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¿Son los médicos profesionales de excelencia?

Poco tiempo después de haber escrito una reflexión sobre el triángulo comunicación, ética y educación dentro de las ciencias de la salud, viví una experiencia personal que ejemplifica de forma clara esta relación. Una persona cercana, de unos 76 años, entró de urgencia a un hospital porque le dolía el estómago. Era cinco de enero, días de los Reyes Magos, y la sala de urgencias se encontraba, como suele ser habitual, abarrotada. Cuando llegamos a verla, además del dolor abdominal, comprobamos que se encontraba desorientada y que no podía hablar con fluidez. Pasó esa noche en urgencias y lo único que los médicos nos hicieron saber es que le había subido la temperatura, pero que por los resultados del TAC (tomografía axial computada) no parecía ser nada neurológico. Al día siguiente, en la visita de la tarde (sólo se permiten dos al día) el médico nos informó que era probable que los síntomas se debieran a una colangitis (una obstrucción de las vías biliares) y que el número de leucocitos había aumentado de forma considerable por lo que se trataba de una sepsis (o septicemia, una complicación muy grave de la infección).

Nosotros, naturalmente, no teníamos ni idea de lo que era una sepsis, una colangitis y mucho menos de sus consecuencias. Lo único que nos explicaron parcamente es que se trataba de una infección importante, pero que ya le estaban administrando antibióticos. Además, nos informaron que no podían subirla a planta ese día y que tenía que permanecer en Urgencias. Nada más. Nosotros pensamos que era una alegría que más o menos tuvieran localizado el origen de su malestar y que seguro que con el antibiótico, al siguiente día, la encontraríamos con una notable mejoría. Si insistimos en que la subieran a planta era porque pensábamos que en Urgencias iba a estar incómoda. Lo cierto es que estábamos muy lejos de la realidad.

 Al día siguiente, cuando nos dejan volver a hablar con los médicos de urgencias (o sea, a la hora de visita habitual: 12:00 de la mañana) nos informaron que había tenido fallo renal (no le funcionan los riñones), que tenía una pancreatitis, que su sistema respiratorio estaba también afectado y que la tenían que subir de Urgencia a la Unidad de Cuidados Intensivos. El médico que nos atendió en la UCI dijo que la situación era tan grave que era probable que no sobreviviera (en parte debido a una entrada tardía en la UCI). Nos dijo que debía hacerse un TAC de la zona abdominal y otros estudios para confirmar la colangitis y que de confirmarse se tendría que llevar a cabo un procedimiento para remover la obstrucción. También nos comentó que estas intervenciones en el mal estado que presentaba la paciente eran extremadamente delicadas y que podría morir durante dichos procedimientos. No obstante, concluyó que no quedaba más remedio que hacerlo si queríamos tener alguna esperanza. Nos pasó unos consentimientos informados[1] para firmarlos y poder llevar todo a cabo. Obviamente los firmamos.

¿Cómo se llegó a este punto? Además de una evidente falta de recursos de la sanidad pública, la razón principal fue un problema de comunicación que incide directamente en la ética médica. Para poder comprobar que se trataba de una colangitis era necesario un TAC y otros estudios, que claramente no estaban en posibilidad de hacerlos el día de Reyes (al ser un día festivo en España). Sin ese diagnóstico no se podía proceder a la intervención para desbloquear las vías biliares (cuya descomprensión temprana es fundamental para evitar que la infección continúe). Pero de nada de esto se nos informó en Urgencias. Todo lo supimos tiempo después ya en la UCI. Por tanto, se impidió la práctica del principio de autonomía[2] que debería tener el paciente (o sus familiares) para tomar una decisión con relación al estado de salud del enfermo. De haber sabido que nos encontrábamos frente a la imposibilidad de confirmar un diagnóstico ese día y que de tratarse de una colangitis la intervención para desbloquear las vías biliares debería realizarse con celeridad, es probable que hubiéramos deliberado de forma distinta. Quizá podríamos haber optado por ir de urgencia a un hospital privado o aceptar la permanencia en dicho hospital público, pero con el conocimiento de que la situación era de extrema gravedad. Lo que es seguro es que no hubiésemos vuelto a casa pensando que al día siguiente los antibióticos comenzarían a hacer efecto y que iba a encontrarse mucho mejor (como de hecho hicimos).

Pocos fueron los médicos con los que nos entrevistamos que mostraron tener destrezas comunicativas. De hecho, fue gracias a nuestras propias habilidades de comunicación que pudimos extraer información clara y comprensible durante todo el procedimiento. Tuvimos que echar mano de una inteligencia emocional y, en lugar de demandarles un derecho a esta información, bajamos la cabeza para que nos dieran a conocer lo que pasaba. Fuimos empáticos cuando ellos nos veían con altivez. Jugamos a mostramos comprensibles con sus esfuerzos y el tiempo que nos dedicaban para informarnos, cuando veíamos que su faceta paternalista afloraba.

¿Por qué hemos tenido que ser los familiares los que asumimos la responsabilidad de echar mano de dichas destrezas de comunicación y no el profesional de la salud? Porque desafortunadamente los que sufren las consecuencias de la carencia comunicativas  de estos profesionales son los pacientes e indirectamente los familiares que desean su pronta recuperación. Esta falta de información incide directamente en la autonomía que se requiere para tomar decisiones. Por tanto, es conveniente que también la sociedad sea consciente y demande a sus profesionales de la salud una información clara del posible diagnósticos, de su gravedad y de la opción o distintas opciones de tratamientos. Sólo así se comenzará a poner atención en estos aspectos y a formar de manera más completa a los próximos profesionales de la salud. Enseñarles a ser empáticos, a adecuar su lenguaje técnico para que el paciente lo comprenda, a reflexionar sobre el derecho a la información del paciente y sus familiares y a otros muchos, muchos elementos en los que todavía hay mucho por mejorar. Parecer ser la única opción para confeccionar esa figura de profesional de excelencia a la que este colectivo debería aspirar.

R.III

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[1] No hay que olvidar que un consentimiento informado es un documento legal. No por ello termina de satisfacer la dimensión ética de la práctica médica.

[2] El principio de autonomía es la libertad del paciente de tomar una decisión sobre su cuerpo. O sea, que el paciente decide si permite una intervención, tratamiento, estancia hospitalaria, etc. en el que se encuentra involucrado. Cuando el paciente no es capaz de ejercer esta autonomía, son sus familiares los que toman estas decisiones. El principio de autonomía se contrapone al paternalismo médico, que es la posición en la que el médico es quien toma las decisiones sobre el tratamiento del enfermo, sin consultarlo con él (en principio, por el bien del mismo paciente). Para saber más comunicación, ética y educación.

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Comunicación, ética y educación

Es popularmente conocido que los médicos  llevan a cabo el pronunciamiento del Juramento Hipocrático como un antiguo rito de iniciación para adentrarse en su profesión. Consiste en un compromiso que expresa unas reglas éticas que el médico debería seguir al ejercer su oficio. El juramento original es un brevísimo código deontológico que expresa ciertas obligaciones como son: evitar el daño o perjuicio al paciente a través del tratamiento; nunca dar un fármaco letal o abortivo; atender al paciente sin incurrir en prácticas corruptas, con ellos o sus familiares (especialmente las sexuales); y guardar discreción de la información que oyese de los pacientes o sus familiares durante su consulta.  Fue así como formó parte inherente de la práctica médica, y a más de 2000 años de su probable creación (s. V ó IV a. C.), el juramento fue reformulado en la Declaración de Ginebra de 1948 y más tarde por el Dr. Louis Lasagna en 1964.

Lo cierto es que este código que rigió la moralidad en la práctica médica por más de dos milenios, no habla en absoluto del derecho que tiene el paciente de saber la información sobre el diagnóstico de su enfermedad y de los posibles tratamientos. Tampoco menciona si es el médico quien tiene la obligación de brindar al paciente este conocimiento y, mucho menos, si debería otorgar al paciente la libertad de aceptar, rechazar o elegir entre los posibles métodos de curación que podrían aliviar su malestar. No es de extrañar que durante siglos y siglos fuesen los doctores quienes tomaran las decisiones sobre la terapéutica a seguir de forma unidireccional. De hecho, no es hasta las décadas de 1950-1960 cuando se empieza a valorar la autonomía del paciente.

El paternalismo médico es el término que se ha utilizado para ilustrar el papel que ejercía el médico en la toma (inapelable) de la decisión sobre los métodos terapéuticos. Se le llama paternalismo porque se entiende que existe una beneficencia (un padre actúa en la defensa de los mejores intereses de sus hijos) y una legitimidad (un padre tiene el derecho de ejercer decisiones en nombre de sus hijos, independientemente de que dicha decisión pueda ir en contra de la voluntad de los menores). Por tanto, el médico paternalista es el profesional que limita la autonomía del paciente, bien sea porque considera que las decisiones que él toma tienen la finalidad de beneficiar al paciente (aliviar su malestar o enfermedad), o porque cree que tiene toda la legitimidad que le brindan sus años de estudios para tomar la batuta en las decisiones (y que el paciente no es capaz de asumir).

Hoy en día el paternalismo médico está denostado. Incluso ha dejado el terreno ético, para aterrizar en el terreno legal. Un doctor ahora tiene el deber de informar al paciente sobre la enfermedad, el tratamiento que le sugiere seguir, otros tratamientos alternativos (si existen), etc. Con esta información el paciente tiene el derecho de decidir qué hacer con respecto a su salud; esto quiere decir que se ha consolidado su autonomía. O eso queremos creer. El hecho de que en cada intervención médica te den a firmar un documento conocido como consentimiento informado, en el que se expone una larga lista de tecnicismos y posibles peligros, ¿realmente está otorgando al paciente el libre ejercicio de su autonomía? Más bien parece ser un documento legal que quitará responsabilidad al centro hospitalario, al doctor y demás personal sanitario, si algo no sale como se esperaba.

Por esta razón, el consentimiento informado no es suficiente, desde el punto de vista ético, para que el paciente pueda ejercer su autonomía. Aquí entra una dimensión que también ha sido puesta en práctica desde los inicios históricos de las relaciones de ayuda[1], pero que no es hasta hace relativamente poco que se ha comenzado a estudiar y sistematizar (también hacia los 50-60): La comunicación entre paciente y profesional de la salud. ¿Si el profesional de la salud no cuenta con una destreza comunicativa cómo puede ser capaz de informar de forma efectiva al paciente? ¿Si no existe una comunicación efectiva, cómo puede hablarse de autonomía del paciente?

Existen muchas dimensiones pero, para ejemplificar brevemente esta relación entre ética y comunicación, hablaré sólo sobre la adecuación del lenguaje. Si un profesional de la salud usa demasiados tecnicismos a la hora de explicar a un paciente su enfermedad, éste no comprenderá la gravedad/levedad de lo que le sucede, quizá tampoco entienda en qué consiste el tratamiento que el profesional le sugiere y mucho menos sus alternativas. Al encontrarse en una posición débil, es probable que opte por hacer lo que el profesional le indique, sin apenas cuestionarlo. En otras palabras, no está haciendo uso de su autonomía y el médico está siendo paternalista (pese a que él justifique que en su actuación le he explicado al paciente su malestar y las opciones que tenía). En el otro extremo se encuentra el profesional que, con el afán de que su paciente pueda comprenderle, le explica todo de manera simplista. De esta manera le ayuda a entender de forma muy general la causa de su malestar, pero no llega a informarle de particularidades fundamentales como puede ser la duración del tratamiento, la posible actuación “invasiva” de una determinada terapéutica, posibles consecuencias a mediano y largo plazo, etc. Esta simplificación excesiva también puede poner en riesgo la autonomía del paciente, pues éste puede llegar a optar por un tratamiento complejo y de consecuencias serias, por creer que era algo más sencillo, o simplemente no tomarse en serio un régimen, una medicación, etc. Diapositiva1

 La semana pasada tuve la oportunidad de asistir al seminario debate Conflictos éticos en psiquiatría y psicoterapia. Entre los ponentes, que contaron cosas sumamente interesantes, se encontraba el Dr. Fernando Santander, quien habló sobre ciertas dimensiones éticas de la psicoterapia. Me gustaría rescatar de su intervención lo que él llamó el contrato terapéutico que debería existir entre un paciente y su psicoterapeuta, pero que creo bien podría aplicarse a toda relación de ayuda. En dicho contrato hay que ofrecer una orientación teórica sobre la psicoterapia específica a seguir, explicar los hechos que acreditan al profesional (formación, psicoterapia en la que está especializado, etc.), explicar el diagnóstico, definir los objetivos, el método, las metas y limitaciones de la terapia, informar sobre la duración, modos del tratamiento, los derechos del paciente y, en general, todo aquello que facilite una relación franca, leal y transparente.

Todos los presentes éramos especialistas (o en camino de serlo) en temas relacionados con las ciencias de la salud y su relación con aspectos éticos o, más explícitamente, con la bioética. Sin embargo, esta información me parece tan útil que me preocupó el hecho de escucharlo en en un foro especializado, cuando ya debería estar enseñándose en las aulas a estudiantes de medicina, enfermería, fisioterapia y otras profesiones afines a las relaciones de ayuda. Por esta razón, un tercer vértice del triángulo de excelencia del profesional de la salud, se encuentra en brindar una sólida educación sobre este tipo de destrezas transversales (como es la comunicación), así como de un aspecto humanístico que incluya la dimensión ética. La relación de ayuda está incompleta sin estos eslabones y de nosotros depende que estos elementos se incorporen cada vez más en la atención sociosanitaria.

R.III

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[1] Prefiero usar la generalización de relación de ayuda, para que no parezca que estos temas sólo pertenecen al ámbito médico-paciente. También corresponden al personal de enfermería, a fisioterapeutas, psicólogos y en general toda relación en la que una persona tiene un malestar (enfermedad, herida, angustia…) y una persona que cuenta con los conocimientos para ayudarle a superarlo.

 

 

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Juan Valverde de Amusco

Llevaba tiempo queriendo sacar esta entrada, para hablar sobre la oportunidad que tuve de asistir a la defensa de la tesis doctoral de mi amigo José Miguel Hernández Mansilla. Su tesis titulada La idea de hombre en Juan Valverde de Amusco ha obtenido el sobresaliente Cum Laude, la nota máxima otorgada a una investigación. José Miguel ha sido el compañero más cercano que he tenido a lo largo de mi formación doctoral y su logro es una inspiración y una alegría muy especial.

Su investigación se centró en el anatomista renacentista Juan Valverde de Amusco. Un médico vilipendiado por su contemporáneo, el sobresaliente anatomista Andrea Vesalio, y esto es probablemente una de las razones por las que Valverde no ha obtenido el lugar en la historia que se merece. José Miguel analiza la posición en la que se encuentra este anatomista en la historia de la medicina y entre los aspectos que describe sobresale el olvido de su vida y su obra; pues muchas compilaciones históricas de médicos renacentistas directamente no hacen mención de este anatomista; y el error de juicio, pues aquellas que sí lo mencionan, tan sólo lo hacen como si este se tratara de un imitador de la obra de Vesalio, colocándolo en la posición de un anatomista menor. Por esta razón su estudio es de suma importancia, porque pone la atención en la figura de este denostado anatomista y nos acerca a sus verdaderas aportaciones.

La tesis hace un recorrido por las ciudades en las que posiblemente vivió Juan Valverde. La pequeña villa palentina de Amusco, la ciudad de Valladolid, y las metrópolis italianas de Padua, Pisa y Roma. Un fundamental protagonismo en este estudio lo tiene la idea de vocación intelectual, pues para José Miguel este anatomista inició tan singular periplo vital debido a sus ansias de formarse como médico y como anatomista. Su trasiego, por tanto, está motivado por la instrucción que probablemente recibió en los importantes centros de estudio de aquella época que estaban localizados en estas poblaciones: la Universidad de Valladolid (la segunda en número de estudiantes en el siglo XVI, precedida por la Universidad de Salamanca y seguida por la de Alcalá), la Universidad de Padua (junto con la de Boloña “eran las mejor dispuestas para la enseñanza y el aprendizaje de la medicina y la anatomía” de aquel entonces), el Ospedale di San Francesco Grande (donde practicó la clínica Giovanni Battista da Monte),  el teatro anatómico de Pisa y el de Roma, entre otros. Probablemente en cada uno de estos puntos Juan Valverde fue completando su educación hasta convertirse en el ayudante inseparable de su maestro Realdo Colombo.

Sin embargo, el tema central de este estudio se centra en la idea que Juan Valverde guardó sobre el cuerpo humano. Para ello, José Miguel se remonta a la relación que existió en el Renacimiento entre la anatomía y otras disciplinas, de las que puede destacarse la arquitectura y la ingeniería. Entre otros, menciona a Francesco di Giorgio quien “fue uno de los primeros autores en combinar arquitectura e ingeniería con la realidad corporal humana”. Di Giorgio equipara en su diseño lo que sería una perfecta ciudad con la anatomía humana. La construcción por tanto debería tener en cuenta torres de defensa (a la altura de los codos y pies de un individuo), la zona triangular que existe entre las piernas estaría destinada a los cultivos, la parte abdominal sería el mercado, a la altura del corazón se colocaría la iglesia y en la cabeza la torre más alta de la defensa.

 Juan Valverde

También analiza la idea descriptiva de Luis Lobera de Ávila y Bernandino Montaña de Monserrate quienes comparan el cuerpo con torres. Pero ¿cuál es la imagen que tiene de Valverde? Según José Miguel, Valverde vería en el cuerpo humano una construcción, al igual que otros contemporáneos. Recordemos que el mismo Vesalio hace referencia al cuerpo con el apelativo de fabrica. En el caso de Valverde, su idea de hombre también sería la de un templo. Este cuerpo, perteneciendo al propio individuo, estaría al servicio del Sumo Artífice, y destinado a cumplir cada uno de sus designios.

Gracias a esta investigación, se podrá recordar las descripciones anatómicas y fisiológicas de Juan Valverde de Amusco, así como su aportación léxica en la configuración del castellano, pues fue la Historia de la composición del cuerpo humano fue uno de los tratados que se utilizó para construir la lengua española, y finalmente, la figura tan entrañable del intelectual renacentista en cuyo afán de conocimiento hace un largo recorrido para consolidar su arte. Un trayecto que, por otro lado, José Miguel, quinientos años después, también imita intentando recopilar toda la información posible sobre este anatomista. Me hace gracia pensar qué hubiera pensado Juan Valverde de que un estudioso, cinco centurias después de su existencia, prestara tanta atención a su vida. Azares de la historiografía…

 

R.III


Ideas de magnanimidad y la búsqueda de la plenitud

Uno de los principales problemas que tiene el hombre para poder alcanzar la felicidad es el conjunto de ideas de magnanimidad que le ha impuesto la sociedad. Me refiero a esa serie de conceptos arraigados en la cultura de occidente sobre aspectos cotidianos como las relaciones amorosas, la amistad, los objetivos personales, el empleo del tiempo, etc. Uso el término de “magnanimidad”, porque dicho concepto hace referencia a la perfección, lo verdadero, lo eterno y otras cualidades que por su elevado estatus sólo pueden considerarse magnánimas. Estas ideas han hecho mucho daño, porque desde pequeños se nos ha impuesto una serie de “estándares de calidad” para una serie de sucesos que se van presentando a lo largo de la vida de toda persona.

Un ejemplo puede ser encontrado en las relaciones de pareja. Generación tras generación, la sociedad ha estipulado que las relaciones íntimas satisfactorias son aquellas que consiguen la permanencia. En este caso no estoy haciendo referencia a ese otro espectro cultural que encasilla a las uniones bajo términos como noviazgo, matrimonio, estar arrejuntados u otros. En realidad el concepto de magnanimidad va más allá de cuestiones conservadoras o liberales que consideran una relación como sólida por el hecho de estar adscrita a un concepto religioso, civil o individual. En realidad lo que es común a todas es la concepción general e indisociable de temporalidad. Si una relación de pareja llega a su fin, es comúnmente visto como un fracaso. Ese enlace no triunfó, porque no era el correcto. En cambio aquella relación que perdura es vista como una unión exitosa. No importa que se haya disfrutado de momentos de plena felicidad durante varios años, si sobreviene la ruptura todo el vínculo es concebido como un fracaso. Es cierto que existe un factor emocional que no permite, hasta que el tiempo cierra las heridas, apreciar todos los buenos momentos que se han tenido durante el período de alianza. Sin embargo, la relación continua siendo apreciada como un todo y la ruptura sigue otorgándole una etiqueta negativa. La idea de magnanimidad nos impide comprender que esa etapa y cada una de ellas en la relación, se pueden medir como éxitos o fracasos independientes a la duración de la misma.

Cuando uno está disfrutando del amor y la felicidad en una relación íntima, en ese momento ya se está gozando de un lazo exitoso. Es muy probable que si a esas personas se les preguntara, ellos aceptarían esta realidad. Pero si unos años más tardes terminan por cualquier tipo de razón ¿entonces todo lo anteriormente vivido carece de valor? ¿Tenemos que aceptar que esa relación fue un fracaso?

Estas ideas de magnanimidad imponen un peso muy fuerte en los aspectos cotidianos. Porque nos hablan de una permanencia, de una eternidad, de un hasta que la muerte los separe; que el mundo se empeña en refutar. La realidad que vivimos comúnmente parece mostrar día a día que no existen tales objetos eternos; que no son posibles los eventos duraderos. No es atrevido decir que todo es efímero o cuanto menos cambiante. Sin embargo, nos hemos autoimpuesto metas elevadas. El éxito personal muchas veces está basado en esas ideas de magnanimidad y no es de extrañar que muchas personas caigan en depresión, pues es sumamente difícil alcanzar esos objetivos. Tenemos miedo a morir sin haber vivido todo lo que estaba a nuestro alcance. No queremos perder el tiempo y nos vemos, en consecuencia, envueltos en una carrera descontrolada que conduce más al estrés que a la felicidad. Y así continuamos inmersos en una serie de valores que no se corresponden con el mundo posmoderno que habitamos. Si comenzáramos a aceptar que incluso esas nociones de amor, felicidad, disfrute del tiempo, etc. están llenos de armonía, aunque venga en dosis específicas, quizá sería más sencillo darnos cuenta de lo cerca que estamos de la plenitud todos los días.

R.III

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Un producto de la magnanimidad: La mezquita azul

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Otro producto de la magnanimidad: Santa Sofía.


Reflexiones sobre el feminismo

Pobres los hombres que creen que las mujeres quieren parecerse a ellos. Mezquinos aquellos que ven una competencia en el feminismo. Odiosos los que comprenden al ser humano sólo en cuanto hombre, sin ver que ese concepto no entiende de sexos. No, señores míos, la lucha no va contra ustedes. La causa intenta consolidar el triunfo de las ideas de la Ilustración; que, dado el letargo inherente a nuestra especie, ha costado tiempo y vidas su afianzamiento. Cuánto nos sigue costando convertir esas ideas en garantías; en una realidad que sea inamovible. Pero todavía algunos osan burlarse y malinterpretar un movimiento que  persigue la defensa de derechos básicos y reconocibles a la raza humana: hombres y mujeres. Dejemos de obstaculizar nuestro camino hacia la igualdad para, una vez conseguida, podamos centrarnos en los otros problemas que nos acosan. Pero este entendimiento se tiene que dar en conjunto, hombres y mujeres, pues tozudos e ignorantes abundan en ambos sexos.

 

Empecemos, pues, por no malinterpretar ese concepto. La igualdad es un derecho que radica en el respeto a las diferencias. Porque los hombres y las mujeres no somos iguales. Nuestras naturalezas son distintas, nuestras hormonas nos dominan de forma diferente. Sólo a partir de comprender esta realidad, podremos comenzar la búsqueda de lo común. Se dice que ante la ley somos iguales y efectivamente debe ser así, pero ¿podremos llegar, algún día, a escavar  más hondo y no quedarnos en aspectos tan superficiales? ¿Podremos terminar con una competencia jerárquica y poner en orden nuestro mundo? ¿Se llegará al punto en el que deje de tener sentido hablar de feminismo?

 

Cuando las sociedades se pongan las gafas del feminismo, y se vea el mundo a través de ellas, esta teoría no será necesaria. En ese momento las empresas valorarán un currículum por la valía del candidato y se dejará de pensar en equilibrar la plantilla de empleados. Dejará de usarse el término “baja por maternidad” y se hablará de “baja por nacimiento” o algo parecido. Serán cansinos los debates lingüísticos sobre el masculino o femenino de un concepto. Desaparecerán del diccionario términos absurdos como el de “ninfómana”. Y otros aspectos que no cabe enumerar; situaciones que hoy se entienden como victorias, pero que tendrán que instaurarse como hábitos comunes e inherentes a todos.

No olvidemos que este es tan sólo un eslabón en la cadena de la evolución moral. No hay que perder esta perspectiva. Así que pobres de aquellos, que no ven el perjuicio que hacen a la humanidad, por seguirse empecinando en ideas obsoletas…

 

R.III

 


Coatlicue (La de la falda de serpientes) divinidad femenina de la vida y la muerte, de la tierra y la ferilidad.

Museo de Antropología de México


Falacias

La Falacia o sofisma es un razonamiento aparentemente «lógico» en el que el resultado es independiente de la verdad de las premisas; esto quiere decir que se desprende una conclusión errónea, porque no existe una conexión necesaria con las proposiciones de las que “supuestamente” surge. En otras palabras, el argumento parece ser verdadero, pero en realidad no lo es. El problema de las falacias es que son difíciles de detectar:

Ejemplos:

  1. Rafa está enamorado.
  2. A Rafa le gusta Lucía.
  3. Por tanto, Rafa está enamorado de Lucía.

Todo nos podría hacer pensar que si Rafa está enamorado y además le gusta Lucía, debe ser lógico que Rafa esté enamorado de Lucía (así se hacen los chismes). El problema es ese “debe ser lógico”, porque a Rafa le puede gustar además de Lucía, Juanita, Menganita y alguna otra “ita” (esto no se excluye en la preposición). O bien estar enamorado de cualquiera que no sea necesariamente Lucía. Es posible,  pero sólo posible, que incluso dé la casualidad de que efectivamente Rafa sí esté enamorado de Lucía, pero esto no quiere decir que forzosamente sea así. La problemática surge en creer que la conclusión es definitiva, partiendo de premisas que brindan información independiente a la conclusión que obtenemos.

  1. Si un objeto es de oro, brilla.
  2. Esta daga brilla.
  3. Esta daga es de oro.

Este ejemplo nos resulta más claro, quizá por el dicho popular que nos ha enseñado que “no todo lo que brilla es oro”, pero en realidad pasa lo mismo que en el anterior. Existe una independencia entre las proposiciones iniciales y la conclusión; su relación no va siguiendo un encadenamiento lógico.

Existen muchos tipos de falacias que han sido definidas. Aquí van algunas.

Falacia Ad Hominen (o de Ataque Personal)

En lo personal, me resulta una de las falacias más fastidiosas y por otro lado se usa constantemente. Consiste en atacar (o favorecer) a la persona

que hace una argumentación en lugar de rebatir o apoyar el argumento por el contenido de sus premisas. Cuántas veces no hemos escuchado en una discusión lo siguiente:

  • “Usted no tiene la autoridad de decir…”
  • “Usted no puede rebatirlo porque no es abogado”
  • “Tú no tienes ni idea de este tema”
  • “Es un dolor agudo, lo sé porque soy Médico”
  • “que te lo digo yo”

Como se puede apreciar, las primeras tres persiguen mostrar que el argumento del interlocutor no tiene validez y merece ser desestimado, ya que no proviene de una autoridad o un experto en el tema de la discusión. Lo últimos dos lo que pretenden es que se les dé la razón simplemente por ser quienes son y no por su argumento. Algo que me pone nervioso de algunos españoles es cuando te sueltan ese “que te lo digo yo”, como si por comentar esta obviedad, se hicieran acreedores de una confianza indiscutible.

Sólo he utilizado algunas de las fórmulas que usan este tipo de falacias, pero hay que puntualizar que una falacia sólo es considerada como tal cuando está acompañada de un argumento o un razonamiento (el que se intenta demostrar falazmente).

 

Falacia Ad Verecundiam (o falacia de la autoridad)

Esta falacia planta su raíces en la Ad Hominen  con la diferencia que la persona en la que se apoya o se replica un argumento, en teoría, tiene una autoridad de mayor peso: un mandatario político, social o algún personaje popular… En todo caso, la fuerza del argumento recae en esta situación y no en la validez del argumento:

  • “… Si lo dice Stalin es que es cierto”
  • “Al igual que Aristóteles pensaba, la verdad es que…”

Falacia Ad Populum (O falacia populista)

Es otra variante de la anterior, pero consiste en atribuir que algo es verdadero o falso en función de lo que la mayoría opina o cree. Esta es especialmente utilizada por aquellos que disfrutan de la estadística. Intentan justifcar su razón, porque hay un número muy alto de personas que lo respaldan.

  • “La homosexualidad es una aberración, va en contra de las prácticas naturales de la humanidad”
  • “Todo mundo sabe que…”
  • “El 90% de los españoles opina…”

Otros tipos de Falacias

Muestra sesgada: Es una muestra que ha sido falsamente considerada como la típica de una población de la cual ha sido tomada. Por ejemplo: Los centros de investigación paranormal reciben cientos de llamadas de personas que han tenido sueños en los que un familiar muere y, días después, dicho pariente termina falleciendo. Estos sitios sustentan sus resultados con este tipo de datos, llegando a la conclusión de la existencia de sueños premonitorios. Pero vamos más a fondo ¿cuántas personas llamarían si soñaran que muere una persona cercana y pasan los días, las semanas, los meses y esa persona sigue viva? Es probable que pocos lo hagan, por lo que estas estadísticas cuentan con un sesgo…

Falacia de la verdad a medias: Es cuando un argumento es sólo parcialmente verdadero o incluso verdadero, pero que omite toda la verdad. “50 de cada 100 personas adelgazan con este medicamento” (cuando no se hace mención de que los otros 50 no sólo no adelgazan, sino que el medicamento les sienta mal).

                                                                                                                 

El desafío del interlocutor es encontrar la premisa falsa, esto es, aquella que hace que la conclusión no sea firme. Los discursos políticos, las noticias (especialmente las de televisión), las charlas acaloradas… son buenos lugares para encontrar falacias. Les recomiendo jugar a detectarlas, les aseguro que con el tiempo uno termina enviciándose… ¡ah! y desconfiando también de lo que le cuentan a uno…

R.III


>Filosofía para principiantes/ ¿Fuera de Control?

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Si alguien tuviera la agradable consideración de preguntarme (aunque esas cosas no se van cuestionando por ahí) cuál considero yo que es el paradigma de la actualidad, sin duda le contestaría que es el “control”. Nuestra sociedad, la tecnología y en general el sistema de vida actual nos permite, propone, y en algunos casos, obliga a tener todas las variables que influyen en nuestra existencia bajo control. Podría asegurar que el humano siempre ha pretendido alcanzar este paradigma, pero en el pasado no le era posible por su insuficiente manejo de la técnica. Sin embargo, en nuestros días no sólo es posible sino que parece un factor indispensable para sentirnos tranquilos. El que pierde el control en algún momento de su vida se siente angustiado, frustrado, temeroso… en fin, fuera de su paradigma.

Controlamos el tiempo y el espacio:
Nuestro tiempo está muy bien regulado. El despertador siempre debe sonar a la hora programada; la entrada y salida laboral o escolar se sigue con exactitud; para ahorrar energía y mantener la económica global ajustada a las grandes potencias, cambiamos el horario en verano o en invierno a nuestra conveniencia; etc. Además, entre más desarrollado sea el país, el tiempo es más estricto y limitante: el autobús o el tren partirán inexcusablemente en punto, el alumbrado público se encenderá al acaecer la tarde, la programación de la televisión no se alterará por sorpresa y, aunque a veces falla, la pizza tendría que llegar a tiempo…

Por otro lado ya casi no importa el lugar del mundo donde uno se encuentre, se tiene la posibilidad de estar siempre localizado y de alguna manera controlado o supervisado. La telefonía móvil permite ya no sólo llamar a un lugar, sino directamente a la persona deseada –así como la posibilidad de controlar de quién recibir las llamadas gracias al identificador-. Las comunicaciones nos ayudan a reducir las distancias; desde mi correo electrónico puedo comprobar cuándo el remitente abre el mensaje que le he enviado, no importando la distancia que nos separe. Se puede observar, seguir, fotografiar o grabar una casa, un automóvil o una persona desde el espacio gracias a la tecnología satelital. Con el GPS una persona estará perfectamente localizada en cualquier punto del planeta. La inmediatez móvil tanto de mensajería instantánea, como de acceso a internet, permiten acercar a las personas desde en todo el mundo. Desde el Himalaya hasta el Caribe o de Alaska a Taiwán la comunicación en tiempo real es un hecho (y sin necesidad de cables). Ya no hay límites geográficos, el control de nuestro tiempo espacio lo llevamos en el bolsillo desde nuestro móvil (por lo menos hasta que lo perdamos y nos encontremos aislados, fuera de nuestro paradigma).

Controlamos la vida:
No se ha conseguido evitar la muerte, pero cada vez se pueden prevenir más enfermedades y tener una mejor calidad de vida, con lo que de alguna manera se sortea por más tiempo este inevitable sino. Aún así uno puede controlar el origen de la vida: los medios anticonceptivos nos permiten evitar o escoger el nacimiento de nuestros descendientes. Para las personas que tienen algún problema de concepción se han desarrollado técnicas de reproducción asistida (el más conocido es el de la inseminación artificial). Incluso se ha llegado más allá; la tecnología persigue el control de factores genéticos como el color de ojos, pelo, la eliminación de alguna enfermedad congénita, etc. No está permitido en humanos, pero es posible crear y controlar la vida; la clonación es el punto climático del paradigma del control; ya nada está en manos del azar, todo puede estar sometido a una conciencia interventora, incluso aquellos ámbitos antes relacionados, y sólo legados, a un dios inefable.

Controlamos nuestra cotidianidad:
Después de lo anterior es evidente que en nuestra vida diaria existen muchos ámbitos controlados. Nuestras pertenencias materiales, por ejemplo, están controladas y sometidas al trabajo o actividad que uno desarrolla (ya sea un empleo, negocio, herencia, etc.) y con esto me refiero a la voluntad que cada uno pone al escoger las propiedades que quiere tener –no voy a tratar sobre Hacienda que podría poner como la otra panacea de este paradigma del control (justo después de la clonación)-. Pero esas pertenencias que en un pasado eran volátiles a las contingencias, ahora las protegemos con una infinidad de “seguros”. Uno asegura el coche para no perderlo en un siniestro y lo mismo se puede hacer con prácticamente todos los demás objetos materiales (casas, joyas, cuadros, etc.). Incluso aquellas no materiales, como seguros contra accidentes o yendo más lejos, los seguros de vida; con lo que de alguna manera también se controla la muerte. Por lo menos se ha alcanzado que esa muerte ya no nos tome por sorpresa o deje indefensos a aquellas personas cercanas que sigan con vida.

Controlamos y a la vez nos controlan. Cientos de datos se acumulan en centros de inteligencia. Pero no hay que irse tan lejos, todos estamos registrados en nuestros municipios. Se sabe cuándo nacimos, quiénes fueron nuestros padres, qué tipo de sangre somos y cuántos años nos tomó terminar el bachillerato. Somos números y datos que una o muchas bases de datos controlan.

Claro que siguen existiendo factores que pueden desconcentrarnos y sacarnos momentáneamente de nuestro paradigma, pero aún así la tendencia a un mundo feliz tipo Huxley, se respira en el aire.

R.III


Semmelweis y los cambios paradigmáticos

Un cambio paradigmático es un cambio en la estructura de pensamiento por parte de los individuos de una sociedad en un determinado momento. Esto quiere decir que estas estructuras (o formas de ver el mundo) dan un vuelco no sólo en el modo de vida de una civilización (usos y costumbres, la resolución de problemas, etc.) sino en la manera de apreciar un fenómeno; de percibir la realidad. Es como aquellos dibujos gestálticos donde puede verse una copa cuando se mira de una determinada manera, o bien dos caras si es observada de otra. El dibujo es el mismo, pero apreciar una u otra figura depende de cómo y dónde se centre la atención.

Imaginemos que se deja una mesa en el Amazonas cerca de la población de una civilización primitiva y con nulo contacto del resto del mundo. Ahora pensemos que esta sociedad nunca ha visto una mesa en su vida. Cuando los individuos se acerquen a ese objeto no dirán, “qué bien ya tengo una mesa para poder comer más cómodamente”. En todo caso, y aventurándonos mucho, podríamos creer que pensarían: “Esto me viene muy bien para usarlo de puerta para mi casa” o “por fin un objeto práctico para resguardarme de las lluvias”. Pero es muy probable que no acertemos a lo que cruzaría por su mente cuando se encontraran con este objeto.  Lo normal sería que le den un uso diferente e, incluso, incomprensible para nosotros. En la actualidad, los lectores de esta columna que contamos con una estructura de pensamiento similar, definimos ese objeto como una mesa y no como una puerta o un paraguas, pero cómo estos últimos elementos (paraguas, puerta) también están dentro de nuestro paradigma -sólo cobran significado bajo nuestros ojos- no hay por qué creer que los hombres de aquella primitiva sociedad, que tiene otra estructura, van a ver en la mesa alguna de esas realidades.

Los cambios paradigmáticos se desarrollan en varios ámbitos, pero donde más repercusión tiene para la humanidad es en lo que se llama “las revoluciones científicas”. En nuestra cultura occidental el cosmos ha sido descrito de muchas formas; desde lo griegos con su sistema geocéntrico, hasta la más actual, que viene de la mano de Einstein y de la que se desprende un universo en expansión con una curvatura del espacio y del tiempo. Cuando se piensa en la ejemplificación de estas revoluciones se acude al sistema de Ptolomeo (geocéntrico) y al de Copérnico (heliocéntrico). Me imagino a los dos sentados en un barranco viendo un atardecer. Ptolomeo le diría a Copérnico: “ves cómo se está moviendo el sol alrededor de nosotros hasta que lo dejamos de ver en el horizonte” y Copérnico le contestaría: “No entrañable amigo, ese efecto es aparente, pero en realidad muestra la perfección del giro que realiza la tierra alrededor del sol”. Ninguna explicación, por más convincente que fuera, lograría convencer al contrario. No es un empecinamiento por la teoría propia lo que influye en su pensamiento y percepción del fenómeno; es justo al revés, la estructura de pensamiento es la que da explicación no sólo a ese fenómeno, sino a todos los demás elementos de la realidad circundante.

Un ejemplo de cambio paradigmático en la medicina se dio en Viena se dio en el siglo XIX gracias al Dr. Ignaz Phillipp Semmelweis:

En el Hospital General de Viena había dos grupos médicos que trabajaban con parturientas. El índice de mortandad en las mujeres que daban a luz debido a la fiebre puerperal era alarmante. El doctor Semmelweis comprobó que se morían más mujeres en el ala del hospital que el atendía que en la otra. La única diferencia que encontraba entre un ala y la otra era que en la suya estaban los estudiantes de medicina y en la otra las aprendices de matronas. Pensó que la razón podría darse en los violentos tocamientos de los alumnos al examinar a las mujeres, lo que les ocasionaba la inflamación mortal. Así que centró su observación en ellos.

 No encontró nada fuera de lo común en sus tratamientos, pero la mortandad no descendía. Pero siguió al tanto y fue tal su atención, que hizo consiente que la única diferencia entre las matronas y los estudiantes, radicaba en que éstos últimos hacían autopsias que a las matronas no les estaba permitido hacer. Fue entonces cuando se le ocurrió a Semmelweis la idea de que trabajar con parturientas después de haber estado realizando autopsias con cadáveres podría ser la razón de un contagio producido por una “materia cadavérica” (así la llamó) que se quedaba impregnada en las manos de los doctores y que se transmitía a las pacientes al intervenirlas. Creyó que por eso morían en una especie de contagio mortal.

 Para comprobar su hipótesis Semmelweis le pidió a su grupo de trabajo que, antes de tratar a las parturientas, se lavaran las manos con cloruro de calcio (quería quitar el «hedor»; en su mente no había todavía algo cercano a microorganismos). Así comprobó que, en comparación con el grupo de trabajo del otro ala del hospital (que seguía con el antiguo método), las mujeres sobrevivían en mayor medida. Sin embargo su nueva técnica de limpieza no gustó. Vaya tontería esa de obligar a la gente a lavarse las manos, pensaron sus compañeros. Incluso en una discusión encarnizada con el director de su planta por la inclusión, según éste último, de este absurdo método, Semmelweis fue despedido. Para que le creyeran, llegó a cortarse a sí mismo con instrumento usado en las autopsias para probar con su propia infección la verdad de sus palabras. No consiguió la atención que solicitaba, sino una visita la manicomio y la enfermedad que le quitaría la vida. Semmelweis moriría sin llevarse el crédito de su legado.

 Ahora nos parece obvio que un médico se lave las manos antes de atender un paciente, pero hay que pensar que en ese entonces el origen de las enfermedades se producía a partir de un proceso interior. O sea que las enfermedades provenían de dentro del cuerpo. No se creía que efectos externos pudieran influir en las patologías. Desde este paradigma, no es de extrañar, que los médicos no tuvieran ningún interés en una rigurosa asepsia (ni siquiera una escasa limpieza) a la hora de atender a los pacientes.

 Más adelante se dio paso a un estudio posterior de los microorganismos (contagium animatum) en el tratamiento de enfermedades infecciosas. Dos figuras sobresalen a este respecto: Pasteur y Koch. Sin embargo, lo más importante es que a partir de ese momento la realidad médica fue vista de forma diferente. Los pacientes ya no sólo enfermaban por factores internos a su cuerpo, sino también podían contraer patologías por factores externos. Se había dado un cambio de paradigma.

 Según Thomás Khun esto no sería un incremento o avance en el conocimiento, porque para llamarlo así el pensamiento actual tendría que sustentarse en uno anterior. Lo que pasa con los cambios paradigmáticos es que se modifica totalmente la apreciación de los fenómenos. El pensar que la tierra gira alrededor del sol, no llega inspirado de la apreciación previa de su paradigma anterior pues es completamente contrario (el universo geocéntrico). El cambio paradigmático es el resultado, muchas veces, de casualidades experimentales (como el caso de Semmelweis) o de una inspiración inexplicable (como en Einstein) que llevó a los autores de los nuevos paradigmas a ver una realidad distinta. Según Khun para que pueda darse una revolución total de un cambio paradigmático, la generación que vivió el paradigma anterior tiene que morir, porque mientras viva no podrá aceptar la nueva estructura de pensamiento. Por eso es que a Copérnico a Galileo, a Képler, etc. se les tachó de locos y muchos de ellos no alcanzaron a disfrutar del reconocimiento de sus aportaciones.

 Esto puede plantear una última cuestión: ¿Quién nos dice que el paradigma que vivimos actualmente no cambiará en un futuro y que generaciones próximas verán el universo, o los tratamientos médicos u otros ámbitos de la vida de manera completamente distinta a como los vemos ahora? Tal vez la gente del futuro dirá: “Pobres ingenuos, cómo podían creerse esas barbaridades de la teoría de la relatividad”. Parece una desfachatez; pero nosotros hacemos lo mismo cuando nos cuentan cómo era el universo de Ptolomeo o que los médicos no se lavaban las manos antes de atender una parturienta justo después de haber realizado una autopsia.

R.III

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