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Leyenda

Dicen que para conseguir ser un héroe es necesario dedicar el cuerpo y alma a crear una leyenda. ¿Y tú, Orteguita? Apenas puedes con eso que se llama vida. Tú que consideras que poco tiempo te queda al cabo del día como para ponerte a pensar en tu recorrido. Tú, Orteguita, que tan sólo te dejas llevar por la ola de acontecimientos que algunas veces te derriba y que otras consigues sortear para ganar impulso, aunque no sepas muy bien cómo aprovecharlo para llegar al sitio a donde quieres ir. Y es que los héroes no parecen mortificarse como haces tú con el tiempo que dedicas al trabajo, a la familia, a los amigos y, en general, a la búsqueda de la felicidad; sin tener muy claro qué significa eso y cómo se puede conseguir. Así es difícil construirse esa leyenda que le agencia a uno el título de héroe.

¿Pero realmente quieres ser un héroe, Orteguita? ¿Todavía tienes esos absurdos sueños de grandeza? No te engañes, a ti lo que se te da bien son las anécdotas, las cosas pequeñas; lo efímero. Deja las leyendas para otros y tú sigue dando diminutos pasos en el reducido escenario en el que te han dejado actuar. Ve y siéntate en esa terraza a leer y tomar un albariño, abraza a ese niño que ahora es más alto que tú, piérdete en una librería y escoge un libro (sólo uno) para llevar a casa, tómate un tinto con los Candiani, con Pirot, con Omar, con José Antonio, con Jaime, con Dani, con el Isma o con todos a la vez. Déjate de leyendas estúpidas y sal a caminar por las calles de Madrid con la música en tus oídos. Déjate querer por tus perritos cuando estés en el sofá viendo una serie o una película. Haz lo que se te da bien, Orteguita, ponte a preparar una de esas clases que tanto te gusta impartir; a veces tienes suerte y los chicos te miran con verdadero interés, participan y te preguntan. Déjate de existencialismos y ponte a escribir, aunque sea para alimentar tu blog. Sal a pasear con tus perros a la Casa de Campo, silencia el móvil, duerme todas las siestas que puedas, sigue viajando, conoce más gente, visita museos.

Tu vida no es una leyenda, Orteguita, y tú no serás un héroe. Sin embargo, algún día podrás decir que has vivido y que estás listo para que caiga el telón. Pero para eso todavía queda tiempo: habrá nuevos avatares, dichas, sonrisas y lágrimas… retazos de una vida ordinaria, pero también digna de vivir.

R.III

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Victor Hugo (la leyenda) y R.III (la anécdota).

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©R.III


Orteguita, otra vez.

“[…] después de todos los malos consejos que no tenían nada que ver con la vida”

Afterlife, Arcade Fire

Nihil est ab omni parte beatum

[no todo es perfecto]

Horacio, Odes 2.16

“Tienes que triunfar en la vida”. “¡Sé feliz!”. “Ama el empleo que tienes y no tendrás que trabajar un sólo día de tu vida”. “¡Hazlo!”.  “Lo mejor está por venir”. “Cree en ti y todo será posible”.  Te han dicho tantas tonterías que hasta te las has llegado a creer. Como todos, te consuelas. Porque en eso no estás solo, Orteguita. Esta sociedad nos ha contado que somos los protagonistas de “nuestra” vida, lo que quiere decir, “de la vida” en general; todos los demás son actores secundarios que van y vienen. También nos han metido en la cabeza que “debemos” vivir con plenitud y, peor aún, que sólo está en nuestras manos el poder hacerlo. Y tú no niegas que los humanos tenemos cierto margen de libertad, por eso te gusta tanto esa frase de Sartre: “somos aquello que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Pero lo primero que han hecho con nosotros es convencernos de que hemos venido a esta vida para ser felices, piensas. Y, hasta donde recuerdas, tú nunca has firmado eso, Orteguita.

Por eso es que hoy, como suele pasarte con los días lluviosos, ya estás repasando los “¿logros?” y los fracasos. Haces tu lista, Orteguita, y la jodida balanza te hace escribir. ¿Te quieres convencer de que por lo menos eso nadie te lo ha arrebatado? En el fondo a ti también te encanta sentirte el actor principal, cuando no dejas de ser una marioneta más. ¿Dónde quedaron esas grandes esperanzas?  La realidad, que es tozuda, te ha ido imponiendo el yugo de la mediocridad. ¿Y si aceptaras de una vez esa cita con la conformidad? ¿No serías más feliz con tus vinos, tus novelas, la gente que te rodea, tus viajes? ¿No sería más fácil todo si dejaras de añorar lo que no fue; lo que no será? ¿Y acaso puedes describir lo que quieres, Orteguita?  ¿No será otra de tus ideas etéreas? La dichosa entelequia de una vida virtuosa.

 Siempre has tenido este sentimiento. Hay momentos —no sólo cuando llueve, ¿verdad Orteguita?— en los que te sientes pequeñito. ¿Es la incertidumbre por lo que pasará en el futuro? ¿Es la cruel evidencia de todo lo que no has alcanzado?  Por lo menos antes tenías el consuelo de la juventud. Antes contabas con el amparo de esa “sonrisa de muchacho soñoliento —seguro gustar-”, pero que, como dice Jaime Gil de Biedma, ahora tan solo “es un resto penoso/ un intento patético” que ya no convence a nadie.

Y es que hasta escribir estas líneas, Orteguita, ¿no te das cuenta? Rechazas las estúpidas recetas de la autoayuda, pero te confeccionas una estrategia para sentirte mejor mientras vas escribiendo. ¿Eso es lo que quieres? ¿Una palmadita en la espalda? ¿Alguna palabra alentadora? ¡Ay, Orteguita! Si sigues pensando tanto en la vida, en la plenitud, en la felicidad… vas a perder el tren ¿o ya lo has perdido? Igual que todos, Orteguita, ¿ya ves como no puedes dejar de sentirte protagonista de esta historia? ¿O piensas que los demás han encontrado esa plenitud? Mira, no seas ingenuo ya, cierra este texto, y mejor ponte a trabajar.

Y el cielo sigue gris.

R.III

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O si quieres saber sobre los temores de Orteguita, puedes visitar Tus miedos

 

 

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©R.III

 


Lo que adolece el adolescente

 

Cuando tenía doce años mi padre me llevaba a la secundaria en el coche. Paraba un momento en la puerta del colegio para que bajara no sin cierta celeridad. Fue hacia finales de ese año cuando hice unas de las pocas cosas de las que me arrepiento de mi pasado. Un día antes de bajar del coche le dije que, si no le importaba, prefería no volver a besarle como gesto de despedida antes de apearme del automóvil: “me da vergüenza hacerlo aquí, justo frente a la escuela”. Ahora sé que fue una bobada de adolescente que se cree “mayor” y “maduro” para seguir haciendo cosas de “niños”, pero así lo hice.

No recuerdo lo que él contestó, pero sé que desde ese día no volví a darle besos de despedida mientras me siguió llevando al cole a lo largo de los primeros años de secundaria. Tampoco lo volví a hacer al saludarnos o al despedirnos en otras ocasiones, ya fuese dentro o fuera de casa. Había afecto y cercanía, pero tengo la remembranza (o más bien su carencia) de no volver a repetir ese guiño afectuoso hasta muchos años después. Más adelante mi padre se fue a vivir a Puerto Vallarta y yo ya no volví a compartir un mismo techo con él, a excepción de las vacaciones.

A partir de ahí, en todos los encuentros que hasta la fecha seguimos teniendo trato de ser cariñoso, darle besos sin ningún tipo de pudor y lo abrazo a cada instante. Parece como si intentara recuperar todo lo que no le di cuando adolecía de insensatez. A veces me atormento pensando en lo que sintió él, cuando bajé del coche aquel día en el que le pedí que no volviéramos a besarnos al despedirnos.

Ahora mi hijo tiene justo doce años. Todavía se me cuelga al cuello y me besa sin un atisbo de vergüenza. Me dice “te quiero” y en general se muestra efusivo. Día a día espero que de un momento a otro me detenga justo antes de rozar su mejilla con mis labios y me diga “papá, preferiría que no me besaras en público”. Quizá no hará falta que diga nada y el sólo hecho de anteponer su mano a mi intención sea suficiente para que comprenda que ese día ha llegado.

Pero todavía tengo la esperanza de que el espíritu de mi hijo me supere. Que su cariño no comprenda de adolescencias, ni de “madurez”. Que no adolezca esa falta de sensatez que su padre padeció y que, con ello, me devuelva aquello que perdí una mañana de colegio.

 

R.III

 

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RIII, R.IV y R.II

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©R.III


Con tres heridas

La verdadera poesía consigue sintetizar, a veces con suma simpleza, los grandes aspectos de la naturaleza humana y no humana. Se puede ser grandilocuente, prolijo y complejo; para gustos nada está dicho. Sin embargo, muchos de los poetas más sobresalientes de la historia de la literatura han conseguido cristalizar conceptos elevados en palabras sencillas.

Hoy me conmovieron —como tantas ocasiones lo han hecho ya en otras épocas de mi vida— unas líneas  de Miguel Hernández; no es infrecuente que la poesía te golpee con su belleza, no importa cuántas veces la hayas leído previamente. Sucede incluso cuando creías que su esplendor ya comenzaba a parecerte indiferente. Hoy, además del cúmulo de emociones que se agolparon en mi interior (exteriorizándose, si a caso, con alguna lágrima que nadie vio), me llevaron a esta reflexión que aquí expongo.

Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.

Prácticamente las tres estrofas se repiten alternando su orden. Tres conceptos escuchados con relativa cotidianidad por todos. Aunque si parafraseáramos a Wittgenstein diríamos que pertenecen al terreno de lo que debemos callar; conceptos que están fuera de nuestros límites del lenguaje y, por ende, de nuestro entendimiento. Aún así nos resultan palabras comunes en nuestro día a día: vida, muerte y amor. Nada ampuloso. Ningún sinónimo trabajosamente localizado para mostrar el bagaje lingüístico del autor. Y, sin embargo, su expresión y colocación pueden resumir con maestría la tragicomedia de la vida del ser humano. La desventura de haber nacido y ser conscientes de ello. Nacer y vivir significa también tener que sufrir esas tres heridas.

Schopenhauer diría que el peor error de los seres humanos es pensar que hemos venido a esta vida para ser felices. Si a esto agregamos lo que dijo Sartre de que hemos sido arrojados a este mundo sin que nadie nos hubiera preguntado, no queda más remedio que admitir que la vida en sí misma ya es una herida. ¡Cuánta filosofía en las letras de Miguel Hernández! Porque esa primera herida proviene a su vez de las otras dos. No nos queda más remedio que someternos y aceptar que parte de todo lo precioso (para no sonar tan pesimista) que pueda contener nuestra existencia, siempre terminará ensombrecido por esos tres avatares.

Pobre Miguel Hernández, que sufrió como nadie las tres heridas referenciadas. Tres sacudidas que canta para sus hijos y para los hijos de sus hijos hasta llegar a nosotros que podemos tararearlas a las generaciones venideras. Canta dolorosamente porque mientras lo hace él ya conoce lo que la mayoría ignoramos; por eso el poema termina incluyéndolo en el dolor que estas heridas le causan.  Él lo escribe, porque lo vive. No hay que olvidar que aunque estos golpes llegan siempre, no ensombrecen nuestra cotidianidad hasta que de súbito hacen acto de aparición. Tarde ya para Miguel Hernández que las vivió y sufrió hasta su último aliento.

¿Y nosotros? Vivamos intensamente antes de ser alcanzados por alguno de esos dardos que “abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”, como diría César Vallejo. Aunque peque de ingenuo, quizá alguna de esas flechas emponzoñadas de vida no llegue a tocarte.

R.III

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Lo fácil que era la vida

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”

Pablo Neruda, Poema XX

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Estoy yendo a recoger [por fin] mi título a la Universidad Europea de Madrid. Como antaño, voy montado en el autobús 518. Cuando alcanzo a vislumbrar las primeras filas de chalets a la entrada de Villaviciosa de Odón siento un apretón en el pecho. Han pasado por lo menos cinco años sin venir a este lugar recóndito de la Comunidad de Madrid que fue mi hogar durante el primer año que viví en España.

Recuerdo lo fácil que era la vida; las mañanas en la cocina con mis compañeros –con mis amigos- de piso; los días de universidad; las tardes de domingo cuando acostado contemplaba, a través de la ventana, el azul claro y monótono de un cielo altísimo; el pequeño escritorio donde se apilaban los libros que todavía arrastro de casa a casa, de vida a vida; saliendo a pasear en las noches de invierno cuando la niebla humedecía y coloreaba de amarillo todo alrededor; preparando una barbacoa en el patio de casa con el sol cayendo a plomo sobre nuestras cabezas; organizando los ingredientes para hacer una cubeta de sangría; levantándome temprano un domingo para ir al Prado, al Retiro o al Parque del Moro; descubriendo el universo de Paul Auster; el de Alessandro Baricco. Recuerdo lo fácil que era la vida corriendo hacia el autobús para no perderlo; yendo a comprar una pizza para la cena a ese local que se llamaba “Lobato” y que ofrecía vino blanco mientras esperabas; remoloneando en la cama de mi buhardilla; aprendiendo a escuchar y a entender a Extremo Duro; escogiendo poesías y canciones para mi programa de radio (Inventando que sueño); leyendo libros que nadie cogía en la biblioteca prácticamente vacía de la universidad o pasando de largo cuando, en época de exámenes, perdía el encanto de su soledad; en invierno, descubriendo que hacía más frío dentro del chalet que afuera; cuando organizamos el primer viaje a Segovia, Ávila y Salamanca; cuando era un aficionado a la fotografía y creía que podría dedicarme a ello; cuando pisé París y pensé que la personas que debería estar ahí era mi padre. Recuerdo lo fácil que era la vida cuando tomaba esas clases aburridas; y las interesantes; en las múltiples noches de juerga; las que pasábamos en casa (también de juerga); cuando bajábamos en autobús a Madrid o en el coche de algún amiguete; cuando nos quedábamos en Villaviciosa e íbamos a las Brazas; la gentileza de Domingo (el dueño del bar); la antipatía de su mujer; la primera jarra de sangría; la segunda; las copas que Domingo nos invitaba, ya solos con él, y una vez cerrado el bar; explorando la noche madrileña en los alrededores de Gran Vía; dejando tu espíritu colaborando con tus amigos en la elaboración de sus cortometrajes; conociendo el cine español; conociendo el europeo; anotando los malentendidos lingüísticos para luego comentarlos con mis amigos mexicanos. Recuerdo lo fácil que era la vida pasando casi todo el día en la universidad; los pasillos donde entablaba conversación con casi cualquiera; lo hermosas que me parecían las mujeres españolas; lo difícil que era ganar su atención; lo sencillo que resultaba hacer nuevos amigos; las noches frente al televisor jugando videojuegos; las risas provocadas por ciertas sustancias; las que emanaban con naturalidad sin el uso de ellas; el querer estar abajo con ellos –los que se reían-, pero no querer perder la oportunidad de seguir acostado con ella, la que conseguía hacer subir a la buhardilla; el encontrarme a mis compañeros de clase mientras hacía la compra en el Open Core; el terminar con ellos cenando para volver a reír; la complicidad que se amparaba en la juventud, la inocencia o las ganas por comerse el mundo.

Recuerdo lo fácil que era la vida en aquellos días cuando, al igual que ahora, iba en el autobús escuchando música, con la cabeza recargada en la ventana, sorteando las mismas calles y contemplando con satisfacción el paso del tiempo.

                                                              R.III

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Cerrado por doctorado

En mi última entrada ya anticipaba este momento. Dejaré de escribir por unos meses en este espacio, pero espero volver pronto una vez que termine con ese tormentoso placer al que los expertos llaman tesis doctoral. Por el momento, estimado lector, si ha caído por azar en Cuando el hoy comienza a ser ayer, pasee por aquellas entradas que no han perdido vigencia.

 

Para empezar utilice este blog para escapar de la rutina. Por ejemplo, imagine que los papeles cambiaran un día y los Reyes Magos en lugar de traer regalos decidieran venir a quitárselos a los niños. Pues eso es lo que pasa en Ostracismo de los reyes magos. O échele un vistazo a algunas de las Reflexiones sobre feminismo, sobre la amistad o sobre la muerte.

También puede adentrarse en unos breves consejos sobre oratoria. Doce axiomas para disfrutar más de los diálogos, debates e incluso las charlas de sobremesa: Oratoria para Ramón (cuatro) .

Probablemente el mejor ejemplo de cómo la música, acompañada de las escrituras me han salvado muchas veces de variados desordenes mentales: La música ilumina tu mundo

 Quien haya vivido fuera de su lugar de nacimiento sabrá el significado de la palabra nostalgia. Lo mismo nos pasa a los que hemos perdido a algún ser querido. Es cuando descubrimos que existen Distancias infranqueables

  La vida es como la rueda de la fortuna dice Blood, sweat and tears, a veces se está arriba y a veces se está abajo. De eso se compone nuestra existencia, de Contrastes entre la felicidad y la tristeza.

 ¿Qué tal si el acento de una población fuera producto de un virus? Quizá eso pueda explicar el Día que perdí mi acento

 

Finalmente no deje de descargarse el libro de relatos: Un gran salto para Gorsky o simplemente déjese llevar y con suerte encontrará algo que le haga reflexionar, reír o llorar. No habría nada en este mundo que me hiciera sentir más satisfecho. Ah y si algo le ha gustado o disgustado, por favor, hágalo saber; sus comentarios son la parte más significativa de este espacio.

Hasta pronto,

R.III


Escapar de la rutina

Me encanta romper la rutina; darle una patada a la insistente monotonía del día a día. Y hoy, de la forma más sencilla que se podría imaginar, lo he logrado. No ha sido una hazaña heroica, pero en lo sencillo se esconden placeres insospechados. Sólo he tenido que ausentarme del trabajo para ocuparme durante un par de horas de algunas gestiones “ineludibles”. Un gesto tan insignificante puede brindar mucha alegría e incluso belleza, pues los objetos a los que estamos acostumbrados cobran un matiz distinto cuando son observados desde una inopinada y novedosa perspectiva.

Cuando me levanté esta mañana la variación no era todavía notoria. El despertador sonó a la misma hora, me duché, desayuné y emprendí una apresurada salida para no llegar muy tarde; todo igual al día anterior. Una dinámica que vengo repitiendo desde hace unos años. Volví a caminar por la calle que me lleva al metro y me subí en un vagón tan atestado de alumnos como el de cualquier otra jornada. Llegué más a o menos a la hora de siempre y encendí mi ordenador con el ritual acostumbrado: presiono el botón de encendido y procedo a quitarme el abrigo, bajar la mochila, sentarme en “disposición laboral” y aún así tengo que esperar a que ese montón de microcircuitos se despierte –pues tiene el mismo sueño que yo-.

Sin embargo, esta vez en lugar de ocupar mi puesto durante horas, sólo estuve un rato antes de emprender mi singular fuga. En el camino me encontré con otros profesores que se sorprendían que viniera en dirección contraria. Su cara de extrañeza decía: “la universidad es por este lado Ramon” y yo sin poder evitar una sonrisa en los labios mientras explicaba lo peculiar de mis actos. Hacía frio, pero me gustaba el vaho que se formaba por mi respiración y el gélido orvallo que me golpeaba suavemente en la cara. Había un poco de bruma lo que suele anticipar un invierno intenso, pero no hubiera cambiado esa sensación térmica por más calefacción que pudiera garantizar aquel lugar que dejaba tras mis pasos.

El exterior no me abrumó con positividad. En la calle no había menos tráfico, ni tampoco menos transeúntes. La ciudad mantenía sus estentóreos ruidos de siempre, la gente no estaba más simpática y mis gestiones ineludibles no me brindaron especial disfrute. Pero mi día se había transformado. Un sencillísimo motivo, un instante apenas, me había permitido gozar momentáneamente de la felicidad.

Después volví a la rutina.

Nadie lo notó, pero en mi interior, aunque fuese pasajero, algo había cambiado. Ahora estoy deseando que sobrevenga el momento adecuado y pueda volver a transgredir mi cotidianidad.

 

R.III

 


Pérdidas definitivas

Un día te despiertas y algo te arrebata la paz, la alegría. Quizá no lo sabes todavía, pero un suceso que se esconde en lo más profundo del azar viene a borrarte la sonrisa. Ese evento doloroso te acorrala sin la posibilidad de huir y, cuando te atrapa, el brillo de tu mirada ya no vuelve a ser el mismo y la comisura de tus labios se contrae definitivamente. César Vallejo dice que “todo lo vivido, se empoza como un charco de culpa, en la mirada”. No es cualquier tipo de tristeza, es la definitiva, la que no te vuelve a dar tregua, la que no encuentra consuelo.

 

 La vida continúa su curso, pero parece que el sentido que buscábamos encontrar se hubiera perdido de forma irreparable. El hombre aprende a resignarse y sigue moviéndose: se levanta, se alimenta, trabaja, pero todo se ha cubierto de ese velo gris que difumina cualquier finalidad. Cuando estos golpes atacan, uno busca alcanzar otra realidad; uno quiere, inútilmente, ser cualquier otra persona, pero cada mañana confirma la imposibilidad de este deseo. Los días pasan y ese brillo opaco de la mirada persiste. Los recuerdos, a veces, se convierten en el motor de la esperanza. Al echar la vista atrás se recupera por un momento la felicidad perdida, pero el instante cristalizado se rompe cuando giras la mirada hacia el frente. El futuro abre sus brazos, pero uno camina hacia él indiferente.

 

Nos encantaría nunca pasar por estas catástrofes humanas. Con la cabeza altiva, avanzamos ingenuos y despreocupados, pero en un rincón del tiempo, el dolor puede sorprendernos. Todo puede desmoronarse en una mañana, en una llamada telefónica, en un recoveco insospechado. No existe hombre capaz de mirar indiferente estos caprichos del destino, pero lo más doloroso es que casi todos los enfrentaremos algún día. Lo que creíamos nuestro se nos cae de las manos, sin poder volver a recogerlo.

 

¡Qué impotencia la de los pobres hombres que no pueden afianzar su buenaventura!

 

 

Y sin embargo, mientras habite en nosotros, que viva la esperanza. Por eso ríe, corre, juega, canta, disfruta del aire, del agua, del amor, de la vida y sigue caminando confiando. Confía con toda la fuerza de tu pecho… quizá, y con suerte, la oscuridad no repare en ti. Todavía.

R.III

 


El suicidio asistido de Peter Smedley por la BBC

El día de ayer se emitió en la BBC el polémico documental llamado ‘Eligiendo morir’. En él se puede presenciar el suicidio asistido de Peter Smedley, un multimillonario de 71 años que padecía un trastorno neuromotor que lo hacía sufrir tanto que tomó la decisión de recurrir a la eutanasia.

El presentador de este documental es el escritor Terry Prachett que también sufre una variedad de Alzheimer, por lo que considera esta situación cercana. Pese a su clara postura a favor de la eutanasia, Prachett declara en el filme que no sabría si tendría el mismo valor que ha tenido Peter Smedley, al que se puede ver en la grabación ingerir una dosis de Nembutal en combinación con chocolate, lo que le ocasiona la muerte. No obstante, para el presentador el que Smedley yaciera en brazos de su mujer hace de esta muerte un «acontecimiento feliz».

El debate no se ha dejado esperar; por una parte La organización británica pro-suicidio Dignity in Dying ha declarado que el vídeo es «profundamente emotivo». Por otro lado, ha sido criticado por diversas asociaciones británicas que están en contra de esta práctica. Especialmente la organización Care Not Killing Alliance ha mencionado que este tipo de documentales lo único que fomentan es un aumento de este tipo de suicidios asistidos, que asegura se verá reflejado después de su presentación. Por su lado, la BBC se defiende diciendo que no se trata de propaganda a favor de la eutanasia sino que se recogen opiniones de distintos puntos de vista para que cada espectador se forme sus propias conclusiones.

 

En el Reino Unido esta práctica es ilegal y conlleva una pena máxima de 14 años de cárcel, sin embargo Peter Smedley se encuentra en un hospital de Suiza llamado Dignitas. En los últimos 12 años esta clínica ha ayudado a morir a más de 1000 personas (El País, 13/06/11). En este país no se condena la ayuda que es necesaria para consolidar la eutanasia.

 

Este tipo de documentales ayudan a acercarnos y comprender mejor el dilema ético que este tipo de fenómenos conllevan. Txetxu Ausin, miembro del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y especialista en este tema, opina que una de las cuestiones que podrían ayudar a entender la eutanasia es cambiar la perspectiva: «se dice que es quitar la vida, pero también puede ser acortar la muerte o la agonía [y su censura o no] tendrá que ver con la situación del paciente, con su contexto.» Cuando uno tiene alguna de estas enfermedades el sufrimiento es un largo camino a la muerte, la eutanasia lo reduce.

Lo que es cierto, es que si no existe una concienciación hacia este tipo de problemáticas, no es posible llegar a un consenso que ponga sobre la mesa valores y modos de acción éticos. Y sólo a partir de éstos es posible llegar a una legalización que reconozca los derechos y promueva aquellos deberes que pudieran desprenderse de esta práctica.

 R.III

 


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