Sobre las enfermedades mentales

No cabe duda que las enfermedades mentales nos asustan. Nadie querría que su hijo estuviera enfermo, pero desde luego parece preferible una enfermedad crónica como la diabetes, frente a una patología mental como puede ser la bipolaridad o la esquizofrenia, crónicas también. Así como las enfermedades físicas tienen su causa en el desajuste de los procesos fisiológicos (por ejemplo, en el caso de la diabetes debido a un fallo en el páncreas), las enfermedades mentales se deben a un desequilibrio de sustancias químicas que gobiernan el cerebro. Los dos tipos de patologías se pueden controlar con medicamentos. Sin embargo, las segundas nos resultan desagradables, peligrosas e, incluso en algunos casos, motivo de desdoro.

Existe un estigma social del que las enfermedades mentales no se pueden desprender. A nadie le importaría compartir la mesa con un amigo que te dice: “lo siento, no puedo tomar postre, porque soy diabético” o que antes de comer se tomara una pastilla para controlar el azúcar. Tampoco nos inmutaríamos frente al que debe tomar una dieta baja en sal por ser hipertenso o el que no puede comer grasas por tener alto el colesterol. Ahora pensemos en qué pasaría si el mismo amigo dijera justo antes de comenzar la comida: “¡Uff! Se me olvidaba, me tengo que tomar el litio para controlar la bipolaridad” o “antes de comer me voy a tomar el Prozac de la tarde”. Seguro que nuestra perspectiva hacia su circunstancia cobraría otro cariz. Quizá nos dejaríamos de sentir cómodos, como con las enfermedades físicas; ya no hablemos si el que se sienta a la mesa, en lugar de ser un bipolar o depresivo, es un esquizofrénico.

Sé de primera mano la existencia de personas que le cuesta trabajo reconocer que un familiar cercano sufre alguna de estas enfermedades. Prefieren ocultarlo, mirar a otro lado, pensar que se trata de un problema de actitud o algo que es pasajero y puntual (por muy repetitivas que sean sus conductas patológicas). Cualquier cosa antes de tener que afrontar que se está frente a una enfermedad mental. ¿Cómo ayudar al paciente entonces?

Estas patologías, bien diagnosticadas, se pueden controlar bastante bien. En el caso de la bipolaridad (enfermedad que me interesa en especial), por ejemplo, los episodios de depresión y de manía suelen ser más espaciados y menos agudos. Y pasa lo contrario cuando la enfermedad no es tratada: las depresiones y los periodos de exaltación suelen ser más intensos, más frecuentes y más duraderos.

Para tratarlos, al igual que pasa con enfermedades como la diabetes o la hipertensión, el paciente tendrá que seguir una serie de buenos hábitos si quiere mejorar. En el caso de las patologías mentales es fundamental seguir el tratamiento psiquiátrico, y es recomendable asistir a una psicoterapia. Poniendo de su parte el paciente y con la ayuda de los profesionales de la salud y los familiares o personas de apoyo es posible llevar una vida normal. Sin embargo, el primer paso es identificar las conductas patológicas, buscar un diagnóstico y afrontar que se tiene dicha enfermedad.

El problema se complica con los trastornos de la personalidad. Aquí no estamos hablando de enfermedades tratables. A una persona obsesiva compulsiva no se le puede medicar, porque no se trata de un desajuste químico-físico de su cerebro, sino de un rasgo de personalidad. Se le puede ayudar, pero cambiar su comportamiento es más complejo. La diferencia entre los trastornos de la personalidad y las enfermedades mentales también encuentran una distinción a nivel jurídico. Por esa razón, una persona que asesina a otra debido a un trastorno psicopático (o sea de personalidad) es llevado a la cárcel, mientras que el que mata a su madre porque creía que era un demonio cuando estaba en un episodio esquizoide se le interna en un hospital psiquiátrico. Hay enfermedades mentales que son relativamente parecidas a trastornos de la personalidad. Tal es el caso de la bipolaridad y el trastorno de personalidad límite (border line), en el que un sujeto cambia de forma radical de un estado de euforia/alegría a otro de violencia/tristeza.

La cosa se complica cuando conocemos que estas dos situaciones no son excluyentes. Es decir, alguien puede tener un trastorno de personalidad o que su personalidad tienda hacia ese trastorno y además contar con una enfermedad mental. En los dos casos, aunque yo me inclino a hacerlo más en los segundos, se debe sentir cierta compasión por los que sufren estos trastornos/enfermedades que no les permiten llevar una vida normal. Digo que me inclino más a sentir esta protección o voluntad de cuidado con las personas que sufren enfermedades mentales, porque no pueden controlarlo. La realidad que ellos ven y viven está distorsionada. En el trastorno de personalidad límite (o en la psicopatía)  no hay una distorsión cognitiva. A veces se comportan como personas eufóricas, con episodios de felicidad excesiva (e incluso explosiva), pasando rápidamente a la violencia, al llanto, etc.

¿Cómo distinguir unos de otros? Acudiendo a un profesional. Pero, sobre todo, teniendo la voluntad de ayudar a esa persona cercana que ya no puede ayudarse a sí misma. Espero que con el tiempo el estigma que tienen estas enfermedades se reduzca. De esta forma las podremos detectar  con mayor efectividad y prontitud, así como cuidar mejor de los sujetos  que las padecen y, por tanto, no abandonarlos o excluirlos.

 R.III

 

Post scriptum: espero tratar en otra entrada varios temas. En especial el hecho de que proveer cuidados a personas con bipolaridad o trastorno límite de personalidad, no exenta (e incluso es fundamental hacerlo) el ponerles límites para que no se hagan daño a ellos mismos o a las personas que les rodean.

 

 

Espiral descendiente

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© R.III

Acerca de Ramón Ortega (tres)

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