Este año me ha resultado especialmente difícil escribir una felicitación-reflexión por la entrada del 2013. Tengo la sensación de que el 2012 ha sido muy duro, y no lo digo precisamente por mí (que en realidad me han pasado muchas cosas positivas). Ni siquiera tiene que ver con las personas que me rodean, pues podría decir que también se encuentran bien. Sin embargo, siento que en el aire se respira un ambiente depresivo. No cabe duda que la crisis, que ya lleva un largo período haciendo estragos, últimamente ha comenzado a afectar a las personas no sólo de una forma material, sino también espiritual. El pesimismo, la pesadumbre y el malestar social se ciernen sobre las personas como las sombras alargadas que produce el ocaso. El sentimiento de inseguridad crece entre las personas y los miedos hacen mella en la población (miedo a perder el empleo, a no encontrarlo, a tener problemas de salud, a que se avecine un aciago infortunio).
Este espíritu cabizbajo es contagioso y nos invade incluso a los que, como he dicho, no nos ha ido tan mal y no tendríamos nada por lo que quejarnos. A veces es muy fácil encontrar el lado negativo, incluso en estas fechas de renovación. Hoy, por ejemplo, me levanté pensando en ese ritual que practicaba cada año*. Una vieja costumbre de configurar doce propósitos, como doce son las campanadas y doce las uvas que se comen a su son. Recuerdo que en ese entonces los propósitos que me proponían eran grandes metas que constituían un deseo de ir mejorando cada día. Los objetivos que me he propuesto para este año son muy humildes: un poco de ejercicio, dieta… esas cosas convencionales a los que muchos acuden en tan memorable fecha. Y no es que no resulten dignos de realización, pero distan un tanto de aquellos ideales del tipo “publicar un libro” o “aumentar mi media de lectura a 60 libros al año”. Por esta razón, siento que soy presa del mismo sentimiento contrito del que he hablado y me preocupa que esa sana ambición se haya perdido para siempre. Me siento como aquella frase que aparece en la película Noviembre que dice “notros queríamos cambiar el mundo […] ahora lucho porque el mundo no me cambie a mí”.
Pero un día torcido no es una derrota definitiva. Cuando echo la vista atrás veo que esos propósitos que formulé hace años, poco a poco, se han ido cumpliendo casi por completo. Todavía quedan muchos retos adelante a los que merece la pena encarar y situaciones que me saquen de mi zona de confort (único modo de seguir aprendiendo y creciendo). Y aunque resulte paradójico, la negatividad en la que la gente se está hundiendo a veces es necesaria para asumir aquellos errores que se han cometido y tratar de enmendarlos. Los contrastes son indispensables para comprender, disfrutar y reconocer las épocas de provecho y bonanza. Seguir los buenos ejemplos también ayuda. Siempre viene bien darse cuenta de que existen personas que han decidido seguir adelante y todavía están dispuestos a cambiar el mundo. La siguiente entrada de este blog mostrará unos ejemplos dignos de mención.
Pero aunque suene trillado, lo primero que hay que hacer es empezar por uno mismo. No podemos desear una sociedad mejor, si no intentamos antes, ser mejores individualmente. No, si seguimos tomando atajos, en lugar de pasar por el arduo camino de la rectitud. No, si antes no volvemos a ser humildes, sinceros, honestos, justos, responsables y solidarios. No, si no dejamos de competir y comenzamos a colaborar. Pero claro, los valores que nos ayudarán a salir adelante, también son los más difíciles de llevar a cabo. No es un camino sencillo, pero cada gesto, cada paso que nos acerque a ellos merece la pena darlo. El 2013 no será un año sencillo, pero qué más da, hay que afrontarlo con entusiasmo. Con suerte consigamos ser un poco mejores y, sólo así, los éxitos obtenidos, aunque sean modestos, nos sabrán la mar de bien.
R.III
* En ese entonces no publicaba en un blog, pero he conseguido rescatar el enlace del blog de un amigo que escribía una réplica a cada entrada que yo escribía.