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Mi mundo de ayer

No es una regla de oro, pero las inquietudes literarias suelen acuñarse a una temprana edad. Por lo general vienen acompañadas de muchas lecturas, aunque más importante aún es el hecho de que están ligadas a una serie de amistades que también cultivan ese amor por las letras. No me imagino haber emprendido la trayectoria de la literatura —ya sea como profesor de esta disciplina, ya como amago de escritor— si no me hubieran encaminado por esta senda algunos de mis reseñables amigos. Pienso en este detalle a colación de la lectura que estoy haciendo de El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Una preciosa autobiografía que escribió este autor austriaco justo antes de quitarse la vida (junto con su esposa) en 1942[1]. No creo que exista un mejor legado para hacer a este mundo que dejar un texto de estas dimensiones. Un libro que debería ser obligatorio en los colegios para enseñar grandes valores: la tolerancia, el esfuerzo, la búsqueda de la belleza, la defensa de la paz, la amistad incondicional… Todavía no termino de leerlo y ya sé que va a ser uno de mis libros favoritos.

Volviendo al tema de esta columna quería rescatar algunas de las líneas que Zweig escribe sobre su iniciación literaria. Para empezar, recuerda en su libro, con mal sabor de boca, el tipo de enseñanza que recibió en su niñez. Clases aburridas en las que el profesor era una figura atemorizadora y el saber una obligación tediosa. Por fortuna, conforme fue creciendo también fue obteniendo un poco más de libertad. A ello se aunó la suerte de encontrarse con un grupo de amigos del instituto que tenían las mismas inclinaciones que él; un gusto desenfrenado por la lectura:

“[…] Y sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades era el café.”

Lo vivido por Zweig no es exclusivo de su época. Una cafetería es el lugar de encuentro por excelencia para el joven (y no tan joven) literato. Un sitio propenso para las tertulias con los amigos o la lectura individual. Quien dedique su vida a la escritura, casi podría asegurarlo, afirmará que ha invertido muchas horas de su vida reuniéndose con colegas en estos lugares para comentar aquellas obras que le han apasionado, para trabajar algún texto suyo o de alguno de sus compañeros, o tan sólo para deleitarse con el libro de turno. Es el entorno donde comienzan a gestarse los andares del escritor. Zweig nos abre una ventana para mostrarnos cómo era en su tiempo el café:

“Para comprenderlo hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a un buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas […] y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas”.

Este café vienés permitía al público un acceso a periódicos de todo el imperio alemán y de otras nacionalidades. Sin olvidar la disposición, según Zweig, de las revistas literarias más importantes del mundo:

“Pasábamos ahí horas enteras cada día y no había nada que se nos escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis pictus de los acontecimientos culturales no con dos, sino con veinte o cuarenta ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía el otro, y como la arrogancia infantil y una ambición casi deportiva nos impulsábamos a superarnos en el conocimiento de las últimas novedades […]”

Conocieron así a Nietzsche o a Kierkegaard, cuando apenas se comenzaba a hablar de ellos. También leyeron a Rainer Maria Rilke (que más tarde se convertiría en amigo de Zweig) o a Balzac, entre muchos otros. Puedo imaginarme de forma nítida a ese grupo de jóvenes charlando con pasíón sobre estos personajes. Y si lo puedo hacer es porque lo he vivido. Sé que puede resultar ingenuo (incluso patético), pero a lo largo de este capítulo de El mundo de ayer no podía dejar de verme reflejado en las vivencias del grupo de amigos de Zweig; salvando las grandes distancias que separan al genio del profano.

Hay que cambiar el contexto romántico de la Viena de finales del siglo XIX, por las contaminadas inmediaciones de la Ciudad de México a finales del XX. También habría de sustituir esos cafés refinados de la capital austriaca, por la popular cadena de cafeterías Samborns. Sin embargo, yo también tuve la suerte de conocer a un grupo de amigos que me incentivaron a abrir la mente. El entorno de Zweig era distinto al nuestro, pero las inquietudes y las ansias de mejorarnos unos a otros eran muy similares, si no es que idénticas. Las charlas versaban de Freud, Nietzsche, Fromm, Wittgenstein, Marx, pero también de Hesse, Hamsun, Saramago, Vargas Llosa, Benedetti. Pasábamos de un tema a otro en una vorágine inexorable de citas, apuntes, comentarios. Unos chavitos que tenían la pueril idea de dominar el saber, que intentaban resolver el mundo desde la pequeñísima ojeada que habían echado a un puñado de autores. Todavía recuerdo cuando Emilio, uno de estos amigos, se refirió a nosotros como “intelectuales”. Me hizo gracia, y todavía me lo sigue haciendo, pero supongo que eso éramos. Porque un intelectual no es otra cosa que una persona que ama el saber y desde entonces ya lo amábamos; como amamos a la literatura, al arte o a una mujer.

Así también comenzamos a escribir. Intentábamos plasmar nosotros lo que veíamos en esos grandes autores que nos fascinaba. Perseguíamos un estilo auténtico y conseguíamos textos llenos de artificios, pero que en ese momento nos parecían originales. Nos leíamos esas intentonas literarias y las comentábamos. Muchas de ellas las publicábamos en el periódico universitario, pero éramos nosotros nuestros mayores críticos. No dejábamos pasar los errores cometidos de nuestros compañeros y ellos no pasaban inadvertidos los nuestros. Algo parecido a lo que comenta Zweig: “Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente seguían marcando con tinta roja las comas que nos faltaban en las redacciones escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica.” Se refiere a una mucho más severa y meticulosa, donde se jugaba algo más que una nota; el honor. Es decir, la admiración o la ignominia durante aquella tarde de café.

Echo de menos aquellas largas jornadas de intensa charla. Al igual que la Viena que describe Zweig, en el Samborns con pagar un único café se podía permanecer horas. La vida era más sencilla y nuestros sueños eran grandes. Ahora la vida es compleja y mis ambiciones modestas: la lectura de un buen libro, un poema, escribir algunas líneas de vez en vez y echar la vista atrás con la melancolía que causa la impronta de haber vivido buenos tiempos.

R.III

Dedicado a Oscar y a Emilio.

 

 

[1] Debió llevarle años escribir este libro, pero esperó a terminarlo antes de quitarse la vida.

 

 

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El tiempo corta las alas al amor. Lambert Sustris (Museo del tiempo Besanzón, Francia)

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