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Ideas de magnanimidad y la búsqueda de la plenitud

Uno de los principales problemas que tiene el hombre para poder alcanzar la felicidad es el conjunto de ideas de magnanimidad que le ha impuesto la sociedad. Me refiero a esa serie de conceptos arraigados en la cultura de occidente sobre aspectos cotidianos como las relaciones amorosas, la amistad, los objetivos personales, el empleo del tiempo, etc. Uso el término de “magnanimidad”, porque dicho concepto hace referencia a la perfección, lo verdadero, lo eterno y otras cualidades que por su elevado estatus sólo pueden considerarse magnánimas. Estas ideas han hecho mucho daño, porque desde pequeños se nos ha impuesto una serie de “estándares de calidad” para una serie de sucesos que se van presentando a lo largo de la vida de toda persona.

Un ejemplo puede ser encontrado en las relaciones de pareja. Generación tras generación, la sociedad ha estipulado que las relaciones íntimas satisfactorias son aquellas que consiguen la permanencia. En este caso no estoy haciendo referencia a ese otro espectro cultural que encasilla a las uniones bajo términos como noviazgo, matrimonio, estar arrejuntados u otros. En realidad el concepto de magnanimidad va más allá de cuestiones conservadoras o liberales que consideran una relación como sólida por el hecho de estar adscrita a un concepto religioso, civil o individual. En realidad lo que es común a todas es la concepción general e indisociable de temporalidad. Si una relación de pareja llega a su fin, es comúnmente visto como un fracaso. Ese enlace no triunfó, porque no era el correcto. En cambio aquella relación que perdura es vista como una unión exitosa. No importa que se haya disfrutado de momentos de plena felicidad durante varios años, si sobreviene la ruptura todo el vínculo es concebido como un fracaso. Es cierto que existe un factor emocional que no permite, hasta que el tiempo cierra las heridas, apreciar todos los buenos momentos que se han tenido durante el período de alianza. Sin embargo, la relación continua siendo apreciada como un todo y la ruptura sigue otorgándole una etiqueta negativa. La idea de magnanimidad nos impide comprender que esa etapa y cada una de ellas en la relación, se pueden medir como éxitos o fracasos independientes a la duración de la misma.

Cuando uno está disfrutando del amor y la felicidad en una relación íntima, en ese momento ya se está gozando de un lazo exitoso. Es muy probable que si a esas personas se les preguntara, ellos aceptarían esta realidad. Pero si unos años más tardes terminan por cualquier tipo de razón ¿entonces todo lo anteriormente vivido carece de valor? ¿Tenemos que aceptar que esa relación fue un fracaso?

Estas ideas de magnanimidad imponen un peso muy fuerte en los aspectos cotidianos. Porque nos hablan de una permanencia, de una eternidad, de un hasta que la muerte los separe; que el mundo se empeña en refutar. La realidad que vivimos comúnmente parece mostrar día a día que no existen tales objetos eternos; que no son posibles los eventos duraderos. No es atrevido decir que todo es efímero o cuanto menos cambiante. Sin embargo, nos hemos autoimpuesto metas elevadas. El éxito personal muchas veces está basado en esas ideas de magnanimidad y no es de extrañar que muchas personas caigan en depresión, pues es sumamente difícil alcanzar esos objetivos. Tenemos miedo a morir sin haber vivido todo lo que estaba a nuestro alcance. No queremos perder el tiempo y nos vemos, en consecuencia, envueltos en una carrera descontrolada que conduce más al estrés que a la felicidad. Y así continuamos inmersos en una serie de valores que no se corresponden con el mundo posmoderno que habitamos. Si comenzáramos a aceptar que incluso esas nociones de amor, felicidad, disfrute del tiempo, etc. están llenos de armonía, aunque venga en dosis específicas, quizá sería más sencillo darnos cuenta de lo cerca que estamos de la plenitud todos los días.

R.III

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Un producto de la magnanimidad: La mezquita azul

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Otro producto de la magnanimidad: Santa Sofía.


El organismo y su perfección

El cuerpo humano es sorprendente como un conjunto. Los sentidos están estructurados de tal manera que sólo perciben aquellas sensaciones que pueden beneficiar o perjudicar al hombre, de forma que éste puede aprovecharlas o evitarlas. Por ejemplo, el dolor que percibimos por los impulsos nerviosos y que podemos englobar en el sentido del tacto nos avisa de una herida; imaginemos que no pudiéramos sentir cuando nos hacemos una cortada; las personas podrían morir desangradas sin darse cuenta de ello. La sangre en sí misma también alerta; de hecho es interesante que el color de este fluido sea tan llamativo. Tal vez es lo que nos lleva a asociar el color rojo al de alarma (señales de tráfico, cruz roja, prohibición, etc.). Por otro lado, el oído y la vista no puede percibir ciertas longitudes de onda como los ultrasonidos o los rayos ultravioletas; de esta forma el hombre no se vuelve loco en un mundo cuya cantidad de información podría dejar completamente desconcertado a cualquiera.

Walter Cannon fue el fisiólogo que acuñó el concepto de homeostasis (de homeo semejante, y stasis  estado fijo). Un proceso del organismo que intenta mantener una constancia de sus funciones para preservar la vida. “La condición constante que mantiene el cuerpo podría denominarse equilibrio. En todo caso, esa palabra viene a ser un significado bastante más adecuado cuando es aplicado a simples estados físico-químicos, donde fuerzas conocidas están compensadas. Los procesos fisiológicos coordinados que mantienen los estados constantes en el organismo son tan complejos y peculiares a los seres vivientes […] que he sugerido una designación especial para este tipo de estados, homeostasis”[1].

Un ejemplo sencillo es el que se da cuando, en altas temperaturas, el cuerpo libera calor a través del sudor para mantener estable la temperatura interna. Sin embargo, esta interacción de los distintos órganos va mucho más allá. Para empezar, si el calor se prolonga es probable que los osmorreceptores del hipotálamo detecten el aumento de concentración de solutos y la osmolaridad de la sangre; con lo que mandarán una señal para producir la sensación de sed. También los osmorreceptores favorecen la liberación de la hormona ADH para que el riñón concentre la orina y limite la pérdida de agua. Toda esta concatenación de acciones se activa para mantener el sistema estable. Desde que se encontró esta relación de procesos, el estudio del funcionamiento del cuerpo humano dejó de ser macanicista (ver al cuerpo como una máquina, cuyas partes se pueden estudiar de forma independiente) para volverse holista; o sea que hay que ver al cuerpo como un todo. Para los holistas, de no estudiar al organismo bajo esta perspectiva se pueden pasar por alto procesos cuya función repercute en otros sistemas con los que mantienen relación.

Y pese a esta  sofisticada maquinaria que es nuestro cuerpo, me parece interesante como esta supuesta perfección cuenta con cabos sueltos que parecen contradecir la sabiduría del cuerpo. Por ejemplo, ¿por qué cuando uno tiene varicela o alguna enfermedad parecida en la que por nuestro bien deberíamos evitar rascarnos en las llagas que brotan, el cuerpo parece empecinado en mantener un prurito que nos inclina a frotarnos? Si realmente existe tanta excelencia corporal ¿por qué el cuerpo no evita el picor y así previene una posible infección en caso de rascarnos con las manos sucias, o simplemente que no queden marcas?

Mi hijo hoy tiene conjuntivitis y me pongo un tanto nervioso cada vez que se lleva los dedos a los ojos. Sé que no puede evitarlo, pero eso sólo lo empeora. Además sus manitas no es que sean el colmo de la limpieza. Le riño y le retiro la mano cada vez que lo sorprendo, pero al rato ya está repitiendo la operación. Se desespera y lleva sus palmas a las mejillas, pasea los nudillos por los vértices de los ojos sin llegar a tocárselos; se acerca mucho y se estira la piel como haciendo ojos de chinito, pero consigue vencer la tentación unos minutos. Sin embargo, no pasa mucho tiempo antes de que esté otra vez frotándose. Sé que da gustito rascarse; ¡es tan placentero! ¿Cuántas veces no habré estado en la misma situación aplacando el picor restregando mis órbitas vigorosamente? Por un momento la sensación es celestial,  pero cada vez el cuerpo pide más y más. Por eso, aunque la sensación sea provocadora, le explico que entre más se rasque más le van a picar.

No estoy realmente preocupado; las gotas que le recetó el doctor lo van a aliviar, no va a perder la vista, ni mucho menos. Pero su incomodidad –qué duro esto de ser padre- hace más mella en mi espíritu que el propio malestar físico que le acosa. Esa impotencia por no poder aplacar su picor me hace plantearme algunas preguntas. ¿Dónde está esa máquina perfecta? ¿Por qué nos vanagloriamos tanto de ese “magistral” organismo? Quizá todas esas suposiciones no sean más que otra entelequia con la que los seres humanos nos conformamos.

R.III


[1] Cannon, W. B.,: The Wisdom of the Body, The North Library, New York, p. 24.

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