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Sobre el amor… o a eso que llamamos amor

 

“Uno simplemente se cansaba de mantener apartado el amor y lo dejaba venir porque por algún lado tenía que ir. Entonces, normalmente, venían muchos problemas”

Charles Bukowski, Mujeres.

“Sí; enamorarse es un talento maravilloso que algunas criaturas poseen, como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrificio, como la inspiración melódica, como la valentía personal, como el saber mandar.”

Ortega y Gasset, Sobre el amor

Es muy probable que muchas de las cosas que vaya a mencionar a continuación ya hayan sido dichas por otros pensadores. Han sido muchos los que lo han intentado y alguno pudo anticiparse a lo que ahora menciono. La verdad es que me importa bien poco. Mi única pretensión es intentar poner en orden una serie de ideas que tengo con respecto a ese objeto tan aterrador como placentero al que el mundo ha decido dar el nombre de amor. Y cuando hablo aquí de amor, quiero hablar del amor de pareja, no el que se siente por un hijo o por un amigo.

He de comenzar diciendo que el amor no existe, y si existe lo hace en igual medida en que las personas creen que Dios existe. Tanto el sentimiento de magnanimidad que tiene cierta gente hacia un dios, como el de amor que proyectamos hacia una persona, requieren de un acto de fe. Se nutren de la creencia de que ese sentimiento que vive en sus corazones es verdadero. Lo cierto es que tanto el hecho religioso, como el amoroso pertenecen al terreno de lo subjetivo. Cuando queremos expresar lo que sentimos nos encontramos con una barrera lingüística; una incapacidad expresiva. El amor —al igual que la fe, la justicia, la verdad— es un concepto metafísico. ¿Alguien ha visto el amor? ¿A qué sabe? ¿Cuál es su textura? No, el amor no pertenece al mundo físico, sino al que está más allá del terreno tangible y, por tanto, es inefable. En otras palabras, rebasa nuestros límites del lenguaje. Y ahí donde el lenguaje abre sus fronteras, impone también unos límites insalvables al conocimiento. ¿Cómo saber que eso a lo que todo mundo llama “amor” es lo que estoy sintiendo? En esta materia nunca habrá certezas, sólo incertidumbre, dudas y, si cabe, esperanza (¿no es acaso esto lo que probablemente debe vivir la gente con referencia a Dios?).

El poeta Oscar Pirot escribió en su primera antología poética (e inédita):

Nadie

Nadie lleva mi nombre entre sus labios

ni yo llevo algún otro más que el mío

nadie penetra mi carne

ni utiliza los poros

que me duelen.

Nadie pronuncia

estas palabras paralíticas

ni ocupa el mismo verso repetido.

Nadie deja su mano entre la mía

Después de estrecharla con mis huesos

Esta lejanía de mi cuerpo

sobre todas las cosas en el mundo,

este estar tan lejos de los hombres

como un barco enamorado de las olas,

esta jaula de recuerdos en mi mente

viajando hacia el pasado entre fantasmas…,

me dicen que siempre estoy solo.

[…]

El sentimiento de amor es algo muy personal y no puede medirse. Le decimos a nuestro ser amado que es la persona a quien más hemos querido. Años más adelante, una vez terminada esa relación, cuando verbalizamos de nuevo ese amor a otra persona de turno, repetimos esas mismas palabras, pensando que antes estábamos equivocados, que es a este nuevo individuo al que realmente amamos. No somos capaces siquiera de medir lo que sentimos; no sabemos la toda la potencia que existe en nosotros para proyectar ese amor. ¿Cómo pretendemos saber lo que es el amor para los otros? ¿Cómo saber que el amor es recíproco? Más adelante, en el mismo poema, Oscar Pirot dice:

Nadie juega en su boca con mi lengua,

nadie mira las estrellas con mis ojos.

[…]

Soy ante todo nadie,

tan sólo yo conmigo mismo.

Sin embargo, es innegable que existen una serie de emociones que nos afligen y nos regocijan, nos humillan y nos enardecen. En otras palabras, aquello a lo que equivocadamente llamamos amor—porque hemos dicho que no tenemos certeza como para poder encasillarlo en un concepto concreto—tiene una influencia en nuestro espíritu (si es que podemos llamar a nuestro “yo interior” también de alguna forma que no sea completamente difusa). Esto me recuerda ese antiguo proverbio que trata de brindar luz a esta problemática:

Si te gusta alguien por su físico es deseo.

Si te gusta por su inteligencia es admiración.

Si te gusta por su dinero es interés.

Si no sabes por qué te gusta, entonces sí, es amor.

Volvemos a lo mismo, tanto el deseo, como la admiración (el interés quizá es más claro), son conceptos también metafísicos. Su definición, al igual que el amor, vuelve a estar en esa cuerda floja y con cualquier embiste caen. Por eso Wittgenstein escribió que “todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar es mejor callarse”. Y aquí estoy enfrascado en esta, quizá inútil, empresa de expresar algo que por naturaleza es inefable. En cualquier caso y volviendo al tema, esas emociones y sentimientos a las que encasillamos como “amor” tienen un impacto en nosotros. A veces marcan nuestros pasos de forma definitiva, proyectan nuestros planes futuros y nos definen ante los otros y ante nosotros mismos.

Con independencia de que eso que sentimos pueda asumirse como amor u otro sentimiento que paralelamente confluye con él (dígase: deseo, pasión, interés, añoranza, etc.) dicho sentimiento influye sustancialmente en nuestras vidas. El escritor Luisgé Martín considera que cuando somos jóvenes ese sentimiento nos causa mucho desasosiego; nos duele cuando no lo tenemos y nos lleva al paroxismo cuando gozamos de él. La sombra de su pérdida nos enloquece y puede tornar cualquier horizonte azul en una niebla gris: “Incluso la idea absurda de su muerte me tranquilizaba, porque me parecía más aceptable perder a alguien de ese modo que la vergüenza de ser abandonado destempladamente” (Luisgé, La vida equivocada). Y aunque ahora la neurofisiología nos muestra que todo se trata de procesos físico-químicos de nuestro cerebro, es importante admitir que su origen sólo es activado por ciertas personas y ocasionalmente: “[…] comprendí que las emociones químicas —la segregación química de sustancias que el cuerpo crea en determinadas ocasiones- son las sustancia sobre la que se asienta d verdad el alma. […] Una euforia dulce, imperturbable. Una calma que, incongruentemente, estaba fundada sobre el vértigo” (Op. cit.).

Cuando vamos creciendo vencemos al vértigo. Aquello que consideramos es el mismo tipo de amor de siempre, sin variación ontológica a aquel soliviantado que sentimos en la juventud, se convierte en algo más armónico. Creemos que simplemente hemos sabido madurar la emoción que nos produce. Ya no nos desbaratamos por su ausencia, no queremos matar, ni morir por él. Asumimos que el verdadero amor debe trabajarse todos los días como aquel campo que tras sudor y sacrificio ofrece sus frutos. Concordia, colaboración, apoyo, dedicación y otros apelativos son los que definen esta nueva expresión de amor que parece ser la cúspide de lo añorado en la vida.

Otro ingrediente que queremos agregar a la fórmula del “amor verdadero” es la perdurabilidad. Todo amor que se jacte que serlo debe durar para siempre o por lo menos hasta que los designios dictados por la muerte rompan el enlace. Sin embargo, la realidad nos confirma que en la vida casi todo es mutable y perecedero. Ahí donde antes se luchaba por perseverar la armonía, con el tiempo parece que se trata más bien de una batalla en contra de la monótona cotidianidad. No nos gusta conformarnos con lo efímero. El amor pasajero es una bonita experiencia, pero no es suficiente para ganarse el titulo de amor. Incluso aquel amorío de muchos años, cuando llega a su fin, se le considera un fracaso. Estamos en constante búsqueda de lo permanente y por tanto dejamos pasar aquellos instantes sin apreciarlos, sin disfrutarlos. Como esa frase que se le atribuye a Ortega y Gasset: “Hay quien ha venido al mundo para enamorarse de una sola mujer y, consecuentemente, no es probable que tropiece con ella.”

Después de toda esta parafernalia ¿qué concluir? Sin querer banalizarlo, creo que es fundamental ser conscientes de que eso que llamamos amor sólo es una ilusión. Babieca lanza una pregunta cuando Rocinante le dice que mire a su amo enamorado: “¿Es necedad amar?”, le increpa Babieca y Rocinante contesta: “R: No es gran prudencia”.  Pero a diferencia de lo que piensa Rocinante, creo que en este mundo de pocas certezas, lo mejor que podemos hacer es lanzarnos de lleno a la piscina. Es mejor huir de las categorías y definiciones, pero desde luego hay que vivir al máximo aquellos sentimientos, sean lo que sean, con toda la intensidad que nos esté permitido.

 

 

R.III

 

 

sobre el amor

 

 

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Este artículo fue publicado en la Revista Cultural Tarántula

Si te ha gustado este artículo, no dejes de leer: La literatura anónima y la nueva era de la información

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Con tres heridas

La verdadera poesía consigue sintetizar, a veces con suma simpleza, los grandes aspectos de la naturaleza humana y no humana. Se puede ser grandilocuente, prolijo y complejo; para gustos nada está dicho. Sin embargo, muchos de los poetas más sobresalientes de la historia de la literatura han conseguido cristalizar conceptos elevados en palabras sencillas.

Hoy me conmovieron —como tantas ocasiones lo han hecho ya en otras épocas de mi vida— unas líneas  de Miguel Hernández; no es infrecuente que la poesía te golpee con su belleza, no importa cuántas veces la hayas leído previamente. Sucede incluso cuando creías que su esplendor ya comenzaba a parecerte indiferente. Hoy, además del cúmulo de emociones que se agolparon en mi interior (exteriorizándose, si a caso, con alguna lágrima que nadie vio), me llevaron a esta reflexión que aquí expongo.

Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.

Prácticamente las tres estrofas se repiten alternando su orden. Tres conceptos escuchados con relativa cotidianidad por todos. Aunque si parafraseáramos a Wittgenstein diríamos que pertenecen al terreno de lo que debemos callar; conceptos que están fuera de nuestros límites del lenguaje y, por ende, de nuestro entendimiento. Aún así nos resultan palabras comunes en nuestro día a día: vida, muerte y amor. Nada ampuloso. Ningún sinónimo trabajosamente localizado para mostrar el bagaje lingüístico del autor. Y, sin embargo, su expresión y colocación pueden resumir con maestría la tragicomedia de la vida del ser humano. La desventura de haber nacido y ser conscientes de ello. Nacer y vivir significa también tener que sufrir esas tres heridas.

Schopenhauer diría que el peor error de los seres humanos es pensar que hemos venido a esta vida para ser felices. Si a esto agregamos lo que dijo Sartre de que hemos sido arrojados a este mundo sin que nadie nos hubiera preguntado, no queda más remedio que admitir que la vida en sí misma ya es una herida. ¡Cuánta filosofía en las letras de Miguel Hernández! Porque esa primera herida proviene a su vez de las otras dos. No nos queda más remedio que someternos y aceptar que parte de todo lo precioso (para no sonar tan pesimista) que pueda contener nuestra existencia, siempre terminará ensombrecido por esos tres avatares.

Pobre Miguel Hernández, que sufrió como nadie las tres heridas referenciadas. Tres sacudidas que canta para sus hijos y para los hijos de sus hijos hasta llegar a nosotros que podemos tararearlas a las generaciones venideras. Canta dolorosamente porque mientras lo hace él ya conoce lo que la mayoría ignoramos; por eso el poema termina incluyéndolo en el dolor que estas heridas le causan.  Él lo escribe, porque lo vive. No hay que olvidar que aunque estos golpes llegan siempre, no ensombrecen nuestra cotidianidad hasta que de súbito hacen acto de aparición. Tarde ya para Miguel Hernández que las vivió y sufrió hasta su último aliento.

¿Y nosotros? Vivamos intensamente antes de ser alcanzados por alguno de esos dardos que “abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”, como diría César Vallejo. Aunque peque de ingenuo, quizá alguna de esas flechas emponzoñadas de vida no llegue a tocarte.

R.III

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Si te ha gustado esta entrada prueba con La inspiración poética.

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La importancia de la literatura: una lectura de la filosofía de Wittgenstein

Una de las reflexiones que me gusta hacer en mis primeras clases de mis cursos y seminarios de literatura y escritura creativa, con la ayuda de los alumnos, es contestar a la pregunta: ¿para qué sirve la literatura? Ya que estas clases giran entorno a diversos aspectos de esta disciplina, me parece adecuado comenzar reflexionando sobre su utilidad (si es que la tiene). Así vamos dando paso a una lluvia de ideas que voy anotando en la pizarra. Respuestas de toda índole: “sirve para aprender sobre otras épocas históricas”, “nos ayuda a conocer otras culturas”, “otros idiomas”, “nos entretiene”, “nos permite evadirnos de la realidad”, etc. Una vez terminada la lista de opiniones comienza el análisis de los puntos y se llega a la conclusión que para cada uno de ellos existen alternativas mucho más eficaces, por ejemplo (y sigo el mismo orden): la historia, la antropología, la filología, la televisión –dónde va a parar- o las drogas. Algunas veces algún alumno aventajado hace la observación de que la Literatura te permite muchas veces combinar dos o más de las opciones mencionadas a la vez. No es una mala observación, sin embargo, al igual que las anteriores respuestas me parece que también es poco convincentes; todas ellas son más bien flojitas. Entonces, ¿para qué sirve la literatura de verdad? 


Aquí entra en escena el bueno de Ludwig Josef Johann Wittgenstein. El filósofo austriaco dice en el prólogo de su famoso (y complicadísimo) libro Tractatus Logico-Philosophicus que todas las páginas de éste se pueden resumir con la sentencia de “todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar es mejor callarse”. Con ello quería decir que existen cosas que son inefables; o sea, que rebasan nuestros límites del lenguaje. Y aquello que rebasa nuestros límites del lenguaje, también rebasa nuestro límite de conocimiento. El problema, según Wittgenstein, es que lo verdaderamente importante para el ser humano es inefable, porque en esta categoría entran prácticamente todos los conceptos metafísicos: el amor, la justicia, la felicidad, la verdad. Son metafísicos porque nadie ha visto el amor o ha olido el amor o ha tocado el amor. De hecho, todos creemos que el amor existe y muchos hemos creído experimentar el amor, pero sin una verdadera certeza, porque es difícil comparar el amor que uno ha sentido con el que ha sentido otro. De hecho, si existe una definición del amor es porque hemos convenido una, pero es muy probable que entre dicha definición y el sentimiento que alberga en uno, haya un mundo de diferencia. Por lo tanto, para Wittgenstein todos estos conceptos metafísicos los deberíamos callar, porque nunca vamos a alcanzarlos con el lenguaje y esto implica que no los podremos conocer. 


¿Qué hacer? Acudir a otro concepto que Wittgenstein introduce en su filosofía del lenguaje: la definición ostensiva. Pongamos un ejemplo sencillo, cómo se enseña a un niño ¿qué es el rojo? No se le puede decir que es un color, porque no habría una distinción entre el azul, el amarillo u cualquier otro. La única forma que tenemos para conseguir explicar a un niño qué es el rojo, es “apuntando” a objetos que denoten ese color. Poco a poco el niño comprenderá que cuando apuntamos a esos objetos y decimos “rojo” no estamos haciendo referencia ni a la forma, textura o tamaño, sino al color. Así es como todos hemos aprendido los colores. A este apuntar Wittgenstein le llama definición ostensiva y gracias a ella podemos conocer algo que en principio es inefable, pues nuestro lenguaje no nos permite acceder a él. 


Pero volviendo a nuestro tema inicial ¿esto en qué nos ayuda para conocer la utilidad de la literatura? Pues la respuesta vuelve a estar implícita en Wittgenstein. La forma de comprender aquellos conceptos inefables es apuntando a ellos; al igual que con los colores. Lo interesante es que esta ostentación no necesariamente debe ser física y la literatura es el mejor medio para apuntar a estos conceptos. Una buena obra no te dice lo que es el amor, pero apunta a un acto de amor, no te dice lo que es la justicia, pero apunta a un acto justo, no te dice lo que es la felicidad, pero apunta a un momento feliz. Y es a través de estos actos que vamos leyendo a través de la literatura –y con nuestras propias experiencias- con los que vamos construyendo poco a poco una mejor idea de lo que es el amor, la justicia o la felicidad. Dicho en otras palabras: la literatura nos ayuda a comprender lo que en principio es inefable. Ni la física o la química, ni ninguna otra disciplina, son capaces de mayor logro: enseñarnos las cosas importantes de la vida, lo que nos hace humanos, lo que nos hace únicos. Y además, de paso, nos ayuda a conocer todas esas otras cosas que he apuntado en la pizarra.

Este artículo fue publicado en la editorial de la revista Palabras Diversas número 40.

R.III

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