Una excompañera y amiga de la universidad donde trabajaba me contó un día la siguiente anécdota. Uno de sus alumnos más vagos le entregó, para su sorpresa, el examen final de su clase contestado a la perfección; no sólo no tenía errores, sino que parecía calcado de los apuntes. Frente a este sospechoso incidente ella lo suspendió por haber copiado y lo mandó llamar a su despacho. El alumno muy consternado le juró que no había hecho trampa y que todo lo que estaba escrito en su examen había sido extraído de su cabecita. Ella queriendo descubrir la trampa lo retó a que contestara en ese momento la pregunta (la más significativa del examen) para salir de la duda. Él se concentró un poco, tomó aire y como si hubiera dado el “play” a una grabación, comenzó a recitar la respuesta. Lo hizo tan bien que entre la contestación oral y la escrita no había diferencias. “Pero ahora explícamelo con tus palabras”, le pidió mi amiga. A lo que él contestó: “no puedo, es que no entiendo nada, por eso lo he memorizado, porque no entiendo absolutamente nada”.
¿Qué hacer? ¿Suspenderlo?
Yo desde luego lo habría aprobado. El alumno ha jugado con las reglas del juego. El problema son esas reglas que configura el sistema educativo español y que permiten que un alumno sea calificado por su astucia nemotécnica y no por su saber. Cuando llegué a España me sorprendió el hecho de conocer a un 40% de mis compañeros de clase el día del examen final; hasta ese momento no habían tenido la necesidad de presentarse. Después de haber presenciado una serie de clases en las que mis profesores nos dictaban los apuntes de sus cuadernos, pude claramente entender la razón de esta desidia; en realidad no hacía falta asistir todos los días. Con hacerte con unos buenos apuntes y estudiando unas semanas antes del examen tenías el éxito asegurado.
Desde el famoso y revolucionario proceso de Bolonia, que pretende la construcción de un espacio europeo de educación superior (EEES), el concepto “competencia” está a la orden del día. Sin embargo, la introducción de esta acepción ampliamente utilizada en centros educativos, supone una renovación de la forma de educación que existía convencionalmente en España. Lo que es cierto es que no se ha terminado de entender lo que significa este concepto, ya que ha sido extraído de una acepción inglesa “competence” que poco tiene que ver con el significado de “oposición o rivalidad entre dos personas que aspiran a obtener la misma cosa” o “el de disputa” o el de “competición deportiva” que son parte del primer concepto al que apunta nuestro diccionario español. Existen otras acepciones dentro de nuestro idioma que podrían considerarse más adecuadas, como el de “pericia, aptitud, idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado”. En cualquier caso “competencia” es un término que ahora está en boca de todos, pero que todavía no llega a asimilarse y mucho menos a emplearse con éxito en esta nueva forma de entender la educación.
La idea es que el alumno no sólo adquiera una serie de conocimientos, sino que consiga unas aptitudes que le permitan enfrentarse a una situación concreta (profesional) mediante su aplicación. Volviendo al ejemplo del alumno. Este chico tenía el conocimiento; quizá, incluso, alguno de los conceptos que había retenido para aprobar el examen permanecerá más tiempo en su mente. Sin embargo, el estudiante no había adquirido ningún tipo de competencia, con lo que sería incapaz de obtener una aplicación de lo “aprendido”, a la hora de implementarla en una situación particular. ¿Esto quiere decir que las competencias no tienen nada que ver con la adquisición de conocimiento? ¿Que ahora la educación debe ser meramente práctica? De ninguna manera, las competencias se componen también de una serie de saberes, pero su evaluación no debe ser efectuada a través de un examen memorístico.
Tampoco vale dar la vuelta a la tortilla y sólo formar a personas que sean capaces de realizar trabajos “útiles”, dejando de lado la profundidad de ciertas disciplinas. De hacerlo construiríamos sociedades tecnócratas donde sólo se persigue que los alumnos terminen su formación universitaria para dedicarse inmediatamente a una serie de oficios que reporten una “utilidad” a la sociedad y un (modesto) ingreso para ellos. En este sentido pierden su valor carreras teóricas como son la filosofía, la historia, la física, la biología, las bellas artes, etc., pues se considerarían poco “beneficiosas” dado que su aportación no es inmediata. La educación universitaria debe permitir al alumno, además de aprehender ciertas competencias, la adquisición de un pensamiento crítico. Sólo a través de éste se podrá seguir avanzando en el conocimiento y la aportación de las nuevas generaciones a la sociedad será óptima y no sólo “útil”. Fijará las bases de una construcción a largo alcance. Por tanto, esta nueva educación persigue la adquisición de competencias, pero éstas se deben desprender de una reflexión que el mismo estudiante debe hacer de los aspectos más teóricos de sus asignaturas. Por tanto, su evaluación debe ser constante a lo largo de sus estudios y no sólo con pruebas finales. Estas pruebas, por muy teóricas que sean las asignaturas, deben obligar al alumno a reflexionar e hilvanar los conocimientos adquiridos para plantear respuestas creativas. Un aspecto que la vida profesional también les demandará.
Estamos en un momento interesante para la educación en Europa. Depende de las personas que estamos dentro de la educación universitaria sentar una bases diferenciadoras a los malos hábitos educativos del pasado, y apoyar a las nuevas generaciones estudiantiles con una formación de calidad.
R.III