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Historias de mayores

Discurso de clausura de los cursos de verano del Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Nebrija.

26 de julio de 2018

 

Tenía pensado hablar sobre mi crisis de los cuarenta. Pero me ha parecido inapropiado por dos razones. La primera es que ahora mismo tengo 38 a punto de cumplir los 39; si ahora estoy así, ya se pueden imaginar lo que me espera. Además, una profesora amiga mía me dijo: guárdate el comodín para hablar de ese tema el próximo año (quizá le haga caso). La segunda razón para evitar el tema es que no sería una reflexión digna de tratar frente a un público tan joven; como dice Jame Gil de Biedma:

“que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde”.

Así que ya habrá tiempo para estas reflexiones, chicos.

En realidad, yo de lo que quería hablar era sobre lo que despierta en mí estos sentimientos. Y como casi todo en mi vida, creo que se debe a mi relación con la literatura. Este año en el Centro de Estudios Hispánicos estrenamos la asignatura de Panorama de la literatura Hispanoamericana. Tuve la suerte de poder diseñar el plan de estudios de este curso e impartirlo en primavera. No miento si les cuento que a lo largo del curso me invadió muchas veces la nostalgia. Mientras rememoraba y preparaba las clases sobre esos clásicos: Pablo Neruda, Rubén Darío, Horacio Quiroga, César Vallejo y más recientes: Carlos Fuentes, Octavio Paz, Borges, Oliverio Girondo, Bryce Echenique, Márquez, Mario Benedetti y tantos más… Como decía cuando preparaba las clases no podía dejar de verme a mí mismo en las situaciones en las que leía esos libros: me veía leyendo Conversación en la Catedral de Vargas Llosa sentado en el autobús que me llevaba a la universidad, o tirado en un parque entretenidísimo con Dos crímenes de Ibargüengoitia, en el salón de mi casa antes de que mis padres me llamaran para cenar enganchadísimo con Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, en la biblioteca de la universidad comprendiendo más sobre mi propia cultura a través El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz  o tratando de conquistar a mis primeras novias (no es que haya tenido muchas; les aseguro que la poesía no es la mejor manera de ligar) con los veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda o Hagamos un trato de Benedetti.

Algo muy parecido me pasó cuando, ya viviendo en España, impartía la clase de Panorama de la Literatura Española. Muchos de eso clásicos los había leído de joven y de manera obligada, así que releerlos, ya como profesor, se convirtió en una tarea muy satisfactoria. También tengo muchas lecturas unidas al recuerdo de algún lugar. Por ejemplo, las aventuras El Lazarillo de Tormes las leí en el Parque el Retiro, El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín lo leí sentado en un banco en el Paseo del Prado muy cerca de los museos Prado y Thyssen Bornemisza o, por ejemplo, las novelas de El orden alfabético de Juan José Millás y Corazón tan Blanco de Javier Marías me recuerdan a los jardines del Campo del Moro y, por tanto, al poder apreciar las vistas del Palacio Real. Otras tantas obras las leí en el metro o en el autobús: el repaso de los poetas españoles, por ejemplo, lo tengo ineludiblemente ligado a las escaleras mecánicas de Metropolitano rumbo a la Dehesa de la Villa, donde está el campus de la Nebrija en el que se encontraba antes el CEHI.

Así es, la literatura siempre ha estado ligada a lugares y a personas. En cuanto a esto último, debo mencionar a mi padre que fue el que hizo todo lo que estuvo en sus manos para que me aficionara a la lectura. Y miren que le costó, porque yo empecé a leer (a aficionarme a la lectura) bien tarde: hacia los 15 años ni más, ni menos. Pero es que me ponía a leer a Emilio Salgari y no me entraba por más empeño que ponía las historias de aventuras que tenían lugar en Malasia, la selva india o el mar de las Antillas. Me parecían un rollazo. En cambio, yo le veía desternillarse de la risa en el salón leyendo “sus novelas” y cuando le pedía que me dejara leer esas obras que tanto le hacía reír, me decía “no, esas son para mayores”. Así que un día a escondidas cogí una de las obras que leía y me la llevé a un parque: Dos horas de sol de José Agustín, todavía me acuerdo. Descubrí que efectivamente era de mayores: había palabrotas, drogas, sexo y rocanrol (me encantó leerlo), pero más importante, descubrí a una compañera de viaje que hasta la fecha no me abandona: la literatura. También por eso José Agustín es uno de mis escritores preferidos, aunque no es ni de cerca uno de los mejores que haya leído.

La literatura y la poesía, ¡qué grandes compañeros! Pero a veces se encuentran solos, porque la gentes les está olvidando. Lo que me recuerda el poema de Juan Gelmán:

Sobre la poesía

habría un par de cosas que decir/

que nadie lee mucho/

que esos nadie son pocos/

que todo el mundo está con el asunto de la crisis mundial/ y

 

con el asunto de comer cada día/se trata

de un asunto importante/recuerdo

cuando murió de hambre el tío juan/

decía que ni se acordaba de comer y que no había problema/

 

pero el problema fue después/

no había plata para el cajón/

y cuando finalmente pasó el camión municipal a llevárselo

el tío juan parecía un pajarito/

los de la municipalidad lo miraron con desprecio o desdén/

murmuraban

que siempre los están molestando/

que ellos eran hombres y enterraban hombres/y no

pajaritos como el tío juan/especialmente

porque el tío estuvo cantando pío-pío todo el viaje

hasta el crematorio municipal/

y a ellos les pareció un irrespeto y estaban muy ofendidos/

y cuando le daban un palmetazo para que se callara la boca/

el pío-pío volaba por la cabina del camión y ellos sentían que

les hacía pío-pío en la cabeza/el

tío juan era así/le gustaba cantar/

y no veía por qué la muerte era motivo para no cantar/

entró al horno cantando pío-pío/salieron sus cenizas y piaron un rato/

y los compañeros municipales se miraron los zapatos grises de vergüenza/pero

volviendo a la poesía/

los poetas ahora la pasan bastante mal/

nadie los lee mucho/esos nadie son pocos/

el oficio perdió prestigio/para un poeta es cada día más difícil

conseguir el amor de una muchacha/

ser candidato a presidente/que algún almacenero le fíe/

que un guerrero haga hazañas para que él las cante/

que un rey le pague cada verso con tres monedas de oro/

 

y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron

las muchachas/los almaceneros/los guerreros/los reyes/

o simplemente los poetas/

o pasaron las dos cosas y es inútil

romperse la cabeza pensando en la cuestión/

 

lo lindo es saber que uno puede cantar pío-pío

en las más raras circunstancias/

tío juan después de muerto/yo ahora

para que me quierás/

¿Qué hacer? Como escritor sólo puede intentar hacer lo que dice Goytisolo: devolver la lengua en un estado distinto al que tenía al momento de recibirla. Cosa nada fácil, por cierto. Como profesor, trato de transmitir esta pasión a mis alumnos de literatura. He de confesar que para lograrlo a veces echo mano de historias de mayores. Incluso algunas un poco picantes. Lo siento por la directora aquí presente, pero espero que piense en ello como una estrategia pedagógica, además, siempre son clásicos de la literatura. Y por eso, como ya se está convirtiendo en costumbre, tengo que agradecer al Centro de Estudios Hispánicos que me permita mantener mi pasión que es la literatura. Creo que no mucha gente puede estar tan satisfecho con su trabajo, como yo lo estoy con el mío. También agradezco el poder compartir aula con chicos tan entusiastas como son los alumnos extranjeros que vienen todos los años. Estoy encantado con los grupos que he impartido este verano: cuánto entusiasmo han puesto en su participación todos los días pese a comenzar a las ocho treinta.  ¡Qué grandes son!

Así que después de esta pequeña reflexión puedo decir que ya no me importa estar a la puerta de la puerta de los cuarenta. Así es como se debe vivir la vida “golpe a golpe, verso a verso” como diría mi querido Machado. O como decía Alejandra Pizarnik, poeta discípula de Borges, “”ya comprendo la verdad, ahora a buscar la vida”.

Hoy estoy feliz y estoy deseando compartir esta tarde con los presentes, pero allí abajo, para poder despedirnos bien.

 

R.III

 

 

 

 

 

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Si te ha gustado esta entrada puedes leer el discurso del año anterior. Las águilas de Zeus

 

 

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Las águilas de Zeus

 Discurso de clausura de los cursos de verano del Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Antonio de Nebrija, 27 de julio 2017

Me he dado cuenta de que una de las cosas que más me gusta hacer en la vida después de escribir, y de algunas otras actividades de carácter hedonista, es dar clases de literatura. Algunos de mis amigos cercanos aseguran que este gusto se debe al hecho de que me encanta hablar y ser escuchado (de hecho, ellos dicen textualmente que me gusta oírme a mí mismo) y mucho más si el tema está relacionado con la literatura. Claro, cuando uno da clases puede explayarse sobre cualquier tema y los alumnos no tienen más remedio que escuchar.

Ahora me doy cuenta de que los discursos de clausura también sirven muy bien para este fin.

Aunque esta hipótesis podría ser correcta, lo cierto es que existen otras razones de mayor peso. Primero porque la literatura es uno de los grandes bienes del ser humano. Los alumnos que han pasado por mis clases saben que defiendo la idea de que la literatura es la disciplina más importante (por encima de la física, la medicina, la psicología, cualquier ingeniería; por encima de todo). Para poder defender mi postura necesitaría más de los diez minutos que tengo para poder dar este discurso así que sólo puedo mencionar que la Literatura nos habla sobre las cosas importantes de la vida y que de otra manera sería difícil conocer por, según cuenta Wittgenstein, su carácter inefable. En otras palabras, rebasa los límites del lenguaje y por ende rebasa los límites del conocimiento. Me refiero a temas como el amor, la justicia, la amistad, la verdad, etc.

Esta es una razón, pero la más importante es que dar clases de literatura me permite estar rodeado de ustedes… los alumnos que año tras año vienen al Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Nebrija. Los alumnos que vienen a mis clases de literatura son, sin más, una gozada. Muy en especial aquellos que vienen en verano. Se trata de un perfil de alumnos entusiasta, creativos, inteligentes, qué digo inteligentes, brillantes y siempre sonrientes. No sé a qué se debe, quizá a que tan sólo vienen por un mes o dos… no lo sé. Lo certero es que cuando están aquí se quieren comer el mundo. Y eso me llena de energía, porque me acuerdo de mi propia juventud. Tanto que no puedo dejar de recordar la película Noviembre de Achero Mañas que termina con la lapidaria frase: “Antes luchaba por cambiar el mundo, ahora lucho porque el mundo no me cambie a mí”. Pues cuando estoy con ustedes, queridos alumnos, siento que sigo siendo capaz de cambiar el mundo, un deseo que espero ustedes también sientan.

Por eso me gusta que vengan a estudiar a España, porque lo que pueden aprender aquí les va a ayudar en este propósito. Y no se trata sólo de aprender otra lengua. Se trata de poder conocer otro país, no como turistas, sino viviendo en él y salir así de la zona de confort. Esto les ayudará a entender otras culturas (no sólo la española) y el entendimiento entre culturas es muy necesario en estos días aciagos.

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Delfos fue una de las principales ciudades de la Grecia Clásica. En épocas antiguas era el lugar del oráculo de Delfos, dentro de un templo dedicado al dios Apolo. Según cuenta el mito, Zeus envió dos águilas direcciones opuestas a la misma velocidad. Como consideraban que el universo era esféricos, era evidente que estas dos águilas se encontraran en algún punto. Ese sitio sería el centro de la tierra y ahí es donde debería estar el oráculo. Delfis significa matriz. La idea es pensar en la matriz como el centro del mundo.

China en chino se dice Zhongguo, pidos disculpas a los alumnos chinos presentes, mi chino está un poco oxidado. El primer carácter zhōng (中) significa «centro», «medio» y guó (國) significa «Estado», «país. Literalmente sería nación del centro

Finalmente Cuzco, por otro lado, es el nombre de una ciudad Inca situada en Perú. La tradición afirma que significa centro, ombligo, cinturón en quechua antiguo.

¿A dónde quiero llegar?

Pues a que todos estos ejemplos muestran que aunque sean culturas muy distintas y de tiempos diferentes, ya sean íncas, antiguos griegos o chinos; todos han considerado que su tierra era el centro del mundo. En otras palabras: “El universal cultural, por excelencia, es pensar que la plaza del pueblo de uno es el centro del planeta”. Y no es raro que pensemos esto, de igual manera, el universal psicológico es pensar que cada uno de nosotros somos las personas más importantes. Para que no suene tan fuerte, podemos decir que pensamos que somos los protagonistas de nuestra vida y es complicado no hacerlo.

Sin embargo, con el tiempo conocemos otras personas y vemos que ellos también son protagonistas de su vida y recibimos una cucharada de humildad. De la misma manera, viajar nos hacer ver que el mundo es más grande de lo que pensábamos y que ese centro no existe. Sobre todo cuando podemos tener una estancia internacional de estudios o de trabajo. Ahí nos damos cuenta de que hay otras formas de vivir la vida y que son tan válidas como la nuestra, aunque a veces nos parezcan extrañas. Convivimos con personas de otras culturas y terminamos entendiéndonos con ellos.

Me recuerda el fragmento de poema que escribí hace unos años a R.IV que se llama

Aforismos a Ramón IV

Confío en que comprendas lo absurdo de las banderas

la necedad del ser humano

al imponer límites geográficos, raciales

e incluso familiares

 

confío en que rehúyas de los himnos de toda índole

y que construyas tu identidad con criterios amplios

 

que tus raíces nutran el árbol de tu vida

pero sin aprisionarlo

que permitan que su tronco crezca con solidez

hacia cualquier horizonte al que se incline

[sigue…]

Ustedes se llevan esa enseñanza. Aunque a lo mejor no lo saben todavía, ustedes ya son más tolerantes, más flexibles, más empáticos y más humildes. Estos rasgos les permitirán cambiar el mundo o por lo menos intentarlo. Es de verdad un gran placer haber coincidido con algunos de ustedes, aprender de ustedes y cargarme de esta energía tan positiva que gano cada vez que doy clases de literatura.

 

R.III

 

 

 

 

Agradezco las fotos a la ágil mano de Zaida del Rio, y a los estudiantes Gaudi y Lenadro que llevaban teléfonos de alta gama para cristalizar estos recuerdos.

 

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de leer El poder de las palabras

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Mi mundo de ayer

No es una regla de oro, pero las inquietudes literarias suelen acuñarse a una temprana edad. Por lo general vienen acompañadas de muchas lecturas, aunque más importante aún es el hecho de que están ligadas a una serie de amistades que también cultivan ese amor por las letras. No me imagino haber emprendido la trayectoria de la literatura —ya sea como profesor de esta disciplina, ya como amago de escritor— si no me hubieran encaminado por esta senda algunos de mis reseñables amigos. Pienso en este detalle a colación de la lectura que estoy haciendo de El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Una preciosa autobiografía que escribió este autor austriaco justo antes de quitarse la vida (junto con su esposa) en 1942[1]. No creo que exista un mejor legado para hacer a este mundo que dejar un texto de estas dimensiones. Un libro que debería ser obligatorio en los colegios para enseñar grandes valores: la tolerancia, el esfuerzo, la búsqueda de la belleza, la defensa de la paz, la amistad incondicional… Todavía no termino de leerlo y ya sé que va a ser uno de mis libros favoritos.

Volviendo al tema de esta columna quería rescatar algunas de las líneas que Zweig escribe sobre su iniciación literaria. Para empezar, recuerda en su libro, con mal sabor de boca, el tipo de enseñanza que recibió en su niñez. Clases aburridas en las que el profesor era una figura atemorizadora y el saber una obligación tediosa. Por fortuna, conforme fue creciendo también fue obteniendo un poco más de libertad. A ello se aunó la suerte de encontrarse con un grupo de amigos del instituto que tenían las mismas inclinaciones que él; un gusto desenfrenado por la lectura:

“[…] Y sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades era el café.”

Lo vivido por Zweig no es exclusivo de su época. Una cafetería es el lugar de encuentro por excelencia para el joven (y no tan joven) literato. Un sitio propenso para las tertulias con los amigos o la lectura individual. Quien dedique su vida a la escritura, casi podría asegurarlo, afirmará que ha invertido muchas horas de su vida reuniéndose con colegas en estos lugares para comentar aquellas obras que le han apasionado, para trabajar algún texto suyo o de alguno de sus compañeros, o tan sólo para deleitarse con el libro de turno. Es el entorno donde comienzan a gestarse los andares del escritor. Zweig nos abre una ventana para mostrarnos cómo era en su tiempo el café:

“Para comprenderlo hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a un buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas […] y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas”.

Este café vienés permitía al público un acceso a periódicos de todo el imperio alemán y de otras nacionalidades. Sin olvidar la disposición, según Zweig, de las revistas literarias más importantes del mundo:

“Pasábamos ahí horas enteras cada día y no había nada que se nos escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis pictus de los acontecimientos culturales no con dos, sino con veinte o cuarenta ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía el otro, y como la arrogancia infantil y una ambición casi deportiva nos impulsábamos a superarnos en el conocimiento de las últimas novedades […]”

Conocieron así a Nietzsche o a Kierkegaard, cuando apenas se comenzaba a hablar de ellos. También leyeron a Rainer Maria Rilke (que más tarde se convertiría en amigo de Zweig) o a Balzac, entre muchos otros. Puedo imaginarme de forma nítida a ese grupo de jóvenes charlando con pasíón sobre estos personajes. Y si lo puedo hacer es porque lo he vivido. Sé que puede resultar ingenuo (incluso patético), pero a lo largo de este capítulo de El mundo de ayer no podía dejar de verme reflejado en las vivencias del grupo de amigos de Zweig; salvando las grandes distancias que separan al genio del profano.

Hay que cambiar el contexto romántico de la Viena de finales del siglo XIX, por las contaminadas inmediaciones de la Ciudad de México a finales del XX. También habría de sustituir esos cafés refinados de la capital austriaca, por la popular cadena de cafeterías Samborns. Sin embargo, yo también tuve la suerte de conocer a un grupo de amigos que me incentivaron a abrir la mente. El entorno de Zweig era distinto al nuestro, pero las inquietudes y las ansias de mejorarnos unos a otros eran muy similares, si no es que idénticas. Las charlas versaban de Freud, Nietzsche, Fromm, Wittgenstein, Marx, pero también de Hesse, Hamsun, Saramago, Vargas Llosa, Benedetti. Pasábamos de un tema a otro en una vorágine inexorable de citas, apuntes, comentarios. Unos chavitos que tenían la pueril idea de dominar el saber, que intentaban resolver el mundo desde la pequeñísima ojeada que habían echado a un puñado de autores. Todavía recuerdo cuando Emilio, uno de estos amigos, se refirió a nosotros como “intelectuales”. Me hizo gracia, y todavía me lo sigue haciendo, pero supongo que eso éramos. Porque un intelectual no es otra cosa que una persona que ama el saber y desde entonces ya lo amábamos; como amamos a la literatura, al arte o a una mujer.

Así también comenzamos a escribir. Intentábamos plasmar nosotros lo que veíamos en esos grandes autores que nos fascinaba. Perseguíamos un estilo auténtico y conseguíamos textos llenos de artificios, pero que en ese momento nos parecían originales. Nos leíamos esas intentonas literarias y las comentábamos. Muchas de ellas las publicábamos en el periódico universitario, pero éramos nosotros nuestros mayores críticos. No dejábamos pasar los errores cometidos de nuestros compañeros y ellos no pasaban inadvertidos los nuestros. Algo parecido a lo que comenta Zweig: “Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente seguían marcando con tinta roja las comas que nos faltaban en las redacciones escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica.” Se refiere a una mucho más severa y meticulosa, donde se jugaba algo más que una nota; el honor. Es decir, la admiración o la ignominia durante aquella tarde de café.

Echo de menos aquellas largas jornadas de intensa charla. Al igual que la Viena que describe Zweig, en el Samborns con pagar un único café se podía permanecer horas. La vida era más sencilla y nuestros sueños eran grandes. Ahora la vida es compleja y mis ambiciones modestas: la lectura de un buen libro, un poema, escribir algunas líneas de vez en vez y echar la vista atrás con la melancolía que causa la impronta de haber vivido buenos tiempos.

R.III

Dedicado a Oscar y a Emilio.

 

 

[1] Debió llevarle años escribir este libro, pero esperó a terminarlo antes de quitarse la vida.

 

 

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El tiempo corta las alas al amor. Lambert Sustris (Museo del tiempo Besanzón, Francia)

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar: El ostracismo de los reyes magos.

O también puedes visitar algunas Reflexiones sobre el universo.

No dejes de añadir a Ramón Ortega (tres) como amigo en el facebook pinchando en el enlace de la derecha.

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Cerrado por vacaciones II

Para los que trabajamos en el mundo académico los años no comienzan el uno de enero, empiezan en septiembre. Y la transición de un año a otro no dura doce campanadas acompañadas de uvas, sino que se aglutina en un espacio temporal llamado «vacaciones». Por esta razón, yo estoy ahora cerrando mi año y haciendo mis propósitos para el que viene, al que no puedo evitar poner dos cifras: 2015/2016. Así he medido el tiempo desde que tengo uso de razón; ya fuera por ser estudiante y ahora por ser profesor.

Esto viene a colación porque no se me puede ocurrir mejor cierre del curso que el de esta semana. Este verano he tenido la suerte de compartir aula con una profesora y amiga a la que quiero mucho desde hace muchos años: Amparo Ángel. Toda una institución en el centro universitario con el que colaboro. Cuatro asignaturas de literatura en plan intensivo (todos los días tres horitas); que para los que me conocen y saben de mis pasiones y amoríos, ya se imaginarán que he disfrutado a lo grande. En especial porque en verano los alumnos extranjeros que vienen a este tipo de cursos suelen tener mucho nivel (tanto intelectual, como lingüístico). Una de las últimas clases que dimos  fue la de Narrativa Contemporánea. En ella trabajamos un libro de Luisgé Martín llamado Los Oscuros. Un libro de relatos ahora muy difícil de conseguir, que fue la ópera prima de este autor (quien se ha convertido en una de mis referencias literarias). La compilación de cuentos es una joyita, por lo que es altamente recomendable.

Pero como iba diciendo, no puedo imaginar mejor cierre que el dar fin a esta asignatura con la visita del mismísimo Luisgé a clase. Lo ha hecho con absoluta libertad y valentía, pues no se ha cortado en transmitir su idea sobre ciertos aspectos que muchos compartimos, pero que quizá no nos atreveríamos a admitir. Desde que llegó y se sentó en una de las mesas del aula, los temas fueron fluyendo con soltura: el libro en cuestión, el período en que lo escribió, su idea sobre la literatura, el amor, lo sórdido. Entre los temas que quiero rescatar hoy, aunque no se pueda decir que es especialmente auténtico, es su reflexión sobre el amor o el enamoramiento (aspecto fundamental para la confección de Los oscuros). Este enamoramiento, según Luisgé, sólo se vive con verdadera intensidad cuando se es joven e inexperto. Un período cuando uno exagera el sentimiento y por consiguiente lo sufre. Esta etapa es de completo desasosiego, porque cuando uno lo tiene y es correspondido, sabe que en cualquier momento puede desaparecer y esa idea nos aterroriza, por otro lado, cuando no se es correspondido, la desazón se convierte en una angustia terrible. Con los años esa idea de las relaciones personales va disminuyendo, la vamos banalizando; casi como una autoprotección, porque un desasosiego de estas dimensiones, y de forma perenne, nos enloquecería. Por esta razón, en la madurez el amor ya no es esa fiesta de colores y emociones, pero no por eso deja de ser algo que valoramos con todas nuestras fuerzas. La buena convivencia, la estabilidad, la realización propia y de la persona amada, el proyecto de vida, etc. se imponen a las mariposas en el estómago.

Pero a veces creemos que nuestra vida, más bien convencional y hasta conservadora, no merece la pena. Creemos que esa rutina, parecida al tedio, es justo aquello que no queríamos para nosotros. La estabilidad, los niños, un buen trabajo y una serie de adquisiciones materiales, parecen no estar a la altura de las mariposas en el estómago. ¿Qué hacer? La misma ciudad, otra novela de Luisgé, nos brinda ciertas pistas. Porque si realmente renunciáramos a toda esa estabilidad y cambiáramos de vida. Si consiguiéramos el amor (o amores), el reconocimiento, la fama, la aventura… y dejáramos detrás todo eso que creemos nos retiene de la felicidad, quizá averiguaríamos que tampoco eso nos brinda la dicha, por muchas mariposas que sintamos. Dejo aquí la reflexión que quizá otro día profundice.

Por el momento me alegro y hasta pienso que es bonito saber que a veces podemos sentir esas mentadas mariposas con la literatura y con charlas sobre este tipo de temas. Pero entre tanto cierro por vacaciones y espero que el próximo año abra tan estupendamente como hoy culmina éste.

 

R.III

 

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Buda recostado

 

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Vacaciones

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Oporto blanco

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Un viaje personal

El día de hoy sale a la luz mi nuevo blog llamado Un viaje personal. No dejaré Cuando el hoy comienza a ser ayer, pero mi intención es que el otro sea el escenario donde vuelque todos los artículos que tengan que ver con divulgación filosófica, científica y literaria. Este espacio seguirá siendo un espacio personal donde iré volcando aquellas reflexiones del acontecer cotidiano; mi percepción sobre la actualidad o de mi entorno, e incluso algún texto catártico de los que ya estarán acostumbrados. Sé que habrá personas que encuentren mucha similitud entre este nuevo blog y el que están leyendo ahora mismo. Es imposible remediarlo ya que es la misma persona la que va a escribir ambos —Ramón Ortega (tres) o Ramón Ortega III o R.III—y en el fondo tampoco pretendo ocultarlo. Incluso los nombres de cada blog guardan una relación estrecha (más evidente para aquellas personas que me han seguido desde años atrás).

Es cierto que poco a poco Cuando el hoy comienza a ser ayer se ha hecho de su público. Por esta razón, no se me ha ocurrido mejor manera de presentar el blog Un viaje personal que a través de este medio. Agradecería que todos aquellos que han seguido este blog, que se animen a seguir también Un viaje personal. Me intención es que el nuevo blog sea mi carta de presentación para otros medios de mayor alcance y poder colaborar con ellos, ya sea a través del mismo blog o con colaboraciones directas. Para ello siempre viene bien contar con muchos lectores; así que si les gusta lo que leen, por favor compártanlo con sus amistades.

Espero sinceramente que Un viaje personal sea de su agrado.

                                                R.III

 

 

Un viaje personal

 

Prueba a entrar en la primera entrada del blog que explica qué son las falacias y cuáles son más comunes. Pincha en Falacias para entrar.

También puedes leer El reino de los sordos.


La importancia de la literatura: una lectura de la filosofía de Wittgenstein

Una de las reflexiones que me gusta hacer en mis primeras clases de mis cursos y seminarios de literatura y escritura creativa, con la ayuda de los alumnos, es contestar a la pregunta: ¿para qué sirve la literatura? Ya que estas clases giran entorno a diversos aspectos de esta disciplina, me parece adecuado comenzar reflexionando sobre su utilidad (si es que la tiene). Así vamos dando paso a una lluvia de ideas que voy anotando en la pizarra. Respuestas de toda índole: “sirve para aprender sobre otras épocas históricas”, “nos ayuda a conocer otras culturas”, “otros idiomas”, “nos entretiene”, “nos permite evadirnos de la realidad”, etc. Una vez terminada la lista de opiniones comienza el análisis de los puntos y se llega a la conclusión que para cada uno de ellos existen alternativas mucho más eficaces, por ejemplo (y sigo el mismo orden): la historia, la antropología, la filología, la televisión –dónde va a parar- o las drogas. Algunas veces algún alumno aventajado hace la observación de que la Literatura te permite muchas veces combinar dos o más de las opciones mencionadas a la vez. No es una mala observación, sin embargo, al igual que las anteriores respuestas me parece que también es poco convincentes; todas ellas son más bien flojitas. Entonces, ¿para qué sirve la literatura de verdad? 


Aquí entra en escena el bueno de Ludwig Josef Johann Wittgenstein. El filósofo austriaco dice en el prólogo de su famoso (y complicadísimo) libro Tractatus Logico-Philosophicus que todas las páginas de éste se pueden resumir con la sentencia de “todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar es mejor callarse”. Con ello quería decir que existen cosas que son inefables; o sea, que rebasan nuestros límites del lenguaje. Y aquello que rebasa nuestros límites del lenguaje, también rebasa nuestro límite de conocimiento. El problema, según Wittgenstein, es que lo verdaderamente importante para el ser humano es inefable, porque en esta categoría entran prácticamente todos los conceptos metafísicos: el amor, la justicia, la felicidad, la verdad. Son metafísicos porque nadie ha visto el amor o ha olido el amor o ha tocado el amor. De hecho, todos creemos que el amor existe y muchos hemos creído experimentar el amor, pero sin una verdadera certeza, porque es difícil comparar el amor que uno ha sentido con el que ha sentido otro. De hecho, si existe una definición del amor es porque hemos convenido una, pero es muy probable que entre dicha definición y el sentimiento que alberga en uno, haya un mundo de diferencia. Por lo tanto, para Wittgenstein todos estos conceptos metafísicos los deberíamos callar, porque nunca vamos a alcanzarlos con el lenguaje y esto implica que no los podremos conocer. 


¿Qué hacer? Acudir a otro concepto que Wittgenstein introduce en su filosofía del lenguaje: la definición ostensiva. Pongamos un ejemplo sencillo, cómo se enseña a un niño ¿qué es el rojo? No se le puede decir que es un color, porque no habría una distinción entre el azul, el amarillo u cualquier otro. La única forma que tenemos para conseguir explicar a un niño qué es el rojo, es “apuntando” a objetos que denoten ese color. Poco a poco el niño comprenderá que cuando apuntamos a esos objetos y decimos “rojo” no estamos haciendo referencia ni a la forma, textura o tamaño, sino al color. Así es como todos hemos aprendido los colores. A este apuntar Wittgenstein le llama definición ostensiva y gracias a ella podemos conocer algo que en principio es inefable, pues nuestro lenguaje no nos permite acceder a él. 


Pero volviendo a nuestro tema inicial ¿esto en qué nos ayuda para conocer la utilidad de la literatura? Pues la respuesta vuelve a estar implícita en Wittgenstein. La forma de comprender aquellos conceptos inefables es apuntando a ellos; al igual que con los colores. Lo interesante es que esta ostentación no necesariamente debe ser física y la literatura es el mejor medio para apuntar a estos conceptos. Una buena obra no te dice lo que es el amor, pero apunta a un acto de amor, no te dice lo que es la justicia, pero apunta a un acto justo, no te dice lo que es la felicidad, pero apunta a un momento feliz. Y es a través de estos actos que vamos leyendo a través de la literatura –y con nuestras propias experiencias- con los que vamos construyendo poco a poco una mejor idea de lo que es el amor, la justicia o la felicidad. Dicho en otras palabras: la literatura nos ayuda a comprender lo que en principio es inefable. Ni la física o la química, ni ninguna otra disciplina, son capaces de mayor logro: enseñarnos las cosas importantes de la vida, lo que nos hace humanos, lo que nos hace únicos. Y además, de paso, nos ayuda a conocer todas esas otras cosas que he apuntado en la pizarra.

Este artículo fue publicado en la editorial de la revista Palabras Diversas número 40.

R.III

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Cerrado por doctorado

En mi última entrada ya anticipaba este momento. Dejaré de escribir por unos meses en este espacio, pero espero volver pronto una vez que termine con ese tormentoso placer al que los expertos llaman tesis doctoral. Por el momento, estimado lector, si ha caído por azar en Cuando el hoy comienza a ser ayer, pasee por aquellas entradas que no han perdido vigencia.

 

Para empezar utilice este blog para escapar de la rutina. Por ejemplo, imagine que los papeles cambiaran un día y los Reyes Magos en lugar de traer regalos decidieran venir a quitárselos a los niños. Pues eso es lo que pasa en Ostracismo de los reyes magos. O échele un vistazo a algunas de las Reflexiones sobre feminismo, sobre la amistad o sobre la muerte.

También puede adentrarse en unos breves consejos sobre oratoria. Doce axiomas para disfrutar más de los diálogos, debates e incluso las charlas de sobremesa: Oratoria para Ramón (cuatro) .

Probablemente el mejor ejemplo de cómo la música, acompañada de las escrituras me han salvado muchas veces de variados desordenes mentales: La música ilumina tu mundo

 Quien haya vivido fuera de su lugar de nacimiento sabrá el significado de la palabra nostalgia. Lo mismo nos pasa a los que hemos perdido a algún ser querido. Es cuando descubrimos que existen Distancias infranqueables

  La vida es como la rueda de la fortuna dice Blood, sweat and tears, a veces se está arriba y a veces se está abajo. De eso se compone nuestra existencia, de Contrastes entre la felicidad y la tristeza.

 ¿Qué tal si el acento de una población fuera producto de un virus? Quizá eso pueda explicar el Día que perdí mi acento

 

Finalmente no deje de descargarse el libro de relatos: Un gran salto para Gorsky o simplemente déjese llevar y con suerte encontrará algo que le haga reflexionar, reír o llorar. No habría nada en este mundo que me hiciera sentir más satisfecho. Ah y si algo le ha gustado o disgustado, por favor, hágalo saber; sus comentarios son la parte más significativa de este espacio.

Hasta pronto,

R.III


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