Poco tiempo después de haber escrito una reflexión sobre el triángulo comunicación, ética y educación dentro de las ciencias de la salud, viví una experiencia personal que ejemplifica de forma clara esta relación. Una persona cercana, de unos 76 años, entró de urgencia a un hospital porque le dolía el estómago. Era cinco de enero, días de los Reyes Magos, y la sala de urgencias se encontraba, como suele ser habitual, abarrotada. Cuando llegamos a verla, además del dolor abdominal, comprobamos que se encontraba desorientada y que no podía hablar con fluidez. Pasó esa noche en urgencias y lo único que los médicos nos hicieron saber es que le había subido la temperatura, pero que por los resultados del TAC (tomografía axial computada) no parecía ser nada neurológico. Al día siguiente, en la visita de la tarde (sólo se permiten dos al día) el médico nos informó que era probable que los síntomas se debieran a una colangitis (una obstrucción de las vías biliares) y que el número de leucocitos había aumentado de forma considerable por lo que se trataba de una sepsis (o septicemia, una complicación muy grave de la infección).
Nosotros, naturalmente, no teníamos ni idea de lo que era una sepsis, una colangitis y mucho menos de sus consecuencias. Lo único que nos explicaron parcamente es que se trataba de una infección importante, pero que ya le estaban administrando antibióticos. Además, nos informaron que no podían subirla a planta ese día y que tenía que permanecer en Urgencias. Nada más. Nosotros pensamos que era una alegría que más o menos tuvieran localizado el origen de su malestar y que seguro que con el antibiótico, al siguiente día, la encontraríamos con una notable mejoría. Si insistimos en que la subieran a planta era porque pensábamos que en Urgencias iba a estar incómoda. Lo cierto es que estábamos muy lejos de la realidad.
Al día siguiente, cuando nos dejan volver a hablar con los médicos de urgencias (o sea, a la hora de visita habitual: 12:00 de la mañana) nos informaron que había tenido fallo renal (no le funcionan los riñones), que tenía una pancreatitis, que su sistema respiratorio estaba también afectado y que la tenían que subir de Urgencia a la Unidad de Cuidados Intensivos. El médico que nos atendió en la UCI dijo que la situación era tan grave que era probable que no sobreviviera (en parte debido a una entrada tardía en la UCI). Nos dijo que debía hacerse un TAC de la zona abdominal y otros estudios para confirmar la colangitis y que de confirmarse se tendría que llevar a cabo un procedimiento para remover la obstrucción. También nos comentó que estas intervenciones en el mal estado que presentaba la paciente eran extremadamente delicadas y que podría morir durante dichos procedimientos. No obstante, concluyó que no quedaba más remedio que hacerlo si queríamos tener alguna esperanza. Nos pasó unos consentimientos informados[1] para firmarlos y poder llevar todo a cabo. Obviamente los firmamos.
¿Cómo se llegó a este punto? Además de una evidente falta de recursos de la sanidad pública, la razón principal fue un problema de comunicación que incide directamente en la ética médica. Para poder comprobar que se trataba de una colangitis era necesario un TAC y otros estudios, que claramente no estaban en posibilidad de hacerlos el día de Reyes (al ser un día festivo en España). Sin ese diagnóstico no se podía proceder a la intervención para desbloquear las vías biliares (cuya descomprensión temprana es fundamental para evitar que la infección continúe). Pero de nada de esto se nos informó en Urgencias. Todo lo supimos tiempo después ya en la UCI. Por tanto, se impidió la práctica del principio de autonomía[2] que debería tener el paciente (o sus familiares) para tomar una decisión con relación al estado de salud del enfermo. De haber sabido que nos encontrábamos frente a la imposibilidad de confirmar un diagnóstico ese día y que de tratarse de una colangitis la intervención para desbloquear las vías biliares debería realizarse con celeridad, es probable que hubiéramos deliberado de forma distinta. Quizá podríamos haber optado por ir de urgencia a un hospital privado o aceptar la permanencia en dicho hospital público, pero con el conocimiento de que la situación era de extrema gravedad. Lo que es seguro es que no hubiésemos vuelto a casa pensando que al día siguiente los antibióticos comenzarían a hacer efecto y que iba a encontrarse mucho mejor (como de hecho hicimos).
Pocos fueron los médicos con los que nos entrevistamos que mostraron tener destrezas comunicativas. De hecho, fue gracias a nuestras propias habilidades de comunicación que pudimos extraer información clara y comprensible durante todo el procedimiento. Tuvimos que echar mano de una inteligencia emocional y, en lugar de demandarles un derecho a esta información, bajamos la cabeza para que nos dieran a conocer lo que pasaba. Fuimos empáticos cuando ellos nos veían con altivez. Jugamos a mostramos comprensibles con sus esfuerzos y el tiempo que nos dedicaban para informarnos, cuando veíamos que su faceta paternalista afloraba.
¿Por qué hemos tenido que ser los familiares los que asumimos la responsabilidad de echar mano de dichas destrezas de comunicación y no el profesional de la salud? Porque desafortunadamente los que sufren las consecuencias de la carencia comunicativas de estos profesionales son los pacientes e indirectamente los familiares que desean su pronta recuperación. Esta falta de información incide directamente en la autonomía que se requiere para tomar decisiones. Por tanto, es conveniente que también la sociedad sea consciente y demande a sus profesionales de la salud una información clara del posible diagnósticos, de su gravedad y de la opción o distintas opciones de tratamientos. Sólo así se comenzará a poner atención en estos aspectos y a formar de manera más completa a los próximos profesionales de la salud. Enseñarles a ser empáticos, a adecuar su lenguaje técnico para que el paciente lo comprenda, a reflexionar sobre el derecho a la información del paciente y sus familiares y a otros muchos, muchos elementos en los que todavía hay mucho por mejorar. Parecer ser la única opción para confeccionar esa figura de profesional de excelencia a la que este colectivo debería aspirar.
R.III
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[1] No hay que olvidar que un consentimiento informado es un documento legal. No por ello termina de satisfacer la dimensión ética de la práctica médica.
[2] El principio de autonomía es la libertad del paciente de tomar una decisión sobre su cuerpo. O sea, que el paciente decide si permite una intervención, tratamiento, estancia hospitalaria, etc. en el que se encuentra involucrado. Cuando el paciente no es capaz de ejercer esta autonomía, son sus familiares los que toman estas decisiones. El principio de autonomía se contrapone al paternalismo médico, que es la posición en la que el médico es quien toma las decisiones sobre el tratamiento del enfermo, sin consultarlo con él (en principio, por el bien del mismo paciente). Para saber más comunicación, ética y educación.
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