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Comunicación, ética y educación

Es popularmente conocido que los médicos  llevan a cabo el pronunciamiento del Juramento Hipocrático como un antiguo rito de iniciación para adentrarse en su profesión. Consiste en un compromiso que expresa unas reglas éticas que el médico debería seguir al ejercer su oficio. El juramento original es un brevísimo código deontológico que expresa ciertas obligaciones como son: evitar el daño o perjuicio al paciente a través del tratamiento; nunca dar un fármaco letal o abortivo; atender al paciente sin incurrir en prácticas corruptas, con ellos o sus familiares (especialmente las sexuales); y guardar discreción de la información que oyese de los pacientes o sus familiares durante su consulta.  Fue así como formó parte inherente de la práctica médica, y a más de 2000 años de su probable creación (s. V ó IV a. C.), el juramento fue reformulado en la Declaración de Ginebra de 1948 y más tarde por el Dr. Louis Lasagna en 1964.

Lo cierto es que este código que rigió la moralidad en la práctica médica por más de dos milenios, no habla en absoluto del derecho que tiene el paciente de saber la información sobre el diagnóstico de su enfermedad y de los posibles tratamientos. Tampoco menciona si es el médico quien tiene la obligación de brindar al paciente este conocimiento y, mucho menos, si debería otorgar al paciente la libertad de aceptar, rechazar o elegir entre los posibles métodos de curación que podrían aliviar su malestar. No es de extrañar que durante siglos y siglos fuesen los doctores quienes tomaran las decisiones sobre la terapéutica a seguir de forma unidireccional. De hecho, no es hasta las décadas de 1950-1960 cuando se empieza a valorar la autonomía del paciente.

El paternalismo médico es el término que se ha utilizado para ilustrar el papel que ejercía el médico en la toma (inapelable) de la decisión sobre los métodos terapéuticos. Se le llama paternalismo porque se entiende que existe una beneficencia (un padre actúa en la defensa de los mejores intereses de sus hijos) y una legitimidad (un padre tiene el derecho de ejercer decisiones en nombre de sus hijos, independientemente de que dicha decisión pueda ir en contra de la voluntad de los menores). Por tanto, el médico paternalista es el profesional que limita la autonomía del paciente, bien sea porque considera que las decisiones que él toma tienen la finalidad de beneficiar al paciente (aliviar su malestar o enfermedad), o porque cree que tiene toda la legitimidad que le brindan sus años de estudios para tomar la batuta en las decisiones (y que el paciente no es capaz de asumir).

Hoy en día el paternalismo médico está denostado. Incluso ha dejado el terreno ético, para aterrizar en el terreno legal. Un doctor ahora tiene el deber de informar al paciente sobre la enfermedad, el tratamiento que le sugiere seguir, otros tratamientos alternativos (si existen), etc. Con esta información el paciente tiene el derecho de decidir qué hacer con respecto a su salud; esto quiere decir que se ha consolidado su autonomía. O eso queremos creer. El hecho de que en cada intervención médica te den a firmar un documento conocido como consentimiento informado, en el que se expone una larga lista de tecnicismos y posibles peligros, ¿realmente está otorgando al paciente el libre ejercicio de su autonomía? Más bien parece ser un documento legal que quitará responsabilidad al centro hospitalario, al doctor y demás personal sanitario, si algo no sale como se esperaba.

Por esta razón, el consentimiento informado no es suficiente, desde el punto de vista ético, para que el paciente pueda ejercer su autonomía. Aquí entra una dimensión que también ha sido puesta en práctica desde los inicios históricos de las relaciones de ayuda[1], pero que no es hasta hace relativamente poco que se ha comenzado a estudiar y sistematizar (también hacia los 50-60): La comunicación entre paciente y profesional de la salud. ¿Si el profesional de la salud no cuenta con una destreza comunicativa cómo puede ser capaz de informar de forma efectiva al paciente? ¿Si no existe una comunicación efectiva, cómo puede hablarse de autonomía del paciente?

Existen muchas dimensiones pero, para ejemplificar brevemente esta relación entre ética y comunicación, hablaré sólo sobre la adecuación del lenguaje. Si un profesional de la salud usa demasiados tecnicismos a la hora de explicar a un paciente su enfermedad, éste no comprenderá la gravedad/levedad de lo que le sucede, quizá tampoco entienda en qué consiste el tratamiento que el profesional le sugiere y mucho menos sus alternativas. Al encontrarse en una posición débil, es probable que opte por hacer lo que el profesional le indique, sin apenas cuestionarlo. En otras palabras, no está haciendo uso de su autonomía y el médico está siendo paternalista (pese a que él justifique que en su actuación le he explicado al paciente su malestar y las opciones que tenía). En el otro extremo se encuentra el profesional que, con el afán de que su paciente pueda comprenderle, le explica todo de manera simplista. De esta manera le ayuda a entender de forma muy general la causa de su malestar, pero no llega a informarle de particularidades fundamentales como puede ser la duración del tratamiento, la posible actuación “invasiva” de una determinada terapéutica, posibles consecuencias a mediano y largo plazo, etc. Esta simplificación excesiva también puede poner en riesgo la autonomía del paciente, pues éste puede llegar a optar por un tratamiento complejo y de consecuencias serias, por creer que era algo más sencillo, o simplemente no tomarse en serio un régimen, una medicación, etc. Diapositiva1

 La semana pasada tuve la oportunidad de asistir al seminario debate Conflictos éticos en psiquiatría y psicoterapia. Entre los ponentes, que contaron cosas sumamente interesantes, se encontraba el Dr. Fernando Santander, quien habló sobre ciertas dimensiones éticas de la psicoterapia. Me gustaría rescatar de su intervención lo que él llamó el contrato terapéutico que debería existir entre un paciente y su psicoterapeuta, pero que creo bien podría aplicarse a toda relación de ayuda. En dicho contrato hay que ofrecer una orientación teórica sobre la psicoterapia específica a seguir, explicar los hechos que acreditan al profesional (formación, psicoterapia en la que está especializado, etc.), explicar el diagnóstico, definir los objetivos, el método, las metas y limitaciones de la terapia, informar sobre la duración, modos del tratamiento, los derechos del paciente y, en general, todo aquello que facilite una relación franca, leal y transparente.

Todos los presentes éramos especialistas (o en camino de serlo) en temas relacionados con las ciencias de la salud y su relación con aspectos éticos o, más explícitamente, con la bioética. Sin embargo, esta información me parece tan útil que me preocupó el hecho de escucharlo en en un foro especializado, cuando ya debería estar enseñándose en las aulas a estudiantes de medicina, enfermería, fisioterapia y otras profesiones afines a las relaciones de ayuda. Por esta razón, un tercer vértice del triángulo de excelencia del profesional de la salud, se encuentra en brindar una sólida educación sobre este tipo de destrezas transversales (como es la comunicación), así como de un aspecto humanístico que incluya la dimensión ética. La relación de ayuda está incompleta sin estos eslabones y de nosotros depende que estos elementos se incorporen cada vez más en la atención sociosanitaria.

R.III

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[1] Prefiero usar la generalización de relación de ayuda, para que no parezca que estos temas sólo pertenecen al ámbito médico-paciente. También corresponden al personal de enfermería, a fisioterapeutas, psicólogos y en general toda relación en la que una persona tiene un malestar (enfermedad, herida, angustia…) y una persona que cuenta con los conocimientos para ayudarle a superarlo.

 

 

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Pincha sobre el enlace, si quieres saber más sobre Los médicos que no se levaban las manos.

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¿Qué es eso de las competencias de Bolonia?

Una excompañera y amiga de la universidad donde trabajaba me contó un día la siguiente anécdota. Uno de sus alumnos más vagos le entregó, para su sorpresa, el examen final de su clase contestado a la perfección; no sólo no tenía errores, sino que parecía calcado de los apuntes. Frente a este sospechoso incidente ella lo suspendió por haber copiado y lo mandó llamar a su despacho. El alumno muy consternado le juró que no había hecho trampa y que todo lo que estaba escrito en su examen había sido extraído de su cabecita. Ella queriendo descubrir la trampa lo retó a que contestara en ese momento la pregunta (la más significativa del examen) para salir de la duda. Él se concentró un poco, tomó aire y como si hubiera dado el “play” a una grabación, comenzó a recitar la respuesta. Lo hizo tan bien que entre la contestación oral y la escrita no había diferencias. “Pero ahora explícamelo con tus palabras”, le pidió mi amiga. A lo que él contestó: “no puedo, es que no entiendo nada, por eso lo he memorizado, porque no entiendo absolutamente nada”.

¿Qué hacer? ¿Suspenderlo?

Yo desde luego lo habría aprobado. El alumno ha jugado con las reglas del juego. El problema son esas reglas que configura el sistema educativo español y que permiten que un alumno sea calificado por su astucia nemotécnica y no por su saber. Cuando llegué a España me sorprendió el hecho de conocer a un 40% de mis compañeros de clase el día del examen final; hasta ese momento no habían tenido la necesidad de presentarse. Después de haber presenciado una serie de clases en las que mis profesores nos dictaban los apuntes de sus cuadernos, pude claramente entender la razón de esta desidia; en realidad no hacía falta asistir todos los días. Con hacerte con unos buenos apuntes y estudiando unas semanas antes del examen tenías el éxito asegurado.

Desde el famoso y revolucionario proceso de Bolonia, que pretende la construcción de un espacio europeo de educación superior (EEES), el concepto “competencia” está a la orden del día. Sin embargo, la introducción de esta acepción ampliamente utilizada en centros educativos, supone una renovación de la forma de educación que existía convencionalmente en España. Lo que es cierto es que no se ha terminado de entender lo que significa este concepto, ya que ha sido extraído de una acepción inglesa “competence” que poco tiene que ver con el significado de “oposición o rivalidad entre dos personas que aspiran a obtener la misma cosa” o “el de disputa” o el de “competición deportiva” que son parte del primer concepto al que apunta nuestro diccionario español. Existen otras acepciones dentro de nuestro idioma que podrían considerarse más adecuadas, como el de “pericia, aptitud, idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado”. En cualquier caso “competencia” es un término que ahora está en boca de todos, pero que todavía no llega a asimilarse y mucho menos a emplearse con éxito en esta nueva forma de entender la educación.

La idea es que el alumno no sólo adquiera una serie de conocimientos, sino que consiga unas aptitudes que le permitan enfrentarse a una situación concreta (profesional) mediante su aplicación. Volviendo al ejemplo del alumno. Este chico tenía el conocimiento; quizá, incluso, alguno de los conceptos que había retenido para aprobar el examen permanecerá más tiempo en su mente. Sin embargo, el estudiante no había adquirido ningún tipo de competencia, con lo que sería incapaz de obtener una aplicación de lo “aprendido”, a la hora de implementarla en una situación particular. ¿Esto quiere decir que las competencias no tienen nada que ver con la adquisición de conocimiento? ¿Que ahora la educación debe ser meramente práctica? De ninguna manera, las competencias se componen también de una serie de saberes, pero su evaluación no debe ser efectuada a través de un examen memorístico.

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Tampoco vale dar la vuelta a la tortilla y sólo formar a personas que sean capaces de realizar trabajos “útiles”, dejando de lado la profundidad de ciertas disciplinas. De hacerlo construiríamos sociedades tecnócratas donde sólo se persigue que los alumnos terminen su formación universitaria para dedicarse inmediatamente a una serie de oficios que reporten una “utilidad” a la sociedad y un (modesto) ingreso para ellos. En este sentido pierden su valor carreras teóricas como son la filosofía, la historia, la física, la biología, las bellas artes, etc., pues se considerarían poco “beneficiosas” dado que su aportación no es inmediata. La educación universitaria debe permitir al alumno, además de aprehender ciertas competencias, la adquisición de un pensamiento crítico. Sólo a través de éste se podrá seguir avanzando en el conocimiento y la aportación de las nuevas generaciones a la sociedad será óptima y no sólo “útil”. Fijará las bases de una construcción a largo alcance. Por tanto, esta nueva educación persigue la adquisición de competencias, pero éstas se deben desprender de una reflexión que el mismo estudiante debe hacer de los aspectos más teóricos de sus asignaturas. Por tanto, su evaluación debe ser constante a lo largo de sus estudios y no sólo con pruebas finales. Estas pruebas, por muy teóricas que sean las asignaturas, deben obligar al alumno a reflexionar e hilvanar los conocimientos adquiridos para plantear respuestas creativas. Un aspecto que la vida profesional también les demandará.

Estamos en un momento interesante para la educación en Europa. Depende de las personas que estamos dentro de la educación universitaria sentar una bases diferenciadoras a los malos hábitos educativos del pasado, y apoyar a las nuevas generaciones estudiantiles con una formación de calidad.

R.III


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