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Lo que adolece el adolescente

 

Cuando tenía doce años mi padre me llevaba a la secundaria en el coche. Paraba un momento en la puerta del colegio para que bajara no sin cierta celeridad. Fue hacia finales de ese año cuando hice unas de las pocas cosas de las que me arrepiento de mi pasado. Un día antes de bajar del coche le dije que, si no le importaba, prefería no volver a besarle como gesto de despedida antes de apearme del automóvil: “me da vergüenza hacerlo aquí, justo frente a la escuela”. Ahora sé que fue una bobada de adolescente que se cree “mayor” y “maduro” para seguir haciendo cosas de “niños”, pero así lo hice.

No recuerdo lo que él contestó, pero sé que desde ese día no volví a darle besos de despedida mientras me siguió llevando al cole a lo largo de los primeros años de secundaria. Tampoco lo volví a hacer al saludarnos o al despedirnos en otras ocasiones, ya fuese dentro o fuera de casa. Había afecto y cercanía, pero tengo la remembranza (o más bien su carencia) de no volver a repetir ese guiño afectuoso hasta muchos años después. Más adelante mi padre se fue a vivir a Puerto Vallarta y yo ya no volví a compartir un mismo techo con él, a excepción de las vacaciones.

A partir de ahí, en todos los encuentros que hasta la fecha seguimos teniendo trato de ser cariñoso, darle besos sin ningún tipo de pudor y lo abrazo a cada instante. Parece como si intentara recuperar todo lo que no le di cuando adolecía de insensatez. A veces me atormento pensando en lo que sintió él, cuando bajé del coche aquel día en el que le pedí que no volviéramos a besarnos al despedirnos.

Ahora mi hijo tiene justo doce años. Todavía se me cuelga al cuello y me besa sin un atisbo de vergüenza. Me dice “te quiero” y en general se muestra efusivo. Día a día espero que de un momento a otro me detenga justo antes de rozar su mejilla con mis labios y me diga “papá, preferiría que no me besaras en público”. Quizá no hará falta que diga nada y el sólo hecho de anteponer su mano a mi intención sea suficiente para que comprenda que ese día ha llegado.

Pero todavía tengo la esperanza de que el espíritu de mi hijo me supere. Que su cariño no comprenda de adolescencias, ni de “madurez”. Que no adolezca esa falta de sensatez que su padre padeció y que, con ello, me devuelva aquello que perdí una mañana de colegio.

 

R.III

 

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RIII, R.IV y R.II

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©R.III


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