La vida de la calle

Este invierno está siendo tan suave que el día que llueve o hace un poco más de frío parece noticia. Uno de esos días lluviosos pensé, cuando iba rumbo a la universidad, lo afortunado que se es cuando uno trabaja bajo techo. Y fue inevitable pensar en aquellos días cuando las inclemencias del día marcaban mi jornada laboral. Fue ya hace más de diez años, pero todavía recuerdo con claridad aquel año en el que fui “buzonero” (es decir, repartidor de publicidad).

Cada día en la noche recibía un mensaje por el teléfono móvil diciendo la estación de metro o de tren en la tendríamos que esperar a nuestro jefe, al día siguiente a las 8,30 de la mañana. Podía ser Chamartín, Vallecas, Conde de Casal, Estrecho, Puerta de Toledo, daba igual, pero éstas eran todo un lujo. El problema era cuando la cita era en Orcasitas, Puerta de Arganda, Alcalá de Henares o cualquier otra estación del extra (extra) radio de la ciudad. No importaba que llegar al dichoso sitio supusiera levantarse una hora antes, ni que no tuvieras el abono correspondiente de la zona y, ese día, parte de tu jornal se viera reducido por el coste del transporte. La puntualidad era importante y llegar tarde podría suponer perder la mitad del sueldo del día o ponerte a la cola de los trabajos.

¿Derechos laborales?, se pregunta alguien. Todos los que trabajábamos en este asunto formábamos parte de ese grupo denominado, no sin falta de ingenio, bajo el apelativo de “sin papeles”. Inmigrantes indocumentados, vamos; y por buscar otra semejanza podría decirse que la mayoría proveníamos de Latinoamérica. En cuanto llegaba nuestro jefe en su furgoneta, nos hacía subir en ella para llevarnos a las distintas zonas de trabajo. Nos bajábamos en parejas y contábamos, como principal instrumento de oficio, un carrito con el que transportábamos los pesados paquetes de folletos a repartir. El jefe indicaba cuál era la zona que debía trabajarse y daba la habitual moralina de que a quien descubriera tirando el papel perdería el trabajo y el dinero de su paga acumulada hasta ese momento. Tampoco se olvidaba de esa deliciosa frase de: “Si os detiene la policía a mi no me conocéis, ¡eh!”. Nosotros nos reíamos imaginándonos en la situación. ¿Qué le íbamos a contar a la policía? “Mire señor agente, yo estaba dando un paseo y vi este carrito lleno de publicidad y pensé: por qué no repartirlo por los hogares de la zona”.

La verdad es que ninguno de nosotros tuvo nunca problemas con la policía. Era más latoso lidiar con los vecinos. Porque seamos sinceros, a nadie nos gusta que nos llenen los buzones de nuestros hogares con esa basura publicitaria. Lo que la gente ya no suele reflexionar es que los chavales que la reparten les importa un pimiento la marca que llevan a lo hogares y que, para ellos, sólo es una manera de ganarse la vida. De existir un culpable se debería pensar en las empresas que se anuncian en esos papelitos (sin mucha consciencia medioambiental, por cierto). Pero como no mucha gente suele pensar en eso, no era infrecuente que cuando un vecino pesado te veían llenando los buzones del portal, empezara con la tabarra de: “otra vez con esta basura”. “¿pero quién te ha dejado entrar?”, «ya estamos otra vez con los papelitos»… y alguno incluso sacaba, ya de paso, alguna lindura xenofóbica (a mí no me pasó, para suerte del increpador): “sudaca de m… ya estás otra vez con los pu… papelitos”. Así estaba el patio, aunque también los había más amables y comprensivos. Recuerdo que alguno incluso me ofreció quedarse con todo un paquete y subirlo a su casa “ya lo tiro yo en unos días”, me dijo con complicidad (quizá también fue buzonero).

Es curioso que pese a lo sencillo del trabajo (ir tocando timbres en los portales, conseguir entrar, meter la publicidad en los buzones y seguir así hasta cubrir la zona que tocaba) todos los repartidores contábamos con un título de licenciado. Había publicitas, periodistas, gente de comunicación, etc. Todos sin papeles, eso sí. Lo que es sinónimo de no poder trabajar en otro tipo de oficio. Viéndolo de esta manera, eso hacía más entretenido nuestro día a día. Por ejemplo, había un argentino con el que podía charlar de literatura mientras esperábamos al jefe en la esquina indicada para que nos volviera a llenar el carrito. Quién pensaría que esos dos chicos con un carrito a cuestas, o un buen taco de papelitos en el antebrazo, pudieran venir conversando sobre Chejov, James Joyce, Homero, Vargas Llosa, etc.

No todo estaba mal, además de las charlas, buscábamos maneras de entretenernos. La primera era colarnos en los sitios que no permitían buzoneo y hacer nuestro trabajo en tiempo récord. Es decir, meter en los buzones tantos papelitos como fuera posible, antes de que saliera el portero a echarte la bronca. Otro buen pasatiempo era librarse del papel. No lo hacíamos sólo para quitarnos trabajo, sino para entretenernos. La forma más sencilla era robar una bolsa de las papeleras que hay en las zonas de los buzones (puestas estratégicas para que los vecinos menos cívicos fuesen tan amables de depositar ahí la publicidad en lugar de arrojarla al suelo). Las mejores bolsas eran las negras opacas, pues en ellas introducías un taco grande de papel y lo metías en el primer contenedor de papel que te encontraras (eso sí, nótese la mentalidad de reciclaje). Por mucho que se asomase nuestro jefe en él no sería capaz de distinguir el interior de aquella inalcanzable bolsa.

Había muchas otras formas de deshacerse del papel, pero incluso existían las lucrativas. Por la zona de Conde de Casal, había un sitio que compraba papel. Así que bastaba que esa fuese tu zona del día, para atreverte a desviarte un poco de tu ruta y hacer el truque. La verdad es que si uno sacaba para un café ya podía darse por satisfecho, pero el gozo de aminorar el peso de tu carrito hacía que mereciese la pena.

Aunque eso no era tan divertido, también uno terminaba volviéndose un experto para salir de los portales. Porque no todos tiene una pomo en la puerta, sino que se abren con un interruptor. Y vaya picardía que tienen los señores de los interruptores, porque hay veces que están tan escondidos que te llevaba un rato salir de la prisión.

Pero volviendo al clima, una de las cosas más duras de este trabajo era el trabajar bajo las inclemencias del tiempo. Había días que caían verdaderos aguaceros, pero nuestro jefe no se compadecía. Quizá él pensaba que sí lo hacía cuando nos dejaba unos chubasqueros medio rotos con los que quedabas igual de calado al final del día, pero retrasando un poco el proceso. O cuando el frío era tanto que cuando te pegabas en los dedos metiendo la publicidad en un buzón te acordabas de la madre de tu jefe, o del último vecino o portero con quien te habías enfrentado. El verano no era mejor, porque por mucha gorra que te pusieras, a medio día el calor parecía querer estamparte en el suelo. Un amigo dice que hay dos tipos de empleos: los que te duchas antes del trabajo y los que te duchas después. Hoy me siento afortunado de haberme conseguido un empleo de la primera clase.

R.III

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Si te ha gustado esta entrada, prueba a leer Atención al cliente parte I

No dejes de leer Un gran salto para Gorsky, un libro de relatos de Ramón Orteg (tres)

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©R.III

Acerca de Ramón Ortega (tres)

Ramón Ortega III https://unviajepersonal.wordpress.com/acerca-de-mi/ Ver todas las entradas de Ramón Ortega (tres)

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