No tengo muchos recuerdos de mi infancia. Hay una especie de neblina en torno a mis compañeros de primaria y sólo me acuerdo algunos de la secundaria, no sé quiénes fueron mis maestras en esos primeros años de estudio, qué travesuras hacía o a qué jugaba. Es como un agujero negro de mi pasado. ¿Será que mi infancia no fue feliz? Nada parece indicar eso, fui el primogénito de una familia de clase media. Seguro que vi satisfechos mis caprichos y tuve la atención y cariño de la familia cercana. ¿Podría ser, entonces, algún trauma infantil? Tal vez, pero lo bueno es que también el trauma quedó en algún rincón oscuro de mi memoria.
En cambio, tengo muy presente los años de preparatoria. De hecho, siempre miro con esa melancolía que supone la felicidad de tiempos pasados a esa época que antecede a la universidad.
Aunque las personas que me conocen no me reconozcan así, yo en aquel entonces era una persona tímida e insegura. No pretendía sobresalir, de hecho, procuraba no llamar la atención. Nunca fui presa de bullying, pero me atemorizaban los “matones” de la clase y trataba de pasarles desapercibido. No puedo decir que haya hecho nada reseñable durante esta época. Mi vida fue tan normal que podría tacharse de aburrida. ¿Entonces por qué significa para mí una época tan importante y alegre? Creo que la razón radica en que por primera vez sentí los efectos de la libertad. Por supuesto, era una libertad aparente, por ejemplo, tenía que volver a casa dentro de los límites marcados por mis padres y contaba con ciertas obligaciones en el hogar. No es que mis notas fueran brillantes, pero cumplía con unos mínimos que implicaban una asistencia regular a clase. En otras palabras, nunca abusé de esa libertad. No fui un chico rebelde.
Aun así, para mí el hecho de que la preparatoria no tuviera un control de puertas me pareció un cambio sustancial en mi vida. Podía entrar y salir de ella a mi antojo. Si lo deseaba asistía a una determinada asignatura y si no simplemente me “volaba” la clase. Y vaya que tuve ocasión de hacerlo. Había mañanas en las que decidía ir con mis amigos al supermercado de enfrente, comprar comida y sentarnos en algún parque a desayunar. Otras veces, nos reuníamos a lado del puesto de hamburguesas del huevas (el hamburguesero) y, si llevábamos dinero, intentábamos ganar el reto que el señor del curioso apelativo iba aumentando conforme se iba superando el desafío (6, 7, 8… hamburguesas). Algunas veces nos íbamos a casa de un colega a jugar Nintendo, ver películas o a tomar algunos tragos que nos patrocinaba, sin saberlo, el padre este amigo que no bebía, pero que acumulaba botellas que le daban como regalo. Es curioso, pero nunca he vuelto degustar las marcas sofisticadas (y caras) que bebí en aquel entonces. Creo que para cuando entramos a la universidad habíamos rendido cuentas de casi todo el almacén de este señor. Pero volviendo al disfrute de la libertad, había veces que nos quedábamos en el mismo patio de la escuela escuchando los discos que traía Pasapera, otro amigo; con él afiné mis gustos musicales. Cuando me eché novia (cosa nada sencilla) disfruté de la libertad de las puertas abiertas día sí y día también. Sigo preguntándome cómo aprobé cálculo diferencial e integral.
No es que viviera hitos catalogables como los más felices de mi existencia. Insisto que no hay nada digno de contar, pero la vida me parecía fácil. Me sentía una persona con suerte y lo era. Tenía amigos, una chica, responsabilidades llevaderas y mucho tiempo para dedicarlo al ocio. Me quejaba a veces de ese sentimiento lejano que llamaba aburrimiento y que hace tiempo que no sufro. Pero todavía siento el sol en mi rostro en una de esas mañanas en las que opté por no entrar a inglés o a cálculo o a ética. Y cuando lo pienso me parece raro que vivimos en un mundo en el que uno no puede dedicar su vida simplemente a ser feliz y a dejarse acariciar por los rayos del gran astro. Lo que los italianos saben nombrar con mucho tino: dolce far niente (el placer de no hacer nada). Nos queda el consuelo de que alguna vez disfrutamos de ese privilegio que hoy el día a día nos arrebata.
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©R.III