos volver a disfrutar de la primavera

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El día que ya no hizo falta quemar libros

Es de sobra conocido que los libros a veces suponen una amenaza. Muchos regímenes han procurado la quema de aquellas obras consideradas contrarias a su ideología: la quema de códices mayas a manos del sacerdote Diego de Landa, la de libros en la Coruña en 1936 por parte de los falangistas o la de los textos judíos quemados por el régimen Nazi son tan solo unos ejemplos. Estas hogueras intelectuales han quedado retratadas también en la literatura; baste recordar el clásico Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o El nombre de la rosa de Umberto Eco. El fuego como elemento curativo, redentor, disuasorio y opresor. Es decir, una llama que elimina la plaga de la idiosincrasia disidente, que redime al enemigo sometido desde su pedestal autoritario, que advierte a próximos creadores y que impone su poder como nueva realidad.

Desde nuestro presente resulta paradójico tomarse tantas molestias.  Lo único que había que hacer era brindar a la gente otras fuentes de entretenimiento: móviles, internet, videojuegos. No hacía falta mucho más para que las personas se olvidaran de los libros.

Todos los años pregunto a mis alumnos universitarios cuántos libros leen al año. Comienzo pidiendo que levanten la mano los que leen más de cincuenta. Más que manos alzadas me encuentro con risas, murmullos, incredulidad, “¡nadie lee tanto!”, alguno espeta. Si preguntara por series de Netflix seguro que no habría tanta sorpresa. Bajo la cifra y pregunto que quién lee de cuarenta a cincuenta. Todavía nadie. Hace unos años ya veía manos levantadas cuando entrábamos en la cifra de treinta a cuarenta. Unas pocas, pero por lo menos se alzaban bajo el asombro de sus compañeros. Pero en los últimos años ya no sucede y cuando pasa es quizá una mano la que tímidamente sube, pues no quiere sobresalir. De veinte a treinta tampoco consigue mejores resultados y es hasta que comienzo a preguntar de diez a veinte o de cinco a diez cuando ya hay más personas que se animan subir sus brazos. Siempre hay alguno que con ostentación levanta la voz para admitir que no lee ninguno. Yo suelo decir que no es motivo de orgullo, pero no creo generar el efecto vergonzante que persigo.

No puedo evitar sugerir que como universitarios deberían leer por lo menos cincuenta libros al año. No es para tanto, supone tan sólo leer un poquito más de cuatro libros al mes. ¡Todavía más sencillo! Sólo se trata de un libro a la semana. Lo sé, el pretexto es el tiempo. Seguro que, si hay algún lector mirando esto, también achacará su falta de lectura a esa carencia de tiempo. Es verdad, a mí mismo me pasa factura todas esas horas que uno le debe a la cotidianidad: trabajo, pareja, compra, quehaceres, ocio (más bien bares que lectura), estudios, amigos, etc. Pues, aunque parezca mentira, en la universidad es cuando más tiempo se tiene para emplearlo en esta actividad. Esa fue la época cuando en lugar de leer cincuenta, podía llegar a leer ochenta.  Y no era el único: espero que estén mirando estas líneas Oscar (el chore), Emilio, Merino, Montiel, Héctor, Pirot… Seguro que asienten a estas palabras, pues también ellos alcanzaban o sobrepasaban esa cifra; quizá lo sigan haciendo. Hay pocas cosas tan gratificantes y lo que a uno le gusta, siempre se le encuentra el momento.

Por eso hay que ir siempre con una novela corta o un poemario en la mochila. El metro, el autobús, las salas de espera, las colas del banco. Cualquier instante es una oportunidad para sumergirse en una buena historia o dejarse seducir por una agradable lírica. Ningún recorrido o espera se hace larga. Pero tampoco se siente el suceder de los minutos, me dirán, cuando uno va ensimismado en las conversaciones de whatsapp, al recibir y reenviar memes, revisando cuántos likes has recibido por la última foto o derribando una columna entera de frutas de ese estúpido, pero absorbente jueguito….

Así que no, los libros ya no son una amenaza. Los regímenes facinerosos, por fin, pueden dormir tranquilos.

 

R.III

 

 

 

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si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar: A problemas filosóficos, decisiones salomónicas.

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Inflexión

En la vida hay puntos de inflexión. Algunas ocasiones son esas sorpresas del destino, pero la mayoría de las veces se debe a nuestras malas decisiones. Haber cogido el coche ebrio, gastar más dinero del que ingresas, no haber sabido poner límites a tus hijos, haber dejado de estudiar. Cada uno sabrá enumerar los fallos de su vida que le han llevado a ese escollo; a ese callejón sin salida. Dice Agota Kristof en Clause y Lucas: “cada uno de nosotros comete en su vida un error mortal, cuando nos damos cuenta lo irreparable ya se ha producido”. Esa bienaventuranza que creías que los dioses habían preparado para ti se te cae de las manos, se rompe y eres incapaz de rearmar los pedacitos.

Como pasa en los sueños, uno quisiera despertar y sentirse reconfortado. Haberse liberado, aunque sea en el subconsciente, de todas esas porquerías que te depara el día a día. Así que te vas a la cama e intentas dormir. Sin embargo, al otro día el sueño no ha sido reparador. La realidad y tus equivocaciones siguen ahí atosigándote. Miras al futuro con un atisbo de indiferencia, miras al pasado con pesar. Una punzada que no es de dolor se te instala en un costado del cuerpo; Víctor Roura diría que es el vacío. Una sensación como la de Alicia en el País de las maravillas de hallarse perdido se apodera de tu espíritu. Estás en un bosque oscuro y llorar no te ayuda a encontrar el sendero que te saque de ahí.

Pero es que en la vida no hay un solo camino; no hay un único modo de encontrar la salida. Por eso es que en los momentos de mayor desasosiego uno tiene que tener mayor disposición. Abrir mejor los ojos y los oídos. Porque como dice el proverbio: la oportunidad suele tocar a la puerta muy quedito. Hay que ser creativo para fabricarte esa oportunidad y valiente para cruzar el umbral cuando lo encuentras. Como le decía el gato a Alicia, lo bueno de no saber a dónde ir, es que cualquier vía puede ser la adecuada. Estás en ese punto de inflexión, así que deja de echarte las manos a la cabeza y comienza a caminar.

Quizá, después de todo, sí que ha sido un mal sueño. ¡Despierta!

R.III

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de leer Contrastes

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In God we trust(ed)

Llevo mucho tiempo sin alimentar el blog, sin embargo, la noticia de niños separados de sus familias por el hecho de ser inmigrantes sin papeles, me obliga a salir de este letargo. Se trata de un nuevo criterio del fiscal general estadounidense que impone desde el pasado abril “tolerancia cero” a las llegadas de personas «ilegales» al país. La idea es equiparar a cualquier extranjero indocumentado con delincuentes y así poder procesarlos judicialmente (aunque no tengan antecedentes penales). Como los niños no pueden ir a la cárcel, sobreviene de forma expedita dicha fractura familiar.

La noticia se hace viral debido a una grabación que muestra el llanto de algunos de estos niños alejados de sus familiares. En el audio se puede escuchar las súplicas de los menores y el desamparo que están viviendo. Las presiones internacionales y nacionales (no sólo demócratas, también republicanos) han llevado a Donald Trump, este pasado miércoles (20 de junio), a tener que dar marcha atrás con esta política inhumana, aunque yo sigo sin salir de mi estupefacción. Cómo no hacerlo, cuando se estima en dos mil niños los que han sido separados de sus padres en lo que lleva en vigor esta política.

Considero que ya no sólo los estadounidenses deberían asumir la responsabilidad de apartar a este dirigente del poder, sino que los ciudadanos de otros países deberíamos comenzar a tomar cartas en el asunto. Por un lado, los habitantes de este país norteamericano deberían sentir vergüenza de que Trump les represente, pues va en contra de todos los valores que se supone consolidan a su nación. No puede ser que un país que pone en sus billetes “in God we trust” o que considera la libertad como uno de sus pilares fundacionales, permita este tipo de atropellos. Pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados los que presenciamos desde otros países este tipo de medidas. ¿Acaso no hemos aprendido nada de la historia? Ya no sólo los discursos de Trump son equiparables de los de Hitler (porque hay que comenzar a llamar las cosas por su nombre), sino que ahora también son sus acciones y las de sus colaboradores las que nos recuerdan el Nacional Socialismo. ¿Que estoy exagerando? El que lo piense ya va siendo hora de que se quite la venda de los ojos. ¿A qué tenemos que esperar? ¿Guetos en los que se aparte a los inmigrantes? ¿Campos de concentración?

La gente que me conoce sabe que he decidido no pisar Estados Unidos desde que está Trump en el poder. Muchos me dicen que no debería ponerme así, porque finalmente también hay muchos americanos que están en contra de él. Pues sigo esperando a que esa gente se movilice de verdad y saque a este sujeto de la Casa Blanca. Mientras tanto, a mí no se me ha perdido nada en ese país que ahora mismo me huele a decadencia.

R.III

 

Trump

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Si te interesa saber mi postura sobre la inmigración puedes leer El mundo es un barco.

 

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Ni apocalíptico, ni integrado

No quiero parecer un apocalíptico del tema de las nuevas tecnologías, pero desde luego no me voy a someter bajo el concepto de integrado (por usar los términos de Umberto Eco), así sin más. Por lo menos, no sin antes contar algo que me hizo reflexionar las pasadas Navidades. Festejé dos veces la entrada de año. La primera fue a las cinco de la tarde, hora de México, cuando en España se brindaba por la llegada del 2018. En la casa de Madrid se montó una buena juerga a la que pude asistir en tiempo real y en “manos libres” gracias al whats app. La segunda entrada del año la experimenté en persona, en horario mexicano, con una fiesta un poco más modesta. Sin embargo, no es sobre la relatividad del espacio-tiempo de lo que quiero hablar, ¿o sí?

Es indudable que el uso del teléfono móvil ha cambiado nuestra conducta social, pero a veces no somos del todo conscientes cuánto. De hecho, en ocasiones es necesario que te des de bruces con esa fotografía esperpéntica que brinda una reunión familiar donde el silencio cobra completo protagonismo. Imagínense una abuela, padres, tíos, primos (y otros términos de la nomenclatura de parentescos) reunidos en una habitación, pero todos ensimismados con su dispositivo móvil. Pues así fue mi Noche Vieja. Vale que el silencio se intercalaba con algunas conversaciones ocasionales, pero en ese lugar existían dos interacciones simultáneas: una personal y otra(s) a distancia. Memes, felicitaciones, comentarios sobre las vivencias “reales” y sendos mensajes inundaban el whats app, el messanger u otras aplicaciones de los teléfonos. ¿Sólo pasó en mi familia? No lo creo ¿Quién no vivió, aunque fuera en algún momento a lo largo de la noche, la escena de arriba en su cena de Navidad o en la entrada de Año Nuevo?

¿Por qué este afán de estar en un sitio y en otro a la vez? Quizá, porque ahora lo podemos hacer.

Como digo al comienzo de esta reflexión, aquí no voy a decir que nos estamos deshumanizando o que nuestras relaciones se han hecho más frías y de peor calidad. No obstante, está claro que nuestra idea sobre la presencialidad ha cambiado. No nos conformamos con las experiencias directas, sino que, presas de un súbito aburrimiento moderno, necesitamos estar en contacto con otras realidades ajenas a nuestro contexto referencial. Queremos escuchar lo que nos cuenta nuestro interlocutor (el personal), pero si me vibra el móvil, una fuerza (a veces incontrolable) me invitará a mirar mi teléfono para ver qué me dice ese otro interlocutor virtual. Aunque haya gente que lo considere una falta de educación, el uso de los dispositivos móviles está cada vez más aceptado (¿debería decir normalizado?) en nuestro día a día. Nadie se sorprendería de que la persona con la que mantenemos una charla eche una ojeada a su teléfono de vez en cuando. Puede ser molesto si la persona no sigue la conversación, pero mientras esto no suceda, ¿qué de extraño habría en esa conducta?

Nos molesta que nuestros alumnos miren sus teléfonos en clase e incluso sus ordenadores. Consideramos que están metidos en alguna página web, chateando con alguien o viendo sabráDiosqué, en lugar de atendernos o estar tomando apuntes. Y lo más seguro es que no nos equivoquemos; seguro que sí están chateando (o cosas peores).  No es raro que yo mismo o cualquiera de mis colegas atienda a sus mensajes mientras estamos en la conferencia de algún compañero (¿eso lo escribí o lo pensé?). No nos mintamos, la mayoría nos hemos dejado seducir por esa gran posibilidad de estar en dos o más sitios a la vez.

El otro día comencé a ver esa serie que llevaban años recomendándome: Black Mirror. El segundo capítulo de la primera temporada plantea un mundo en el que prevalece una interacción virtual (por medio de avatares) sobre una real que es más bien horrible. Las relaciones interpersonales son pocas o nulas y las personas trabajan «pedaleando» todo el día para poder mejorar su avatares. No digo más para no ser un spoiler. La vi con R.IV, mi hijo (catorce años), quien consideraba que este mundo distópico era una exageración; que ninguna sociedad querría vivir así. Curioso comentario de un adolescente al que recogí a la mañana siguiente en un parque, rodeado de otros chicos (sus amigos) con los que no mantenía una conversación, puesto que cada uno se divertía controlado el avatar en un juego desde su teléfono móvil. Aunque, por otro lado, ese juego les permite interactuar, paradójicamente, con individuos en otras partes del planeta en tiempo real. ¿Qué tan lejos estamos de la sociedad que propone Black Mirror? ¿Quién está leyendo estas líneas mientras mantiene otro tipo de interacción (real o virtual)?

R.III

 

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Galería de retazos

Querido lector,

Quiero aprovechar esta ocasión para presentarle esta pequeña galería de retazos; una colección de imágenes con reflexiones aparecidas en Cuando el hoy comienza a ser ayer,  fragmentos de poemarios o cuentos de compendios inéditos. No se corte, si alguna le gusta, llévesela sin dudarlo. Basta pinchar sobre aquella que le guste, presionar sobre el botón derecho de su ratón y dar al “guardar como”.

Espero que estas imágenes, de las que habrá más, puedan volar y llegar a más personas. No habría nada que me causara más placer.

 

Gracias,

R.III

 

El silencio del retorno

El silencio del Retorno

La psicópata

La psicópata

Creador de mundos

Creador de mundos

(Un gran salto para Gorsky)

El ostracismo de los reyes magos

El ostracismo de los Reyes Magos

(publicado también en Revista Tarántula)

 

Pedazos del ser

Pedazos del ser

Reflexiones sobre el Universo

Reflexiones sobre el universo

 

Tu Imagen

Tu imagen

P.s.- No nos engañemos; no soy diseñador y eso se nota. Cualquier amable lector que sepa un poco más de esta disciplina y que quiera ofrecerse a darle más vida, o digamos, una mejor vida estética a estos retazos su ayuda sería muy apreciada.

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Decisiones

«Que la vida iba en serio

uno lo empieza a

comprender más tarde […]»

Jaime Gil de Biedma, No volveré a ser joven (fragmento)

 

Me gustan las tareas mecánicas, porque te permiten pensar. Por eso nunca me ha molestado que, en el reparto de las tareas de casa, me toque lavar los platos o aspirar el polvo. Incluso, en aquella época en la que tuve un jardín, pese lo arduo que resultaba a veces, disfrutaba cortando el césped. Durante un par de horas, a veces tres (dependiendo lo crecido que estuviera) echaba a volar mi imaginación y encontraba momentos liberadores. Se trata de conseguir un rato a solas con mis pensamientos y, ya de paso, despachar alguna de esas ineludibles faenas de la vida cotidiana.

En este sentido, conducir en carretera me resulta igual de placentero. Algunos de los problemas (o llamémosles inconvenientes, para no sobredimensionarlos)  con los que me he encontrado en los últimos años les he dado solución, o cuanto menos me he permitido verlos desde otra perspectiva, a lo largo de algún trayecto. Ir conduciendo, mientras escucho música, con un paisaje agradable y con los demás miembros del coche dormidos siempre ha sido inspirador. Y fue al volante, con rumbo a un apreciado destino, cuando se me ocurrió tomar esta decisión.

Llevo ya muchos años escribiendo y eso me ha permitido contar ya con algunos libros preparados, pero hasta la fecha no he conseguido que alguien apueste por ellos; no lo suficiente como para querer publicarlos. He invertido mucho tiempo poniéndome en contacto con editoriales, agentes literarios, etc., pero lo mejor que he obtenido han sido unas gentiles negativas. Dos editores han mostrado interés y, de palabra, me han asegurado que publicarían El anecdotario de un Breaking up, pero lo cierto es que después de un gran intercambio de correos, la empresa nunca se ha llevado a cabo. Supongo que en el fondo nunca estuvieron convencidos.

Ver tu nombre en un libro es el sueño de todo escritor inédito, sin embargo, en mi caso nunca he tenido prisa en publicar. Siempre he guardado la ingenua esperanza de que tarde o temprano lo conseguiría; por ello no he sucumbido a la autoedición y tampoco he querido tirar de contactos (lo cual me parece poner en un compromiso a queridos amigos a quienes quiero conservar como tal). Por fortuna todavía no cuento con esa imperiosa necesidad de ver mi nombre grabado en alguna portada, pero sí que estoy muy cansado de seguir invirtiendo tiempo a la caza y captura de una editorial que me resulte conveniente (porque también es cierto que no aceptaría cualquier tipo de contrato). Así que he tomado una decisión importante que quizá sentencie mi futuro como escritor.

He pensado que voy a comenzar a compartir los textos que tenía reservados para una editorial, a través de mi blog o quizá por otro medio gratuito. Prefiero que salgan a la luz a que mueran en un cajón. Y sobre todo, eso me va a permitir seguir escribiendo, pues en lugar de dedicar tiempo tras la pista de un mecenas, creo que podré invertirlo en lo creativo y en el trabajar aquellos textos que necesitan ese empujón para poder darlos por terminados. Sé que no me voy a ganar la vida como escritor, pero con poder mantener esta afición me puedo dar por bien servido. Y si los azares del destino me apartan de las letras, cuanto menos me quedarán esas tareas mecánicas que me permitan reflexionar.

En sintonía con lo dicho, aquí va un pequeñísimo adelanto de un poemario sobre el amor efímero que pronto verá la luz.

ǁAmor efímeroǁ

Busco conservar(te)
cierro los ojos
y atrapo tu mirada
a cada repetición la imagen muta
busco tu permanencia

¿sólo hay vacío?
¿un hueco en mi interior?
la inefable certeza de lo efímero

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Las emociones no desaparecen
las alojamos escondidas
en nuestro cuerpo

Te engañas en todo
creías [decías] que mi mirada
te devolvía tan sólo
el reflejo de tu deseo

¿cómo lo consigues?
tus ojos como llamas
tus incisivas palabras
mi deseo y mi culpa

deja que lo efímero triunfe por una vez

***

Escapaste a lo efímero
te felicito, amiga

lo inacabado
la promesa del deseo
nuestra [no] historia
jamás sucumbirá

no tiene los días contados
ni fecha de caducidad

vivirá ajena a la monotonía
sorteando el rastrojo
de lo perecedero

pero esta punzada de vacío
este sin vivir que no mata
dime, amiga
¿permanecerá?

 

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esa calle
esa canción
esa foto
se hacen añicos
y se empoza más
el charco de tu ausencia

R.III

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Si quieres leer un libro de relatos de Ramón Ortega (tres) pincha en el enlace Un gran salto para Gorsky. Lo puedes descargar en formato PDF de forma gratuita.

 

Si te ha gustado esta entrada prueba con Contrastes.

 

Si quieres puedes dejar algún comentario al final.

 

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Ideas de magnanimidad y la búsqueda de la plenitud

Uno de los principales problemas que tiene el hombre para poder alcanzar la felicidad es el conjunto de ideas de magnanimidad que le ha impuesto la sociedad. Me refiero a esa serie de conceptos arraigados en la cultura de occidente sobre aspectos cotidianos como las relaciones amorosas, la amistad, los objetivos personales, el empleo del tiempo, etc. Uso el término de “magnanimidad”, porque dicho concepto hace referencia a la perfección, lo verdadero, lo eterno y otras cualidades que por su elevado estatus sólo pueden considerarse magnánimas. Estas ideas han hecho mucho daño, porque desde pequeños se nos ha impuesto una serie de “estándares de calidad” para una serie de sucesos que se van presentando a lo largo de la vida de toda persona.

Un ejemplo puede ser encontrado en las relaciones de pareja. Generación tras generación, la sociedad ha estipulado que las relaciones íntimas satisfactorias son aquellas que consiguen la permanencia. En este caso no estoy haciendo referencia a ese otro espectro cultural que encasilla a las uniones bajo términos como noviazgo, matrimonio, estar arrejuntados u otros. En realidad el concepto de magnanimidad va más allá de cuestiones conservadoras o liberales que consideran una relación como sólida por el hecho de estar adscrita a un concepto religioso, civil o individual. En realidad lo que es común a todas es la concepción general e indisociable de temporalidad. Si una relación de pareja llega a su fin, es comúnmente visto como un fracaso. Ese enlace no triunfó, porque no era el correcto. En cambio aquella relación que perdura es vista como una unión exitosa. No importa que se haya disfrutado de momentos de plena felicidad durante varios años, si sobreviene la ruptura todo el vínculo es concebido como un fracaso. Es cierto que existe un factor emocional que no permite, hasta que el tiempo cierra las heridas, apreciar todos los buenos momentos que se han tenido durante el período de alianza. Sin embargo, la relación continua siendo apreciada como un todo y la ruptura sigue otorgándole una etiqueta negativa. La idea de magnanimidad nos impide comprender que esa etapa y cada una de ellas en la relación, se pueden medir como éxitos o fracasos independientes a la duración de la misma.

Cuando uno está disfrutando del amor y la felicidad en una relación íntima, en ese momento ya se está gozando de un lazo exitoso. Es muy probable que si a esas personas se les preguntara, ellos aceptarían esta realidad. Pero si unos años más tardes terminan por cualquier tipo de razón ¿entonces todo lo anteriormente vivido carece de valor? ¿Tenemos que aceptar que esa relación fue un fracaso?

Estas ideas de magnanimidad imponen un peso muy fuerte en los aspectos cotidianos. Porque nos hablan de una permanencia, de una eternidad, de un hasta que la muerte los separe; que el mundo se empeña en refutar. La realidad que vivimos comúnmente parece mostrar día a día que no existen tales objetos eternos; que no son posibles los eventos duraderos. No es atrevido decir que todo es efímero o cuanto menos cambiante. Sin embargo, nos hemos autoimpuesto metas elevadas. El éxito personal muchas veces está basado en esas ideas de magnanimidad y no es de extrañar que muchas personas caigan en depresión, pues es sumamente difícil alcanzar esos objetivos. Tenemos miedo a morir sin haber vivido todo lo que estaba a nuestro alcance. No queremos perder el tiempo y nos vemos, en consecuencia, envueltos en una carrera descontrolada que conduce más al estrés que a la felicidad. Y así continuamos inmersos en una serie de valores que no se corresponden con el mundo posmoderno que habitamos. Si comenzáramos a aceptar que incluso esas nociones de amor, felicidad, disfrute del tiempo, etc. están llenos de armonía, aunque venga en dosis específicas, quizá sería más sencillo darnos cuenta de lo cerca que estamos de la plenitud todos los días.

R.III

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Un producto de la magnanimidad: La mezquita azul

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Otro producto de la magnanimidad: Santa Sofía.


Ironías del cuerpo humano

En la última entrada hablé sobre la supuesta perfección de cuerpo humano y mencioné a Walter Bradford Cannon, investigador médico que acuñó el término homeostasis para definir aquellos procesos que ocurren en el cuerpo humano para mantenerlo estable. Por motivos de espacio no quise mencionar una curiosidad en la vida de este fisiólogo. Cannon vivió acosado por más de cuarenta años por una dermatitis pruriginosa y exfoliativa y terminó falleciendo de una leucemia linfocítica crónica. Este investigador fue uno de los primeros fisiólogos en utilizar los rayos X como método de investigación (a tan sólo un año de su descubrimiento por Wilhelm Conrad Röntgen  (1845-1923). De hecho gracias a sus primeros experimentos pudo descubrir interesantes mecanismos del movimiento digestivo, lo que lo llevó a recibir la medalla Julius Friedenwald de la Asociación Gastroenterológica Americana (galardón que todavía se entrega hasta nuestros días, pero que inició con el mencionado nombramiento de Cannon). Desafortunadamente, en ese entonces, no se tomaban las debidas precauciones para el uso de estos rayos, lo que probablemente llevó a Cannon a contraer la dermatitis.

Esta enfermedad que lo acosó durante cuarenta años lo hizo padecer de un picor insoportable. Y hacia la última década de su vida sufrió intensamente por el prurito en las manos, brazos y piernas. El fisiólogo que escribió el libro la Sabiduría del cuerpo, irónicamente descubrió en su propia carne la carencia de orden que a veces queremos encontrar en nuestro sofisticado organismo.

R.III

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Lugar destinado para escribir la tesis doctoral sobre Walter Bradford Cannon.


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