Voy en un tren que me lleva del aeropuerto de Barajas a Príncipe Pío. Voy leyendo mientras escucho música, pero el cielo azul me invita constantemente a distraerme de la lectura. A través de la ventana, las vías paralelas parecen recorrer conmigo el trayecto y los bloques de edificios de viviendas se van quedando atrás; otros prácticamente idénticos los sustituyen en el cinético paisaje. Me invade un pensamiento sobre esta porción de Madrid que contemplo. Esta ciudad es una isla cuyo mar está compuesto por estos extensos suburbios que terminan convirtiéndose en un océano dorado y manchego. Estoy enamorado de este pedazo del mundo que habito y sin embargo, pese al sol que otorga una perfecta temperatura, pese a la luminosidad que hace brillar más intensamente los colores, pese a esa canción que suena sólo para mí entre unos cuantos pasajeros; mi espíritu comienza a ser invadido por la melancolía.
Madrid ha perdido algo el día de hoy y ni siquiera se ha dado cuenta. El astro solar sigue propagando ese azul inmenso e infinito que se extiende en el horizonte; el músico que toca en este vagón no desentona e incluso me ha convencido para quitarme los audífonos; la jornada promete ser apacible y si quisiera podría emplearla en el primer capricho que me viniese a la cabeza; voy leyendo el último libro de Luisgé. Todos los ingredientes para que la felicidad invada mi corazón se encuentran reunidos en un trayecto que no es en absoluto inopinado. Si estoy ahora cruzando en horizontal la capital española no es por azar. La razón por la que me encuentro envuelto en estas elucubraciones me está presionando el esternón y crea un vacío en mi estómago. No es dicha lo que siento, por más que intente convencerme, tengo un motivo para sentir como se me aprieta el corazón. La melancolía está más que justificada.
Hoy se han marchado los Candiani*:: Carlos Candiani e Itzel Eguiluz se encuentran ahora probablemente pasando el control policial, o quizá ya adentro, esperando sentados, a que una gentil azafata los invite a abordar un avión que siempre maldeciré como el instrumento físico que me arrebató a dos amigos. El Manzanares ya no volverá a ser el mismo. La casa no volverá a sentir el cobijo de sus charlas, de sus sonrisas, de la candidez y amabilidad.
Vendrán más conversadores de literatura o de la problemática de la inmigración. Otros poetas nos regocijarán con sus creaciones y otros académicos nos llenarán la cabeza de reflexiones. Otros nos enseñarán esos rincones que desconocemos de Madrid, e incluso habrá quien nos regale aquellas entradas de teatro que no van a poder utilizar. No creo que nadie más nos regale una nespresso, pero caerán cafés, vinos, cerveza y gintonics a espuertas. Madrid y su amplitud todavía nos depara sorpresas, pero no nos engañemos…
Ya no tendremos a mano a esos dos amigos, mis amigos, los Candiani[1].
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