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Cómo detesté esa esquina. Uno puede llegar a odiar un lugar, sólo por lo que representa. Un recodo, pero también, un límite, una censura. Todas las tardes me despedí de ella ahí: en el lugar preciso donde se abría el abismo invisible que ella sorteaba incólume y que para mí era insalvable. Ahí reí, lloré, conté miles de historias, escuché y callé, pero sobre todo besé. Besé y besé todo lo que pude. Esa esquina ha visto besos tiernos, apasionados, eróticos, desidiosos, torpes e inexpertos, audaces y azarosos.
Ciertos avatares devinieron en el día de la despedida última. Día en que ni el asfalto, ni la pared, ni la esquina nos volvieron a encontrar. Su desconcierto fue en vano; los objetos no entienden de nuestras pasiones. Finalmente se adaptaron a pasar los días sin el peso de nuestros pasos o el tacto de nuestros cuerpos apoyados. Lo hicieron sin resentimiento ni alegría. Tal vez por eso desprecio ese lugar, porque mi dolor le fue indiferente.
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