Casi toda la gente que me conoce en persona sabe sobre mi pasión por el vino. Es muy probable que todos ellos hayan escuchado por qué considero que el vino es una bebida sagrada. No me lo saco de la manga, de hecho es parte de nuestra cultura popular. Se sabe que en las Bodas de Caná Jesús escogió transformar el agua en vino sobre cientos de otras posibilidades para poder seguir con el convivio. Era Jesús, pudo haber optado por cerveza, limonada o agua de horchata, incluso pudo haberse planteado patentar la Coca-cola. Y no se trata de limitaciones, pues la capacidad del milagro la tenía ya incorporada en su ADN y tampoco se trata de modas. Lo que pasó en dicha celebración es el resultado de una preferencia por aquello que debe trascender.
Antes Dionisos (para los Griegos) y más tarde Baco (para los romanos) —como dioses del vino— ya habían exaltado las virtudes trascendentales de este brebaje. ¡Qué buenas fiestas aquellas! Basta echar un vistazo al Banquete de Platón para darse cuenta de lo bien que se lo montaron estos griegos (y de lo mojigatos que nos hemos vuelto en estos tiempos). Si es que nací en una época equivocada, no cabe duda. Ahora de forma un poco más recatada, seguimos manteniendo ciertas fiestas en las que uno puede sacar algunos de nuestros instintos más básicos. Y gracias a ello las personas somos capaces de ir tirando con los convencionalismos de la cotidianidad. Sólo así se puede sobrellevar el malestar de la cultura del que nos habló Freud. En cualquier caso, ya sea de forma profana o sagrada, el vino debe estar presente siempre que se quiera disfrutar de una buena charla, una agradable compañía y de la vida en general.
Tanto hablo de las virtudes del vino que a Marco, el dueño del Florida 18, uno de los restaurantes-bares que hay por la zona en la que vivo, se le metió la idea de que soy un experto catador. A ver, es cierto que en esto del vino ya tengo práctica y eso a veces lo hace a uno exquisito. Antes me tomaba un valdepeñas como podría ser “Los Molinos” y me parecía la calidad embotellada. Ahora, sin despreciar aquel vino que tantas noches me hizo compañía, he de admitir que trato de embucharme sólo “crianzas”. Que sean riojas, riberas, somontanos o toros me da igual, siempre que sean aceptables. Y ahí sí que ya nos metemos en una conversación de matices que no podría (y que no me interesa) explicar. Aun así que disfrute el vino no me hace un experto, pero por alguna razón, y a esto quería llegar, Marco me da a probar todos los vinos que le ofrecen sus proveedores y si me gustan los pone en la carta.
Para mí se ha convertido en un excelente trato. De vez en vez me detiene en la calle —¡Ah! porque no creáis que espera a que esté tomando algo en su bar— y me dice: “Me ha llegado este Ribera. Vente a probarlo”. Así que entro, me pone un poco en una copa, yo le pido que me ponga del que ya tiene en la carta y comparo. Así ha (hemos) ido probando distintos vinos a lo largo de la historia de su bar. El que se ha mantenido incólume desde el comienzo es un Rioja llamado Arnegui que, con independencia de mi opinión, está muy bueno. Con los Riberas hemos batallado un poco más y con algunos blancos también. Quizá se deba a que Marco me los ha dado a probar cuando ya llevo metidos unos cuantos vinos previos entre pecho y espalda. Ya para ese entonces me sabe bien hasta el aguarrás.
Hasta ahí todo bien. Su bar se ha convertido en uno de los lugares de encuentro que frecuento con amigos, familia, etc. El problema, si es que podemos usar este término aquí, es que a Marco le encanta cocinar y se ha dado cuenta de que la comida me gusta casi igual que lo que me gusta el vino. Así que cada vez que coincidimos en su bar, viene a la mesa y nos dice: “he preparado unas gachas” —cabe mencionar que Marco es manchego y los platos tienden a contar con una alta reserva calórica— o “mirad que buenas que han quedado estas migas”. El caso es que nos informa que aquello que ha preparado fuera del menú y nos lo planta directamente en la mesa. Hay que admitir que todo lo que prepara está buenísimo, aunque justo en estas invitaciones radica “el problema”. Estos kilos de más que llevo a cuestas están directamente relacionados con el Florida 18. Su local es cada vez más una tentación pecaminosa.
Ya se puede imaginar el lector lo que significa esta explosiva combinación para el bohemio escritorucho que redacta estas líneas: buen vino, buena comida ¡y algunas veces gratis! Menudo chollo. Y no soy sólo yo quien goza de esta calórica oferta. Y ya no hablo de mi mujer, sino de Oli, mi perrita. Marco adora a Oli y cada vez que la llevo conmigo comienza a sacarle comida: jamón, pollo, ternera y muchas otras tentaciones. Claro está que Oli también ama a Marco. Así que ahí tienen a la Oli moviendo el rabo toda contenta para que Marco le dé un aperitivo más y a mí sonriendo para ver si me cae otra copa de vino. Muy buena gente este Marco, nadie puede negarlo. Espero siga al frente de este bar que tantas alegrías me ha brindado, pese a que la salud de mis coronarias esté en riesgo o como se dice vulgarmente, “pese a lo que pese”.
R.III
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