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El misterio en ti desperté*

Conocí a Alexander Anchía en la Universidad Nebrija. Un día se acercó al Centro de Estudios Hispánicos donde yo trabajaba como profesor. En cualquier caso no fue el entorno, sino nuestra afición literaria lo que nos unió. Quedamos varias veces para tomar unos vinos mientras charlábamos de poesía, narrativa o simplemente nos contábamos nuestros proyectos y jugábamos a arreglar el mundo. Desde aquellos días de Nebrija, por ya más de un lustro, nos seguimos la pista pese a la distancia. Nos recomendamos sitios para poder publicar o nos pedimos consejos con algunos de nuestros textos.

Aunque no soy una persona religiosa, a raíz del poemario de Alexander, El misterio en ti desperté, me he puesto a leer a Rabindranath Tagore con la esperanza de que también su poesía despierte el Misterio en mí.  También es cierto que, como profesor de antropología, siento un inmenso respeto por el hecho religioso, no importando la fe a la que corresponda y es un tema que siempre me ha interesado. Pero lo cierto es que yo no soy capaz de creer ni en un orden trascendental, ni en un ser que lo haya puesto en marcha. Por esta razón, cuando Alexander me pidió presentar su poemario pensé que quizá no era la persona adecuada para hacerlo. De hecho, llegué a creer que no iba a conseguir entender o disfrutar los poemas que El misterio en ti desperté contenían. Bastó llegar al primer poema Encrucijada para que se disipara toda duda… Como dice un verso de esa poesía “sé a quién embriagar de asombro”, así mismo me sentí yo conforme me iba zambullendo en la lectura del poemario: embriagado.

Alexander hace una relectura del acto religioso. Intenta alejarse del adoctrinamiento, que como él mismo expresa, no hace más que “herir al asombro”. Y en esto reside de manera fundamental la aportación que hacen estas poesías a la vida espiritual. Porque no es lo mismo religiosidad que espiritualidad. De hecho, la religiosidad sin espiritualidad es simple fanatismo como muestra el siguiente diagrama.

 

espiritualidad

El misterio en ti desperté hace una relectura de esa religiosidad, tratando de llevarla de nuevo al terreno de lo espiritual. Ahí es donde nace la crítica que hacen los místicos a las escrituras. Intentando “rebasar los dogmas”, revelando aquello “escondido en los maderos” como diría Anchía. Una lucha para que “la cátedra vaya más allá de fórmulas, flores y aplausos” y se recojan los frutos que da el silencio y la meditación. Me gusta pensar que este libro es una revolución. Quizá una revolución pequeña, pero un movimiento de cambio al fin. En mi imaginación no soy capaz de apartar el siguiente símil. Tengo en la mente la imagen de Lutero pegando las 95 tesis en la Iglesia de Todos los Santos en Wittenberg, dando comienzo así a la Reforma Protestante… me lo imagino clavando ese documento censurando los abusos de la Iglesia en el gran portal de la iglesia y de pronto se gira como para verme por encima del hombro y es la cara de Alexander la que veo, con esa sonrisa tan suya, tan amigable, tan pacífica. Quizá es una comparación exagerada. Es probable que Alexander se quede alucinado con mi comparación, pero no puedo dejar de pensar en este libro como una llama nueva para abordar los misteriosos caminos de la fe.

Por otro lado, no creo que sea para menos. Alexander Anchía nos habla de la casa de Dios como un sitio que no debería estar limitado por los artificios del hombre. ¡Cómo va a estar Dios sólo en una Catedral, en una Mezquita, en un Templo Hindú o en una Sinagoga por más inmensas que sean! ¡Pamplinas! De existir una casa de Dios esta debe de estar “en cualquier espacio”; ahí “donde irrumpa la luz” o donde sonríe un niño, nos dice Anchía.   Es decir, en todas partes. Y es que el Misterio en ti desperté habla de una iglesia “que comprende lo que busco” yo como persona individual. No lo que quieren que busque imponiendo sobre mí designios de otros.

Y por supuesto, el verbo. La palabra que es ese espacio… ese medio con el que nos quiere transmitir algo inefable: el misticismo. Ya Wittgenstein dijo que de lo que se puede decir se puede decir claramente y de lo que no es mejor callarse. De lo que hay que callarse es lo que rebasa nuestros límites del lenguaje y, por tanto, nuestros límites de conocimiento. Como no podemos definirlo con palabras, porque parece que la esencia de lo inefable se nos escurre de las manos, es mejor no intentarlo. Wittgenstein pensaba en especial sobre el misticismo y la ética. Dice en su diario: “No ayuda a rezar el arrodillarse, pero uno se arrodilla”. ¿Por qué? Explicarlo carecería de sentido, pero eso no quiere decir que el fenómeno no esté presente.

Alexander consigue a través de la poesía llevarnos a ese mundo espiritual. A que formemos parte de su revolución. A que nos dejemos asombrar con esas “palabras que exprimen estrellas/ malabares donde el poeta/ echa a suerte sus metáforas”.

R.III

 

el misterio en ti desperté

 

Presentación Alexander

Presentación del libro El misterio en ti desperté

 

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©R.III

*Basado en el texto que usé para presentar el poemario de Anchía.


Historias de mayores

Discurso de clausura de los cursos de verano del Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad Nebrija.

26 de julio de 2018

 

Tenía pensado hablar sobre mi crisis de los cuarenta. Pero me ha parecido inapropiado por dos razones. La primera es que ahora mismo tengo 38 a punto de cumplir los 39; si ahora estoy así, ya se pueden imaginar lo que me espera. Además, una profesora amiga mía me dijo: guárdate el comodín para hablar de ese tema el próximo año (quizá le haga caso). La segunda razón para evitar el tema es que no sería una reflexión digna de tratar frente a un público tan joven; como dice Jame Gil de Biedma:

“que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde”.

Así que ya habrá tiempo para estas reflexiones, chicos.

En realidad, yo de lo que quería hablar era sobre lo que despierta en mí estos sentimientos. Y como casi todo en mi vida, creo que se debe a mi relación con la literatura. Este año en el Centro de Estudios Hispánicos estrenamos la asignatura de Panorama de la literatura Hispanoamericana. Tuve la suerte de poder diseñar el plan de estudios de este curso e impartirlo en primavera. No miento si les cuento que a lo largo del curso me invadió muchas veces la nostalgia. Mientras rememoraba y preparaba las clases sobre esos clásicos: Pablo Neruda, Rubén Darío, Horacio Quiroga, César Vallejo y más recientes: Carlos Fuentes, Octavio Paz, Borges, Oliverio Girondo, Bryce Echenique, Márquez, Mario Benedetti y tantos más… Como decía cuando preparaba las clases no podía dejar de verme a mí mismo en las situaciones en las que leía esos libros: me veía leyendo Conversación en la Catedral de Vargas Llosa sentado en el autobús que me llevaba a la universidad, o tirado en un parque entretenidísimo con Dos crímenes de Ibargüengoitia, en el salón de mi casa antes de que mis padres me llamaran para cenar enganchadísimo con Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, en la biblioteca de la universidad comprendiendo más sobre mi propia cultura a través El Laberinto de la Soledad de Octavio Paz  o tratando de conquistar a mis primeras novias (no es que haya tenido muchas; les aseguro que la poesía no es la mejor manera de ligar) con los veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda o Hagamos un trato de Benedetti.

Algo muy parecido me pasó cuando, ya viviendo en España, impartía la clase de Panorama de la Literatura Española. Muchos de eso clásicos los había leído de joven y de manera obligada, así que releerlos, ya como profesor, se convirtió en una tarea muy satisfactoria. También tengo muchas lecturas unidas al recuerdo de algún lugar. Por ejemplo, las aventuras El Lazarillo de Tormes las leí en el Parque el Retiro, El sí de las niñas de Leandro Fernández de Moratín lo leí sentado en un banco en el Paseo del Prado muy cerca de los museos Prado y Thyssen Bornemisza o, por ejemplo, las novelas de El orden alfabético de Juan José Millás y Corazón tan Blanco de Javier Marías me recuerdan a los jardines del Campo del Moro y, por tanto, al poder apreciar las vistas del Palacio Real. Otras tantas obras las leí en el metro o en el autobús: el repaso de los poetas españoles, por ejemplo, lo tengo ineludiblemente ligado a las escaleras mecánicas de Metropolitano rumbo a la Dehesa de la Villa, donde está el campus de la Nebrija en el que se encontraba antes el CEHI.

Así es, la literatura siempre ha estado ligada a lugares y a personas. En cuanto a esto último, debo mencionar a mi padre que fue el que hizo todo lo que estuvo en sus manos para que me aficionara a la lectura. Y miren que le costó, porque yo empecé a leer (a aficionarme a la lectura) bien tarde: hacia los 15 años ni más, ni menos. Pero es que me ponía a leer a Emilio Salgari y no me entraba por más empeño que ponía las historias de aventuras que tenían lugar en Malasia, la selva india o el mar de las Antillas. Me parecían un rollazo. En cambio, yo le veía desternillarse de la risa en el salón leyendo “sus novelas” y cuando le pedía que me dejara leer esas obras que tanto le hacía reír, me decía “no, esas son para mayores”. Así que un día a escondidas cogí una de las obras que leía y me la llevé a un parque: Dos horas de sol de José Agustín, todavía me acuerdo. Descubrí que efectivamente era de mayores: había palabrotas, drogas, sexo y rocanrol (me encantó leerlo), pero más importante, descubrí a una compañera de viaje que hasta la fecha no me abandona: la literatura. También por eso José Agustín es uno de mis escritores preferidos, aunque no es ni de cerca uno de los mejores que haya leído.

La literatura y la poesía, ¡qué grandes compañeros! Pero a veces se encuentran solos, porque la gentes les está olvidando. Lo que me recuerda el poema de Juan Gelmán:

Sobre la poesía

habría un par de cosas que decir/

que nadie lee mucho/

que esos nadie son pocos/

que todo el mundo está con el asunto de la crisis mundial/ y

 

con el asunto de comer cada día/se trata

de un asunto importante/recuerdo

cuando murió de hambre el tío juan/

decía que ni se acordaba de comer y que no había problema/

 

pero el problema fue después/

no había plata para el cajón/

y cuando finalmente pasó el camión municipal a llevárselo

el tío juan parecía un pajarito/

los de la municipalidad lo miraron con desprecio o desdén/

murmuraban

que siempre los están molestando/

que ellos eran hombres y enterraban hombres/y no

pajaritos como el tío juan/especialmente

porque el tío estuvo cantando pío-pío todo el viaje

hasta el crematorio municipal/

y a ellos les pareció un irrespeto y estaban muy ofendidos/

y cuando le daban un palmetazo para que se callara la boca/

el pío-pío volaba por la cabina del camión y ellos sentían que

les hacía pío-pío en la cabeza/el

tío juan era así/le gustaba cantar/

y no veía por qué la muerte era motivo para no cantar/

entró al horno cantando pío-pío/salieron sus cenizas y piaron un rato/

y los compañeros municipales se miraron los zapatos grises de vergüenza/pero

volviendo a la poesía/

los poetas ahora la pasan bastante mal/

nadie los lee mucho/esos nadie son pocos/

el oficio perdió prestigio/para un poeta es cada día más difícil

conseguir el amor de una muchacha/

ser candidato a presidente/que algún almacenero le fíe/

que un guerrero haga hazañas para que él las cante/

que un rey le pague cada verso con tres monedas de oro/

 

y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron

las muchachas/los almaceneros/los guerreros/los reyes/

o simplemente los poetas/

o pasaron las dos cosas y es inútil

romperse la cabeza pensando en la cuestión/

 

lo lindo es saber que uno puede cantar pío-pío

en las más raras circunstancias/

tío juan después de muerto/yo ahora

para que me quierás/

¿Qué hacer? Como escritor sólo puede intentar hacer lo que dice Goytisolo: devolver la lengua en un estado distinto al que tenía al momento de recibirla. Cosa nada fácil, por cierto. Como profesor, trato de transmitir esta pasión a mis alumnos de literatura. He de confesar que para lograrlo a veces echo mano de historias de mayores. Incluso algunas un poco picantes. Lo siento por la directora aquí presente, pero espero que piense en ello como una estrategia pedagógica, además, siempre son clásicos de la literatura. Y por eso, como ya se está convirtiendo en costumbre, tengo que agradecer al Centro de Estudios Hispánicos que me permita mantener mi pasión que es la literatura. Creo que no mucha gente puede estar tan satisfecho con su trabajo, como yo lo estoy con el mío. También agradezco el poder compartir aula con chicos tan entusiastas como son los alumnos extranjeros que vienen todos los años. Estoy encantado con los grupos que he impartido este verano: cuánto entusiasmo han puesto en su participación todos los días pese a comenzar a las ocho treinta.  ¡Qué grandes son!

Así que después de esta pequeña reflexión puedo decir que ya no me importa estar a la puerta de la puerta de los cuarenta. Así es como se debe vivir la vida “golpe a golpe, verso a verso” como diría mi querido Machado. O como decía Alejandra Pizarnik, poeta discípula de Borges, “”ya comprendo la verdad, ahora a buscar la vida”.

Hoy estoy feliz y estoy deseando compartir esta tarde con los presentes, pero allí abajo, para poder despedirnos bien.

 

R.III

 

 

 

 

 

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La música ilumina tu mundo III

Conocí tarde a la banda Arcade Fire; por allá del 2006, a un par de años del lanzamiento de su primer disco Funeral. Sin embargo, desde el primer momento quedé cautivado por su música.  Me convertí en un seguidor impaciente de sus siguientes álbumes: Neon Bible (2007), The Suburbs (2010), Reflektor (2013), Everything Now (2017). Esta agrupación canadiense iluminó mi mundo y algunos de mis días más oscuros hasta ganarse el título de mi banda favorita. Los contemplé a la distancia, pues siempre me encantó ver sus conciertos en Youtube. Tienen una energía en vivo que me eriza la piel y por eso todo este tiempo he añorado ir a alguno de sus conciertos. Es cierto, llegué a dudar de poder vivir esa experiencia, pero ayer la adrenalina recorrió mi espina dorsal mientras cantaba Afterlife desde mi asiento en el WiZink Center (el Palacio de Deportes de Madrid).

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Salté, bailé y me dejé la voz cantando esas letras que tan bien conocía. Casi lloré con Neighborhood #1 (Tunnels) o con Sprawl II (Mountains Beyond Mountains).  Me enamoré de la violinista Sara Neufeld y consolidé mi amor hacia la bonita de Regine Chassagne con su despampanante traje rojo; me dejé hipnotizar por la peculiar voz de Win Butler; pero sin duda del integrante que más disfruté fue de Jeremy Gara. No es sólo que Gara lo dé todo golpeando la batería, es su alegría, el buen rollo, su eterna sonrisa, la verdadera entrega por algo que ama: la música. Mi corazón latía frenético viendo a los sudorosos canadienses entregándose al público; bajando al escenario (que envidia aquellos de abajo), divirtiéndose con nosotros.

Gracias Arcade Fire, no podré olvidar esto con facilidad. Siempre les rendiré culto.

 

R.III

 

 

 

 

 

Gracias también, Laura.

 

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Sobre el horror

Vicente Serrano, uno de mis profesores de filosofía, dijo en la presentación de un libro que coordinó (La filosofía, el terror y lo siniestro) que el terror tiene un componente ético que radica en saber que éste (el terror mismo) no tiene límites. Los seres humanos nos hemos mostrado a lo largo de la historia que somos capaces de rebasar las fronteras del horror. No importa lo impactante que sea el suceso bélico, lo sanguinario de un asesinato, la más dolorosa tortura… todo parece indicar que siempre habrá una guerra más cruel, muertes más encarnizadas o penas más sádicas.

Uno de los más terribles acontecimientos de los anales de la humanidad ha sido sin duda la creación de los campos de exterminio nazis, siendo Auschwitz el epítome de ellos. El holocausto judío nos ha mostrado el brutal aspecto de la barbarie, pero no por ello podemos decir que hemos tocado fondo. No es posible decir que esta página de la historia no se volverá a repetir (si no es que ya se fragua su repetición en algún rincón del mundo).  Tampoco podemos asegurar que no acaecerán fatalidades aún mayores. Por eso es que exposiciones como Auschwitz  (en el Centro de Arte Canal de Madrid)  nos ayudan a reflexionar sobre ese oscuro pasado.

Aquí simplemente dejo dos de las poesías con las que se cierra la exposición.

R.III

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Si te ha gustado esta entrada no dejes de visitar Mi mundo teratológico.

 

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José Luis González Recio

Una de las experiencias más agridulces de mi vida sucedió a hace un par de meses. Por primera vez participé con una comunicación en un congreso de Filosofía. Se trató del evento organizado por la Red Española de Filosofía que este año se celebró en la Universidad de Zaragoza. Iba un poco nervioso, no lo voy a negar. Siempre que hago algo la primera vez suelo ir intranquilo, pero esta sensación se esfumó en cuanto llegué a la Facultad de Filosofía y me encontré en la escalinata de acceso a varios de mis amigos: Txetxu Ausín, Marcos de Miguel, Anibal Monasterio, entre otros. Al verlos me sobrevino una alegría explosiva. Nos abrazamos, comenzamos una agradable charla, en fin, el encuentro filosófico parecía prometedor. Sin embargo, un recuerdo cruzó por la mente de Txetxu; una mala noticia que nos quería contar en persona a Marcos y a mí. Cambió su semblante y para nuestra consternación nos contó que José Luis González Recio había muerto pocas semanas atrás. El tiempo se paralizó por un momento. A la alegría, que todavía hacía recorrer la adrenalina por mi cuerpo, le siguió el estupor y finalmente una tristeza tan expansiva como lo fue el júbilo vivido unos instantes atrás.

Juan Antonio Valor fue mi profesor de Filosofía de la Naturaleza. Gracias a él pude comprender la relación estrechísima que existe entre la ciencia y la filosofía. Ha sido uno de mis grandes maestros en el camino hacia esta disciplina y fue él quien me sugirió matricularme en un programa de doctorado llamado “Entre ciencia y filosofía”. Dentro de las opciones docentes que existían en estos estudios había una amplia variedad de asignaturas; todas atractivísimas. Sin embargo, de entre todas, brillaba la de Filosofía de la Biología. De hecho, pese al trabajo que me costó hacer una selección de cursos, desde el primer momento supe que esa asignatura la iba a tomar. Ahí fue donde conocí a quien podría llamar mi mentor: José Luis González Recio. Él me mostró la relación que existe entre la filosofía y las teorías de la vida (lo que desde el siglo XIX conocemos llanamente como biología). Gracias a esta asignatura pude por fin relacionar las dos disciplinas que más asombro y respeto me causan: la filosofía y la medicina.

Su clase era apasionante. De guion teníamos el libro que el mismo José Luis publicó en 2004: Teorías de la vida.  Se trata de un repaso de la filosofía de la biología en Occidente desde la Antigua Grecia, hasta las teorías de la evolución del siglo XIX. La clase consistió, en la primera parte, en un seminario en el que los pocos alumnos que estábamos matriculados exponíamos un tema y él apuntaba, matizaba y agregaba sabias aportaciones a nuestras presentaciones. Hacia el final del curso nos habló de ese tema, en aquel momento tan desconocido para mí, sobre el antireduccionismo biológico. Para su clase escribí un ensayo en el que trataba, muy superficialmente (o ahora eso me parece), el paso de la teleología a la teleonomía. Quiero suponer que gustó a José Luis, porque al terminar la asignatura me hizo una invitación que no pude rechazar. Me dijo que si realmente estaba interesado en adentrarme en la filosofía de la medicina él podría dirigirme la tesis. Así comenzó una andadura que duraría casi una década.

Me sugirió el primer tema que trabajé con él para obtener el Diploma de Estudios Avanzados (DEA): La influencia de Alfred North Whitehead en la fisiología holista que se fraguó en la primera mitad del siglo XX en la Universidad de Harvard.  Para mi sorpresa José Luis era un director que te dejaba trabajar a tu ritmo, sólo hacia el final comenzaba a revisar tu texto con lupa. Eso lo comprendí mejor cuando ya trabajaba en la tesis sobre los aspectos teóricos y filosóficos de uno de esos fisiólogos holistas de Harvard: Walter B. Cannon (el creador del concepto de homeostasis). Cuando terminaba un capítulo se lo enviaba con temor a que me dijera que el contenido tendría enemil errores. No obstante, él sólo me corregía algunos aspectos formales. Cuando yo le preguntaba por el contenido él, con esa mirada y esa media sonrisa tan suyas, me decía: “¡Ah! El contenido bien”. Acto seguido, muy esquemáticamente, me pautaba los siguientes pasos a seguir en el próximo capítulo. Me insistía en qué centrarme y en qué no. Luego me dejaba trabajar de nuevo a mi aire, para repetir la operación en la siguiente entrega. Así llegamos al final y ahí fue donde comenzaron a surgir muchas puntualizaciones y correcciones desde su parte. No todo fue miel sobre hojuelas,  pero el resultado mereció la pena. Casi todos los miembros de mi tribunal acordaron en que la tesis estaba muy bien escrita. Ellos lo achacaron a mi dedicación a las letras, pero se equivocaron. Si les gustó se debe al delicioso estilo de José Luis que hizo algunas contribuciones formales que elevaron la calidad de mi texto.

José Luis fue mi profesor y director de tesis, pero con el tiempo se convirtió también en un amigo. Llegué a conocer algunos temas de su vida personal y el conoció otros de la mía. Algunas de sus tutorías terminaron convirtiéndose en amenas charlas, no sólo de filosofía; de hecho, casi nunca eran de filosofía. Conversábamos de música (le encantaba Bach), de sus hijos, del mío, de mi divorcio o de nuestros proyectos. Hablábamos de la vida bajo esa gentil mirada llena de bondad. Vino a cenar a casa algunas ocasiones y yo lo seguí frecuentando, una vez terminada la tesis, en la Complutense para ir a comer a la facultad de Derecho. Ya no lo veía tan a menudo como me hubiera gustado, pero claro, yo esperaba tener José Luis para rato. Por eso, es que aquel día comprendí las palabras de Miguel Hernández; como un golpe helado me enteré que temprano había madrugado la madrugada para mi maestro.

Esta semana se llevó a cabo un acto conmemorativo a la figura de José Luis González Recio en la Facultad de Filosofía (su segunda casa). Fue un evento entrañable con sus compañeros, amigos, estudiantes e hijos. Creo que ha sido un buen tributo a su persona.

Los que te conocimos no nos pudimos despedir de ti en persona, José Luis, pero yo con esta entrada te digo que siempre serás mi profesor, mi mentor, mi amigo.

R.III

 

José Luis González Recio

 

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Arcade Fire: Everything Now

La semana pasada Arcade Fire lanzó su último disco Everything Now. Ya me tenían completamente enganchado desde los adelantos que fueron presentando en videoclips. Los amigos que me conocen estarán pensando: “hasta la más horrorosa canción de Arcade Fire te dejaría extasiado” y quizá no se equivocan. Tengo una relación emocional con esta banda y no dudo ni un minuto al decir que es mi grupo favorito; pero si esto es así, es porque la música que hacen es alucinante. Como decía, ya desde la canción que pone título al disco, Everything Now, primer avance del disco, se anticipaba ese tono épico al que nos tienen acostumbrados, aunque se trate de una historia en apariencia sencilla (no es la primera vez que Arcade Fire consigue este efecto, baste pensar en Neigborhhod #1 (Tunnels), No cars go o Srprawl II). La segunda canción que exhibieron fue Creature Confort y ahí me di cuenta de que el futuro disco no iba a tener desperdicio. No me equivoqué este álbum es algo serio.

No uso esta expresión de forma gratuita. Everything Now trata temas serios de actualidad y lo hace con toda la fuerza que poseen los problemas que vivimos día tras días en estas sociedades (pos)modernas que nos ha tocado vivir.  Temas relacionados con patologías mentales (ansiedad, anorexia, tentativas de suicidio…); el existencialismo de vivir una vida que parece no ser lo que las historias de Disney nos prometieron; el amor como un ideal inalcanzable (y a veces patético); la inexorable pregunta sobre el porqué del nacer para morir; y el aparente desamparo de ese “buen Dios”. La narrativa que se esconde detrás de estas canciones se cuenta con toda la crudeza. Que nadie espere finales felices en estos fragmentos de vida contados al puritito estilo de Raymond Carver. La cristalización de una vida cualquiera, como la de cientos de miles almas anónimas que están a nuestro alrededor. De hecho, sé que algunos se verán reflejados en estas historias y no me extrañaría que alguien tomara esas decisiones que no tienen marcha atrás después de escuchar este disco. Así que, por favor, si estoy borracho no me dejen solo con Everything Now; aunque sería un final precioso.

Some girls hate themselves
Hide under the covers with sleeping pills and
Some girls cut themselves
Stand in the mirror and wait for the feedback
Some boys get too much, too much love, too much touch
Some boys starve themselves
Stand in the mirror and wait for the feedback

(Fragmento de Creature Comfort)

Lo vuelvo a decir: este es un disco serio en el que Arcade Fire sigue experimentando nuevos registros musicales. La energía que transmiten los distintos ritmos se asemejan a la ciclotimia: momentos de subidón, seguidos de pendientes depresivas. Baste mencionar Infinite_Content, en el que una misma letra es presentada con dos melodías antagónicas. El resultado nos hace experimentar esa “felicidad” producto de la euforia para, acto seguido, mostrarnos aquella que tiene que ver con una verdadera paz espiritual. Pero lo que realmente descoloca son sus letras en las que se mezcla una dosis de surrealismo condimentada con la rabiosa simpleza (y hasta sordidez) que conllevan las vidas comunes y corrientes de las que nos hablan.

Be my Wendy, I’ll be your Peter Pan
Come on baby, take my hand
We can walk if we don’t feel like flying
We can live, I don’t feel like dying
Be my Wendy, I’ll be your Peter Pan
Come on baby, you’ve got no plans
Boy and girls got all the answers
Man and women keep growing their carncers

(fragmento de Peter Pan)

Sí, me parece un disco serio y aunque después de escucharlo lleguemos a la conclusión de que “quizá no merezcamos el amor”, siempre encontraremos consuelo en la música que sigue haciendo Arcade Fire.

Keep you waiting, hour after hour
Every night, in your lonely tower
Looking down, at all of the wreckage
When we met, you never expected
And you said, maybe we don’t deserve love

(Fragmento We don’t deserve love)

 

¡Cómo me gusta esta banda!

 

R.III

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¿Quién rescató a quién?

Me gusta caminar y fijarme en la gente y los alrededores. Debido a este hábito ya me conozco a muchas de las personas que viven en mi barrio, aunque ellos quizá no hayan reparado en mí. Llevo ya varios meses viendo a una pareja que me gusta mucho, porque me transmiten una especie de estado “zen”. Ambos son jóvenes, pero no podría precisar más; tan sólo encasillarlos bajo el concepto de veinteañeros. No sé si tienen oficio ni beneficio, pero siempre que los encuentro en la calle andan con mucha parsimonia; pasean más que caminar. Van hablando con jovialidad de temas que quiero imaginar trascendentes, pero llevándolos a terrenos banales (como se debe hacer). Sonríen, se abrazan y, en pocas palabras, se les ve felices.

La parejita llamó mi atención, pero la razón no es debido a lo mencionado. Lo que atrapó mi interés fue que atrás de ellos viene siempre un perrito. Camina sin necesidad de correa a unos pocos pasos detrás de sus amos, pese a detenerse de vez en cuando a olfatear o dejar su rastro. Se ve que confían en esta disciplina, pues la pareja suele andar enfrascada en su diálogo; avanzan de la mano o abrazados sin siquiera echar un vistazo al perrito para asegurarse de que los sigue. Si entran a una tienda (donde suelo coincidir con ellos es en una de chinos) el perro sin recibir orden alguna (ni siquiera una mirada por parte de alguno de ellos) se queda a los pies de la puerta. Se sienta a esperar a que salgan sus amos y, cuando lo hacen, comienza a seguirlos de nuevo.

Me parece que son la imagen perfecta de la ataraxia. Cuando los veo pasar siento que el horizonte hacia donde avanzan está despejado y luminoso. Y cuando doy la vuelta sobre mis pasos me da la impresión de que el cielo se nubla y que sólo puedo esperar tormentas y oscuridad. Como se podrá imaginar el lector, a veces los veo y siento un poco de envidia. Pero ya sabemos que el amor es efímero (el que lo siga dudando que eche un vistazo a este artículo sobre el amor). Así que cuando los veo paseando de tan buen rollo, sólo siento alegría y un poco de compasión: pobres, lo que les queda por vivir. Lo fácil que es la vida cuando se es joven…

La envidia la siento por el perro. ¡Cómo diablos han sabido educarlo tan bien! Si alguien nos ve caminar con la Oli (nuestra perrita) podrían apreciar que no hay nada de zen, ni de armonía –y no me atrevo a volver a incluir la palabra ataraxia- en nuestro andar. Nada más lejos a la realidad. Cuando salimos a caminar, la Oli va tirando de nosotros olfateando árboles, personas y traseros de perros. Nosotros somos quienes la seguimos, si no debería decir, que somos literalmente remolcados por ella. Dejarla sin correa está fuera de toda cuestión, al menos que quisiéramos provocar una catástrofe vial. Por tanto, por más interesante que pueda ser nuestra conversación, ésta se ve constantemente interrumpida por los tirones caprichosos de Oli. También puede pasar que salte a ladrarle “con ferocidad” a algún perro pequeño que pase a su lado (con los grandes no se atreve, mira tú). El caso es que andar con ella es ir por caminos azarosos: ya sea porque ha encontrado algo apetecible que olfatear (no todo nos parecería apetecible a los humanos) o porque los otros caninos dan mucho juego. Así no hay quien pueda seguir el hilo de algún argumento; a las dos frases se pierden las ideas, se olvida el tema central o se convierte todo en un soliloquio pues la otra persona ya está a cien metros de distancia intentando frenar las inopinadas voliciones de la Oli.

Si nos paramos a comprar algo, uno tiene que esperar afuera con la perrita. Y si vas solo con ella, hay que atarla en corto al primer árbol que se encuentre, entrar como el rayo y esperar que durante nuestra ausencia nada se haya salido de madre.

Ya me ha pasado cruzarme con la linda pareja mientras salgo a “pasear” con la Oli. Los veo caminando despreocupados, con parsimonia, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para disfrutar de la vida. De pronto un tirón me trae de nuevo a mi realidad y descubro que Oli ya se está comiendo algo que no tiene pinta de ser alimento o está olfateando una paloma muerta. Así es el mundo, algunas personas parecen estar uncidas por la divinidad y otros pertenecemos al sórdido mundo profano.

Encontrarse un cojín destrozado al volver al hogar, que te despierten a las 8,00 de la mañana un domingo o tener que haber comprado tres mandos para la televisión porque todos han sido parcialmente devorados no tiene comparación con las alegrías que brinda la condenada perra. Hay que ser justos: llegar a casa y que te esté esperando con un entusiasmo que no cesa con los años. Verla tumbada en su camita mientras tu estás viendo una película con palomitas (un poco como cuando después de estar todo el día en el parque cuando R.IV tenía cinco años y en la noche entrabas en su habitación y lo veías dormidito). El que se te caiga algo mientras cocinas o comes y ya no te preocupes por tener que levantarlo. Eso amigos… no lo cambio por ninguna veinteañera zen con un perro súper educado, aunque sea el mismísimo Lassie.

Y ya lo dejo, que la Oli ya no me deja escribir más, tengo que sacarla que algo le apremia y no deja de reclamar mi atención arañándome.

R.III

 

 

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Florida 18

Casi toda la gente que me conoce en persona sabe sobre mi pasión por el vino. Es muy probable que todos ellos hayan escuchado por qué considero que el vino es una bebida sagrada. No me lo saco de la manga, de hecho es parte de nuestra cultura popular. Se sabe que en las Bodas de Caná Jesús escogió transformar el agua en vino sobre cientos de otras posibilidades para poder seguir con el convivio. Era Jesús, pudo haber optado por cerveza, limonada o agua de horchata, incluso pudo haberse planteado patentar la Coca-cola. Y no se trata de limitaciones, pues la capacidad del milagro la tenía ya incorporada en su ADN y tampoco se trata de modas. Lo que pasó en dicha celebración es el resultado de una preferencia por aquello que debe trascender.

Antes Dionisos (para los Griegos) y más tarde Baco (para los romanos) —como dioses del vino— ya habían exaltado las virtudes trascendentales de este brebaje. ¡Qué buenas fiestas aquellas! Basta echar un vistazo al Banquete de Platón para darse cuenta de lo bien que se lo montaron estos griegos (y de lo mojigatos que nos hemos vuelto en estos tiempos). Si es que nací en una época equivocada, no cabe duda. Ahora de forma un poco más recatada, seguimos manteniendo ciertas fiestas en las que uno puede sacar algunos de nuestros instintos más básicos. Y gracias a ello las personas somos capaces de ir tirando con los convencionalismos de la cotidianidad. Sólo así se puede sobrellevar el malestar de la cultura del que nos habló Freud. En cualquier caso, ya sea de forma profana o sagrada, el vino debe estar presente siempre que se quiera disfrutar de una buena charla, una agradable compañía y de la vida en general.

Tanto hablo de las virtudes del vino que a Marco, el dueño del Florida 18, uno de los restaurantes-bares que hay por la zona en la que vivo, se le metió la idea de que soy un experto catador. A ver, es cierto que en esto del vino ya tengo práctica y eso a veces lo hace a uno exquisito. Antes me tomaba un valdepeñas como podría ser “Los Molinos” y me parecía la calidad embotellada. Ahora, sin despreciar aquel vino que tantas noches me hizo compañía, he de admitir que trato de embucharme sólo “crianzas”. Que sean riojas, riberas, somontanos o toros  me da igual, siempre que sean aceptables. Y ahí sí que ya nos metemos en una conversación de matices que no podría (y que no me interesa) explicar. Aun así que disfrute el vino no me hace un experto, pero por alguna razón, y a esto quería llegar, Marco me da a probar todos los vinos que le ofrecen sus proveedores y si me gustan los pone en la carta.

Para mí se ha convertido en un excelente trato. De vez en vez me detiene en la calle —¡Ah! porque no creáis que espera a que esté tomando algo en su bar— y me dice: “Me ha llegado este Ribera. Vente a probarlo”. Así que entro, me pone un poco en una copa, yo le pido que me ponga del que ya tiene en la carta y comparo. Así ha (hemos) ido probando distintos vinos a lo largo de la historia de su bar. El que se ha mantenido incólume desde el comienzo es un Rioja llamado Arnegui que, con independencia de mi opinión, está muy bueno. Con los Riberas hemos batallado un poco más y con algunos blancos también. Quizá se deba a que Marco me los ha dado a probar cuando ya llevo metidos unos cuantos vinos previos entre pecho y espalda. Ya para ese entonces me sabe bien hasta el aguarrás.

Hasta ahí todo bien. Su bar se ha convertido en uno de los lugares de encuentro que frecuento con amigos, familia, etc.  El problema, si es que podemos usar este término aquí, es que a Marco le encanta cocinar y se ha dado cuenta de que la comida me gusta casi igual que lo que me gusta el vino. Así que cada vez que coincidimos en su bar, viene a la mesa y nos dice: “he preparado unas gachas” —cabe mencionar que Marco es manchego y los platos tienden a contar con una alta reserva calórica— o “mirad que buenas que han quedado estas migas”. El caso es que nos informa que aquello que ha preparado fuera del menú y nos lo planta directamente en la mesa. Hay que admitir que todo lo que prepara está buenísimo, aunque justo en estas invitaciones radica “el problema”. Estos kilos de más que llevo a cuestas están directamente relacionados con el Florida 18. Su local es cada vez más una tentación pecaminosa.

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Ya se puede imaginar el lector lo que significa esta explosiva combinación para el bohemio escritorucho que redacta estas líneas: buen vino, buena comida ¡y algunas veces gratis! Menudo chollo. Y no soy sólo yo quien goza de esta calórica oferta. Y ya no hablo de mi mujer, sino de Oli, mi perrita. Marco adora a Oli y cada vez que la llevo conmigo comienza a sacarle comida: jamón, pollo, ternera y muchas otras tentaciones. Claro está que Oli también ama a Marco. Así que ahí tienen a la Oli moviendo el rabo toda contenta para que Marco le dé un aperitivo más y a mí sonriendo para ver si me cae otra copa de vino. Muy buena gente este Marco, nadie puede negarlo.  Espero siga al frente de este bar que tantas alegrías me ha brindado, pese a que la salud de mis coronarias esté en riesgo o como se dice vulgarmente, “pese a lo que pese”.

 

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Lo que adolece el adolescente

 

Cuando tenía doce años mi padre me llevaba a la secundaria en el coche. Paraba un momento en la puerta del colegio para que bajara no sin cierta celeridad. Fue hacia finales de ese año cuando hice unas de las pocas cosas de las que me arrepiento de mi pasado. Un día antes de bajar del coche le dije que, si no le importaba, prefería no volver a besarle como gesto de despedida antes de apearme del automóvil: “me da vergüenza hacerlo aquí, justo frente a la escuela”. Ahora sé que fue una bobada de adolescente que se cree “mayor” y “maduro” para seguir haciendo cosas de “niños”, pero así lo hice.

No recuerdo lo que él contestó, pero sé que desde ese día no volví a darle besos de despedida mientras me siguió llevando al cole a lo largo de los primeros años de secundaria. Tampoco lo volví a hacer al saludarnos o al despedirnos en otras ocasiones, ya fuese dentro o fuera de casa. Había afecto y cercanía, pero tengo la remembranza (o más bien su carencia) de no volver a repetir ese guiño afectuoso hasta muchos años después. Más adelante mi padre se fue a vivir a Puerto Vallarta y yo ya no volví a compartir un mismo techo con él, a excepción de las vacaciones.

A partir de ahí, en todos los encuentros que hasta la fecha seguimos teniendo trato de ser cariñoso, darle besos sin ningún tipo de pudor y lo abrazo a cada instante. Parece como si intentara recuperar todo lo que no le di cuando adolecía de insensatez. A veces me atormento pensando en lo que sintió él, cuando bajé del coche aquel día en el que le pedí que no volviéramos a besarnos al despedirnos.

Ahora mi hijo tiene justo doce años. Todavía se me cuelga al cuello y me besa sin un atisbo de vergüenza. Me dice “te quiero” y en general se muestra efusivo. Día a día espero que de un momento a otro me detenga justo antes de rozar su mejilla con mis labios y me diga “papá, preferiría que no me besaras en público”. Quizá no hará falta que diga nada y el sólo hecho de anteponer su mano a mi intención sea suficiente para que comprenda que ese día ha llegado.

Pero todavía tengo la esperanza de que el espíritu de mi hijo me supere. Que su cariño no comprenda de adolescencias, ni de “madurez”. Que no adolezca esa falta de sensatez que su padre padeció y que, con ello, me devuelva aquello que perdí una mañana de colegio.

 

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RIII, R.IV y R.II

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Mi mundo de ayer

No es una regla de oro, pero las inquietudes literarias suelen acuñarse a una temprana edad. Por lo general vienen acompañadas de muchas lecturas, aunque más importante aún es el hecho de que están ligadas a una serie de amistades que también cultivan ese amor por las letras. No me imagino haber emprendido la trayectoria de la literatura —ya sea como profesor de esta disciplina, ya como amago de escritor— si no me hubieran encaminado por esta senda algunos de mis reseñables amigos. Pienso en este detalle a colación de la lectura que estoy haciendo de El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Una preciosa autobiografía que escribió este autor austriaco justo antes de quitarse la vida (junto con su esposa) en 1942[1]. No creo que exista un mejor legado para hacer a este mundo que dejar un texto de estas dimensiones. Un libro que debería ser obligatorio en los colegios para enseñar grandes valores: la tolerancia, el esfuerzo, la búsqueda de la belleza, la defensa de la paz, la amistad incondicional… Todavía no termino de leerlo y ya sé que va a ser uno de mis libros favoritos.

Volviendo al tema de esta columna quería rescatar algunas de las líneas que Zweig escribe sobre su iniciación literaria. Para empezar, recuerda en su libro, con mal sabor de boca, el tipo de enseñanza que recibió en su niñez. Clases aburridas en las que el profesor era una figura atemorizadora y el saber una obligación tediosa. Por fortuna, conforme fue creciendo también fue obteniendo un poco más de libertad. A ello se aunó la suerte de encontrarse con un grupo de amigos del instituto que tenían las mismas inclinaciones que él; un gusto desenfrenado por la lectura:

“[…] Y sobre todo, leíamos, leíamos todo lo que nos caía en las manos. Sacábamos libros de todas las bibliotecas públicas y unos a otros, nos dejábamos prestados los hallazgos que conseguíamos encontrar. Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades era el café.”

Lo vivido por Zweig no es exclusivo de su época. Una cafetería es el lugar de encuentro por excelencia para el joven (y no tan joven) literato. Un sitio propenso para las tertulias con los amigos o la lectura individual. Quien dedique su vida a la escritura, casi podría asegurarlo, afirmará que ha invertido muchas horas de su vida reuniéndose con colegas en estos lugares para comentar aquellas obras que le han apasionado, para trabajar algún texto suyo o de alguno de sus compañeros, o tan sólo para deleitarse con el libro de turno. Es el entorno donde comienzan a gestarse los andares del escritor. Zweig nos abre una ventana para mostrarnos cómo era en su tiempo el café:

“Para comprenderlo hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a un buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer horas, charlando, escribiendo, jugando a cartas […] y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas”.

Este café vienés permitía al público un acceso a periódicos de todo el imperio alemán y de otras nacionalidades. Sin olvidar la disposición, según Zweig, de las revistas literarias más importantes del mundo:

“Pasábamos ahí horas enteras cada día y no había nada que se nos escapase, pues gracias a la comunión de intereses, seguíamos de cerca el orbis pictus de los acontecimientos culturales no con dos, sino con veinte o cuarenta ojos; lo que a uno se le pasaba por alto lo retenía el otro, y como la arrogancia infantil y una ambición casi deportiva nos impulsábamos a superarnos en el conocimiento de las últimas novedades […]”

Conocieron así a Nietzsche o a Kierkegaard, cuando apenas se comenzaba a hablar de ellos. También leyeron a Rainer Maria Rilke (que más tarde se convertiría en amigo de Zweig) o a Balzac, entre muchos otros. Puedo imaginarme de forma nítida a ese grupo de jóvenes charlando con pasíón sobre estos personajes. Y si lo puedo hacer es porque lo he vivido. Sé que puede resultar ingenuo (incluso patético), pero a lo largo de este capítulo de El mundo de ayer no podía dejar de verme reflejado en las vivencias del grupo de amigos de Zweig; salvando las grandes distancias que separan al genio del profano.

Hay que cambiar el contexto romántico de la Viena de finales del siglo XIX, por las contaminadas inmediaciones de la Ciudad de México a finales del XX. También habría de sustituir esos cafés refinados de la capital austriaca, por la popular cadena de cafeterías Samborns. Sin embargo, yo también tuve la suerte de conocer a un grupo de amigos que me incentivaron a abrir la mente. El entorno de Zweig era distinto al nuestro, pero las inquietudes y las ansias de mejorarnos unos a otros eran muy similares, si no es que idénticas. Las charlas versaban de Freud, Nietzsche, Fromm, Wittgenstein, Marx, pero también de Hesse, Hamsun, Saramago, Vargas Llosa, Benedetti. Pasábamos de un tema a otro en una vorágine inexorable de citas, apuntes, comentarios. Unos chavitos que tenían la pueril idea de dominar el saber, que intentaban resolver el mundo desde la pequeñísima ojeada que habían echado a un puñado de autores. Todavía recuerdo cuando Emilio, uno de estos amigos, se refirió a nosotros como “intelectuales”. Me hizo gracia, y todavía me lo sigue haciendo, pero supongo que eso éramos. Porque un intelectual no es otra cosa que una persona que ama el saber y desde entonces ya lo amábamos; como amamos a la literatura, al arte o a una mujer.

Así también comenzamos a escribir. Intentábamos plasmar nosotros lo que veíamos en esos grandes autores que nos fascinaba. Perseguíamos un estilo auténtico y conseguíamos textos llenos de artificios, pero que en ese momento nos parecían originales. Nos leíamos esas intentonas literarias y las comentábamos. Muchas de ellas las publicábamos en el periódico universitario, pero éramos nosotros nuestros mayores críticos. No dejábamos pasar los errores cometidos de nuestros compañeros y ellos no pasaban inadvertidos los nuestros. Algo parecido a lo que comenta Zweig: “Mientras los buenos de nuestros profesores inocentemente seguían marcando con tinta roja las comas que nos faltaban en las redacciones escolares, nosotros nos dedicábamos a ejercer otro tipo de crítica.” Se refiere a una mucho más severa y meticulosa, donde se jugaba algo más que una nota; el honor. Es decir, la admiración o la ignominia durante aquella tarde de café.

Echo de menos aquellas largas jornadas de intensa charla. Al igual que la Viena que describe Zweig, en el Samborns con pagar un único café se podía permanecer horas. La vida era más sencilla y nuestros sueños eran grandes. Ahora la vida es compleja y mis ambiciones modestas: la lectura de un buen libro, un poema, escribir algunas líneas de vez en vez y echar la vista atrás con la melancolía que causa la impronta de haber vivido buenos tiempos.

R.III

Dedicado a Oscar y a Emilio.

 

 

[1] Debió llevarle años escribir este libro, pero esperó a terminarlo antes de quitarse la vida.

 

 

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El tiempo corta las alas al amor. Lambert Sustris (Museo del tiempo Besanzón, Francia)

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